Sobre Juan 1, 1-18
El inicio del Evangelio de San Juan parece un tanto intrincado, complejo. Siempre me sobrecogió, desde niño, como si se tratara de un texto que guardase cierto significado profundo y secreto que quizá algún día fuese capaz de descubrir y entender.
Creo que empecé a comprender lo que contaba Juan a medida que fui siendo capaz de escuchar la voz de Dios llamándome a ser yo mismo. No podía ser que en el principio ya existiese la Palabra y me mantuviese en silencio.
Para muchas personas LGBTIQ+ cristianas no hay un principio donde ya exista la Palabra ni tampoco que la Palabra esté junto a Dios. Porque lo que nos cuentan sobre Dios y lo que Dios quiere golpea hasta sangrar con lo que somos: lesbianas, gays, bisexuales, transexuales…
Y —nos dicen— si eres LGBTIQ+ vives en las tinieblas, la Palabra no es para ti.
Cuando dejé de creer eso pensé que había dejado de creer también en Dios mismo. Mi historia, como la de tantas personas LGBTIQ+, es una continua búsqueda de Dios. El mayor riesgo de perder la fe sucede cuando se confunde lo que Dios dice con lo que dicen los que hablan oficialmente de Dios.
Superar la religión con el fin de descubrir al Padre es un perfecto ejercicio de fe, sobre todo para quienes a menudo hemos sufrido —y sufrimos— la doctrina que muchas veces se antepone al Evangelio mandándonos al infierno.
El reencuentro con Dios fue el detonante de mi salida efectiva del armario, como lo es para muchas personas LGBTIQ+ cristianas.
Tomaban forma los versículos misteriosos del Evangelio de Juan. Me situaba en el principio, y ahí estaba la Palabra, y la Palabra era Vida, y era la Luz que había disipado las tinieblas.
Pero algo más entrañable sucedió: era verdad que la Palabra se hacía carne, se hacía débil, se hacía formidablemente humana. Dios humanizaba a Dios, y en su Hijo hecho ser humano estaba incluido yo, a imagen de Dios.
Hay algo más en estos versículos de Juan. Un asunto que —recuerdo— me hacía albergar ciertas esperanzas en que Dios no fuese tan cruel con las personas LGBTIQ+ como me hacían ver.
Dice Juan que «a Dios nadie lo vio jamás». Y agrega que el Hijo de Dios —Jesús— es quien nos lo ha dado a conocer. De ahí mis esperanzas, pues si sólo Jesús es quien puede ofrecernos una imagen de Dios fidedigna, no puede más que ser alguien inmensamente misericordioso.
La vida y la Palabra de Jesús son la imagen de Dios. Ni la doctrina, ni la religión, ni la tradición son el rostro del Padre.
Quizá por eso el papa Francisco insiste tanto en que hagamos tangible la misericordia, que seamos personas misericordiosas, sin miedo.
La misericordia es auténtica Palabra. Dentro del armario se produce mucho rencor, se acumula mucho resentimiento. Pero fuera, a este lado, se descubre la alegría del Evangelio y todo se transforma en perdón, se palpa la Palabra que está junto a Dios, que es Vida, que es Luz y se hace carne frágil, acampa en medio para redimir con especial predilección a los más débiles, a los oprimidos, a los perseguidos, a todas y todos los que habitan en las fronteras del mundo, pero también de la Iglesia.
En principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. [Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.] La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. [Juan da testimonio de él y grita diciendo: "Éste es de quien dije: "El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."" Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.]
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