Sobre Mateo 3, 1-12
Este pasaje del Evangelio es raro que no impacte, pero esta frase concreta siempre me remueve: “Raza de víboras… den fruto que pruebe su conversión”.
Antes me incomodaba porque pensaba que se trataba de un mensaje duro, casi amenazante. Pero hoy, después de lo que viví hace días, ese texto me habla de otra manera, mucho más cercana, más encarnada.
Estábamos celebrando la Eucaristía. Una misa sencilla, humilde, en la que casi todos éramos personas LGBTIQ que buscamos lo mismo: un espacio donde poder orar sin miedo, donde dejar que Dios nos nombre por dentro sin filtros ni máscaras. Justo cuando el sacerdote finalizó la homilía y nos invitaba a compartir lo que la Palabra nos había dicho, una persona arropada por dos más comenzó a hablar gritando, llamándonos pecadores, enfermos, abominaciones. Nos señalaba con el dedo como si ellos fueran dueños del juicio de Dios, como si entre ellos y el cielo hubiera un acceso directo.
Sentí el corazón encogido. No tanto por lo que decían —porque ya había escuchado insultos antes— sino por la manera en que lo decían: con rabia, sin querer vernos, sin preguntarse siquiera si allí había dolor, fe, búsqueda… vida. En ese instante entendí algo que antes solo había leído desde fuera: eso es el “nido de víboras” del que habla Juan el Bautista. No una categoría de personas, sino una actitud espiritual: la de quienes usan a Dios como arma, la de quienes confunden pureza con superioridad, la de quienes se sienten autorizados a aplastar el corazón ajeno.
Y sin embargo, mientras los escuchaba, hubo algo dentro de mí que se mantuvo firme. Una especie de certeza suave: “Dios no está en sus gritos. Dios está aquí, en nuestra vulnerabilidad compartida, en la mesa que intentan romper, en la dignidad que intentan negar.” Esa certeza me sostuvo, y también me ayuda a mirar el texto del Evangelio de hoy de otra manera.
Cuando Juan dice “den fruto que pruebe su conversión”, ahora lo entiendo como una invitación para mí. No una condena. No una amenaza. Sino una llamada a que mi fe tenga raíces reales: paz, honestidad, apertura, una vida que hable de reconciliación en vez de venganza. A que no deje que el veneno de esos insultos se convierta en veneno dentro de mí.
Porque la verdad es esta: la violencia que otros ejercen en nombre de Dios puede tentarme a responder con la misma dureza. Puedo convertirme yo mismo en víbora si dejo que el resentimiento me gobierne. Y ahí es donde el Evangelio se vuelve medicina. Me recuerda que mi identidad más profunda no nace del rechazo que recibo, sino del amor en el que fui creado.
Aquella misa terminó distinta de como empezó, pero no destruida. Cuando salieron los que gritaban, nos quedamos en silencio, respirando hondo. Y en ese silencio sentí que el Reino que anuncia Juan el Bautista —ese Reino que está “cerca”— no es algo lejano: estaba allí, en esa comunidad herida que aun así seguía de pie, sosteniéndose unas y unos a otros.
Y pensé: quizá este sea el fruto que se nos pide. No perfectos. No intactos. Sino fieles. Personas que, a pesar del miedo, siguen buscándose en Dios. Personas que, aunque otros nos nombren con desprecio, seguimos creyendo que somos amadas y amados.
El texto del Evangelio de hoy me invita a no escuchar un discurso de fuego. Escucho una invitación a vivir desde la verdad y no desde la vergüenza. A dejar atrás los disfraces. A no responder al veneno con veneno. Y, sobre todo, a creer que Dios se revela justo ahí donde muchos no mirarían: en un grupo de creyentes LGBTIQ que, en una misa interrumpida por el odio, decide seguir cantando bajito, con más ternura que miedo.

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