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septiembre 06, 2023

LXXXVIII TESTIGOS

Sobre Juan 1, 21-34



EL PECADO MÁS GRAVE

Durante buena parte de mi vida creí que el mayor pecado posible era ser homosexual. Pocas veces dije en el confesionario que me gustaban los chicos. La última fue con quince años. Recuerdo que conté varios pecados al sacerdote y sobre ninguno hizo especial aspaviento. Cuando le hablé de que era gay se comportó como si hubiera confesado un asesinato. 

Otras veces me habían tratado de enfermo y me aconsejaron que me pusiese en manos de un psicólogo para curarme y dejar de pecar. En este caso a los quince años, el día de mi cumpleaños, el cura se aseguró de atemorizarme con el infierno si no era casto y puro, y me animó a sobrellevar la homosexualidad como una cruz de la vida. 


Por eso me ha costado mucho tiempo establecer un concepto de pecado válido, es decir, que no estuviera contaminado por mi homosexualidad. 

Hasta que acepté que soy como soy y que Dios me ama inmensamente sin cambiar nada, mi más grave pecado era ser gay. Un pecado insufrible, insoportable, permanente, inseparable, que eclipsaba todas las demás faltas. Porque si mentía, si era egoísta, si era orgulloso, avaricioso, o incluso si era violento o agresivo, pedía perdón y lo obtenía. Además podía evitar caer de nuevo en esos pecados con mayor o menor esfuerzo. Pero mi naturaleza homosexual era inevitable. Lo que sentía y vivía no podía impedirlo. 


EL PECADO DEL MUNDO

Al salir del armario tuve que reordenar la idea de pecado. De repente ser gay no suponía un problema en mi relación con Dios, sino que era una razón más para sentirme hijo querido suyo.

Por otro lado, entendí a qué se refería Juan cuando dice que Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 

En tiempos de Jesús —como ahora— el pecado del mundo era la opresión contra los débiles, los marginados y excluidos, las personas bienaventuradas. 

Jesús se centra en los últimos de la sociedad para elevarlos al primer puesto. Y recién salido del armario, engordado de rencor y resentimiento, me situaba como despreciado y, por tanto, víctima que clama venganza. «Ahora —me decía a mí mismo— tocaba desenmascarar todas las razones divinas que esgrimían Iglesia y sociedad en contra de las personas LGBTIQ+».


EL CORDERO DE DIOS

Ese momento de victimismo y vendetta es el tiempo del bautismo con agua que hace Juan. 

«¡Arrepentíos!» —dice el Bautista. 

Tiene que llegar Jesús para iniciar otra dinámica incorporando la misericordia al plan de salvación que, indudablemente, precisan los colectivos marginados y excluidos, pero también los que excluyen y marginan.

Jesús bautiza con el Espíritu. Y el Espíritu transforma los corazones diluyendo cualquier actitud que se alimente del rencor y el resentimiento. 

Esto significa que hay que hacer vida lo de poner la otra mejilla, porque a veces se recibe una buena bofetada. Pero ese es el camino del cordero de Dios.

El papa Francisco nos ha hecho reflexionar sobre la debilidad de un cordero, que tiene de por sí poca fuerza para llevar peso, tiene pocas habilidades para defenderse, es dócil y manso. Jesús es el cordero aparentemente débil que lo soporta todo, que lo da todo por nosotros.  


EL TESTIMONIO

Estoy en tiempo de parada. Salir de mi propio amor, querer e interés —como dice San Ignacio— me está posibilitando experimentar con más frescura la confianza en Dios y, por eso, sentirme más libre. Es curioso cuántas ataduras y compromisos, proyectos, tareas, me parecían irrenunciables hace muy poco, y de qué forma todo eso estaba ocultándome lo fundamental en mi vida, a Jesús de Nazaret.

 

Este “ponerme a la escucha de la voluntad del Padre” hace que sienta con mayor fuerza la necesidad de seguir anunciando la Buena Nueva del Evangelio a las personas LGBTIQ+ que todavía no han descubierto que Dios las ama tal como son. 

Las palabras del evangelista Juan son muy elocuentes: «Como lo he visto, doy testimonio de que él es el Hijo de Dios».


Las personas cristianas LGBTIQ+ que de una u otra forma hemos experimentado la cercanía de Jesús —y por él nuestras vidas han sido transformadas radicalmente— estamos llamadas a dar testimonio «porque lo hemos visto». Debemos anunciar al cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 

Pero es preciso que el Señor esté en el centro de nuestras vidas, tanto personales como colectivas. De otra forma seremos una farsa. Si nos anunciamos a nosotros seremos como los fuegos artificiales, muy bonitos pero efímeros. Demos, por tanto, testimonio de lo que el Espíritu ha hecho posible, de lo que hemos vivido. Hablemos de lo que hemos experimentado. Somos personas con una fe puesta a prueba muchas veces. Contemos de dónde nos viene esta fuerza.



Le preguntaron: —Entonces, ¿eres Elías? Respondió: —No lo soy. —¿Eres el profeta? Respondió: —No. Le dijeron: —¿Quién eres? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron; ¿qué dices de ti? Respondió: —Yo soy la voz del que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor, según dice el profeta Isaías. Algunos de los enviados que eran fariseos le dijeron: —Si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas? Juan les respondió: —Yo bautizo con agua. Entre vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí; y [yo] no soy digno de soltarle la correa de su sandalia. Esto sucedía en Betania, junto al Jordán, donde Juan bautizaba. Al día siguiente Juan vio acercarse a Jesús y dijo: —Ahí está el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. De él yo dije: Detrás de mí viene un varón que es más importante que yo, porque existía antes que yo. Aunque yo no lo conocía, vine a bautizar con agua para que se manifestase a Israel. Juan dio este testimonio: —Contemplé al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar me había dicho: Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios.

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