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diciembre 12, 2025

CLXXXVI. VOCES EN EL DESIERTO


Sobre
Mateo 11, 2-11


Cuando hago oración contemplando este pasaje de Mateo, siento que Jesús me habla desde un lugar donde la vida se abre paso a pesar de todas las resistencias. Él envía a los discípulos, anuncia que los ciegos ven, que los cojos caminan, que los excluidos recuperan dignidad… y algo dentro de mí se mueve. Porque también yo he vivido —y aún vivo— momentos en los que me han querido convencer de que mi identidad LGBTIQ+ es una especie de cojera espiritual, una herida que tendría que ocultar o corregir para pertenecer de lleno a la comunidad creyente.

Pero Jesús, en este texto, no habla de corregir; habla de liberar. No pone condiciones; despliega posibilidades. Y al ver cómo se acerca a quienes estaban al margen, me descubro a mí mismo entre esas personas que, desde la periferia, esperan una palabra que no condene, sino que devuelva luz a los ojos y firmeza a los pasos.

Cuando Jesús elogia la figura de Juan, reconociendo su fuerza y su coherencia, pienso en todas las personas LGBTIQ que también han sido voz en el desierto, reclamando espacios de dignidad dentro de una Iglesia que muchas veces no ha sabido escucharnos. Y entonces, este pasaje se vuelve para mí una llamada: no basta con recibir consuelo; también soy invitado a ser testigo de ese Reino que ya está brotando donde hay justicia, verdad y amor sin condiciones.

Este texto me pide valentía. Me pide no esconderme. Me pide vivir mi fe sin renunciar a quién soy. Jesús no envió a sus discípulos a anunciar un mensaje de miedo, sino de vida que se expande. Y yo, desde mi historia LGBTIQ+, quiero creer que también estoy enviado; que mi visibilidad no es un obstáculo, sino una forma concreta de mostrar que el Reino incluye a todas y a todos.

Así, cuando escucho que el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan, lo interpreto desde mis luchas cotidianas: cada vez que alguien intenta arrebatarme la dignidad, la fe o el derecho a existir plenamente, sé que mi resistencia —mi decisión de seguir creyendo, amando y viviendo con autenticidad— es también un acto de fidelidad a ese Reino.

Y por eso, hoy oro desde lo íntimo: que mi vida, mi fe y mi identidad sean un pequeño signo de ese Evangelio que sana, libera y devuelve sitio a quienes durante demasiado tiempo hemos sido empujadas y empujados a la orilla.


En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti.» Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»


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