Sobre Mateo 10, 37-42
El día que cumplí quince años busqué un templo donde pasar desapercibido y nadie pudiese conocerme, esperando encontrar a alguien que me ofreciera la suficiente confianza como para poder hablar y dejarme aconsejar acerca de mi homosexualidad en relación a la fe. En mi obsesión por mantener en secreto lo que estaba sintiendo, temía contar nada a sacerdotes con los que trataba en el colegio. Una decisión de la que muchos años después me arrepentí porque entre alguno de ellos habría encontrado lo que buscaba. Sin embargo entonces no lo veía así. No era solo porque pensaba que pudiesen delatarme, sino por el celo que ponía para que nadie supiera que era uno de esos invertidos, pecadores condenados, según lo que muchas veces había escuchado que eran los hombres y mujeres LGBTIQ+.
Imaginaba sus miradas acusadoras o condescendientes (duelen exactamente igual) cada vez que me cruzara con ellos por los pasillos. En realidad esta es la carga de ofuscación obsesiva que lleva en la mochila cualquier persona que malvive en el armario. Una desconfianza y un recelo que sólo puede compararse al temor a ser descubierto y es proporcional al miedo que provocaba el daño que eso pudiera causarme.
Ya había tenido alguna triste experiencia con algún que otro sacerdote, sin otro resultado que frustrantes respuestas aconsejándome ayuda profesional para curarme.
Esta vez fui a una parroquia en un barrio en el otro extremo de la ciudad. Vi que era un cura joven y respiré tranquilo presintiendo que podría ofrecerme algunas palabras de ayuda. Recuerdo que era amable y me facilitaba poder confiarle todo lo que quisiera. Empecé contándole lo que —supongo— debieron ser los típicos pecados de cualquier adolescente. Hasta que me atreví a decirle que era homosexual, que necesitaba ayuda y consejo para poder vivirlo como cristiano. Entonces cambió su tono, como si acabara de confesarle un asesinato. No alzaba la voz pero sus palabras sonaban duras y potentes mientras me lanzaba un largo sermón sobre el gravísimo pecado que le había revelado. Se cercioró de que comprendiera que mi alma estaba en serio peligro. Después me arengó sobre los terribles efectos para mi vida si mantenía ese instinto desviado. También me hizo ver lo triste que estaba Jesús por mi causa, y quizá fuese eso lo que más me contrariase de cuanto me dijo, pues nunca había creído realmente que Cristo pudiera apenarse a causa de que fuese gay.
Le conté que no podía evitar lo que sentía, y entonces me dijo: —Esa es tu cruz. Cógela y pórtala sacrificándote por Cristo. Si no cargas tu cruz y le sigues, no eres digno de Él.
Jamás he regresado a aquella parroquia ni he vuelto a ver a ese sacerdote que consiguió entristecerme y desalentarme aún más de lo que ya estaba. Pero cuando visito algún templo y veo una imagen de Jesús portando la cruz, me acuerdo de ese momento y espontáneamente rezo por todas las cruces que hay en esa que porta el Maestro. Cuando ese cura me invitó a coger la cruz de mi homosexualidad, estaba dando por hecho que mi identidad sexual era un estigma, algo malo y perverso, un instrumento de martirio que debía llevar toda mi vida soportando sacrificadamente, ofreciéndoselo a Dios para eximir este pecado abominable y poder ser digno de Él.
Eso que daba por hecho aquel sacerdote no sólo no sirvió para nada a un chaval asustado de quince años, sino que lo hundió todavía más en la angustia de sentirse un error ante la sociedad y un ser despreciable ante Dios.
Ser LGBTIQ+ no es una cruz. Sí es una cruz soportar el desprecio, la intolerancia, el rechazo, la exclusión, los murmullos, los golpes, las burlas por ser diferente. Una cruz es el armario. Una cruz es la soledad. Una cruz es el miedo.
Cuando Jesús carga la cruz camino del Gólgota lleva sobre sí todas esas cruces, las de las personas LGBTIQ+, las de todos los sufrientes, las de las periferias de la Iglesia.
Las personas LGBTIQ+ cristianas, especialmente quienes se sienten asustadas, amenazadas, todavía sin atreverse a hacerse visibles porque temen las consecuencias a nivel familiar, social o incluso por cuanto su fe haya sido domesticada a partir de un Dios que no las acepta tal como son; en definitiva todas las mujeres y hombres LGBTIQ+ necesitamos el vaso de agua que ha de ofrecernos quien de verdad ama a Dios y obra en su nombre desde la misericordia del Evangelio. Porque, lamentablemente, seguimos siendo los pequeños, continuamos formando parte de las fronteras de la Iglesia.
En todo caso, el lugar en que sitúa todo esto al Colectivo LGBTIQ+ creyente nos ofrece la posibilidad de discernir entre una respuesta violenta, quizá preñada de coherencia evangélica pero que nace del resentimiento y el dolor, o bien revertirlo en un acto de amor que no es otra cosa que darse, darnos tal como somos, sin rencor, en una denuncia profética que por sí sola desmonta cualquier argumento contra la diversidad que es obra de Dios. Tenemos la posibilidad de ser tremendamente subversivos si no respondemos al mal con mal, al odio con odio, a la violencia con violencia. Creo que es la mejor manera de entender esa forma de amar a Jesús que Él mismo propone, anteponiéndole a nuestra madre y a nuestro padre, a la propia vida, saliendo —como diría Ignacio de Loyola— de nuestro propio amor, querer e interés, para dejarnos invadir por el amor e interés de Dios mismo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
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