Sobre Mateo 4, 12-23
Supe que era homosexual siendo un niño. No es fácil ese proceso de saberse distinto, y todavía es más complicado a esa edad. Tan diferente me sentía que resultaba arriesgado contarlo. Tenía mucho miedo y estaba muy confuso. Si lo hablaba me iba a encontrar con burlas, desprecios, agresiones, exclusión...
Con poco menos de diez años lo que más temía era perder el amor de mis padres. Lo que más me entristecía y abrumaba era haber perdido el amor de Dios.
Ser gay era una carga pesada de llevar, cada vez más insoportable a medida que fui creciendo dentro del armario, viviendo la injusticia del exilio impuesto por las normas sociales y la religión discordante e inmisericorde. Al mismo tiempo consciente de que se trataba de un armario auto obligado, inevitable y sin límite en el tiempo, pero al fin y al cabo resultado de mi propio temor a las consecuencias de visibilizarme.
Muchas veces hago uso de una frase de Jesús que recoge el evangelista Mateo, refiriéndome a la experiencia personal de desconsuelo y soledad por ser homosexual creyente en la sociedad civil y religiosa a la que pertenezco, pues sus preceptos, modelos, normas y tradiciones fueron en definitiva las piedras de los muros de mi armario y del de cualquier hombre o mujer LGBTIQ+ cristiana. Jesús hablaba de la clase religiosa respaldando al colectivo de personas excluidas y apartadas entre las que se movió: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan, pero no hagáis conforme a sus obras, pues dicen y no hacen. Porque atan cargas pesadas difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas».
Ciertamente los efectos de mi identidad homosexual fueron durante muchos años una carga que marcó mi vida dolorosamente. Sin embargo no imaginaba que Jesús pudiera estar dirigiéndose a mí, que ese aviso me lo estuviese entregando de forma personal.
He compartido muchas veces que en mi oración a lo largo de buena parte de mi vida nunca faltaba pedir a Dios que me hiciese “normal”. Lo que rogaba al Padre era cambiar radicalmente. Yo no podía hacerlo, pero si el Señor me escuchaba sería posible convertirme en otra persona, quitarme la carga y dejar de sufrir.
No pasó así. Tuvo que transcurrir mucho tiempo y sucederme muchas cosas para entender a Jesús. Como siempre, estaba sordo centrándome en pedirle y pedirle. Solamente al quedarme en silencio pude escuchar su voz. Cuando Jesús grita «¡Convertíos! ¡Cambiad!» Nos está invitando a modificar nuestra manera de entender la vida, de apreciarla y en ella dar valor a lo que somos y lo que nos rodea. En definitiva, nos pide que le dejemos entrar a nuestras vidas, a ponerlo en el centro para que Él dé sentido a todo.
Durante años le había pedido que me cambiase para hacerme “normal” y de pronto Jesús me invitaba a modificar mi percepción de la “normalidad”. Era como si me dijera: «¿No lo ves? ¡Despierta! Conviértete en un hombre libre porque yo te he hecho a mi imagen y semejanza, te quiero, me gusta como eres. Cambia. Cambia tu manera de mirarte y tu forma de apreciarte, porque eres perfecto a mis ojos, no hay ningún defecto en ti. Convierte tu corazón porque ya no soportarás ninguna carga pesada, eres digno para que entre en tu casa. Cambia, porque el Reino de los Cielos está cerca y tienes un lugar preferente en él».
Jesús provocó un cambio radical en mi vida cuando fui capaz de entender que mi fortaleza no dependía de mí sino de Él al aceptar su propuesta de conversión sin renunciar a nada de lo que yo era. Cuando Jesús gritó «¡Cambia!» Estaba haciendo realidad las palabras de Isaías, quebrantando el pesado yugo y la barra que oprimía mis hombros.
Aún así no creo que este cambio sea definitivo, en el sentido de que dejarse hacer por Dios implica continuos movimientos de espíritu que a veces son difíciles de entender y aceptar. La conversión incluye recoger la invitación que me hace Jesús a seguirle, y acompañar a Jesús significa estar alerta, no conformarme, no acomodarme, cerciorarme de que hablo de Él en mí y no de mí en Él. Parece un trabalenguas, pero en absoluto lo es.
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