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diciembre 27, 2025

CLXXXIX. FAMILIAS DIVERSAS, SAGRADAS FAMILIAS


Sobre
 Mateo 2,13-15.19-23


Al orar con el relato de Mateo sobre la huida a Egipto y el regreso a Nazaret, el texto enseguida se abre como una revelación silenciosa sobre la fragilidad y la diversidad de las familias en las que Dios decide habitar. No se trata de una escena edulcorada ni ideal: es una familia amenazada, desplazada, obligada a tomar decisiones difíciles para proteger la vida que se le ha confiado.

La Sagrada Familia aparece aquí lejos de cualquier modelo cerrado o idealizado. Es una familia en tránsito, que huye por miedo, que cruza fronteras, que aprende a vivir como extranjera. En ese movimiento forzado, Dios no se ausenta: permanece. El Hijo de Dios crece en medio de la precariedad, del desarraigo y de la inseguridad. El Evangelio muestra así que la bendición divina no se apoya en la estabilidad social ni en la corrección de las formas, sino en el amor que cuida y protege la vida.

Desde la experiencia de las personas LGBTIQ+, este pasaje resuena con especial fuerza. Muchas familias diversas conocen también la amenaza, el cuestionamiento y la necesidad de buscar espacios seguros donde amar y criar sin miedo. Han tenido que cruzar sus propios “Egiptos”: contextos sociales, religiosos o educativos donde no se les reconocía dignidad ni legitimidad. Y, como en el relato evangélico, ese camino no las aleja de Dios, sino que se convierte en lugar de encuentro con Él.

El texto de Mateo sugiere que Dios no bendice un único modelo familiar, sino la fidelidad al cuidado mutuo. Familias con dos madres o dos padres, familias diversas, elegidas o reconstruidas, participan de la misma verdad profunda: allí donde hay amor que protege, Dios habita. No son realidades secundarias ni toleradas, sino espacios auténticos de gracia.

El regreso a Nazaret refuerza esta intuición. Nazaret es un lugar insignificante, marcado por el prejuicio. Sin embargo, es allí donde Jesús crece, se forma y aprende a amar. Dios elige lo pequeño, lo cuestionado, lo que no encaja en las expectativas dominantes. Así, el Evangelio afirma que ninguna familia queda fuera de la bendición por su forma o composición.

Este pasaje invita a una reconciliación serena entre fe y diversidad. Permite contemplar todas las familias actuales —incluidas las familias LGBTIQ+— como realidades igualmente dignas, igualmente amadas y bendecidas por Dios. No es la conformidad a un esquema lo que hace sagrada a una familia, sino el amor que sostiene la vida día a día.

En la huida, en el regreso y en la vida cotidiana de esta familia evangélica se revela un Dios que acompaña, que protege y que se queda. Un Dios que sigue naciendo y creciendo en hogares diversos, frágiles y verdaderos.


Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»

José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.»
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño.»
Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.

diciembre 23, 2025

CLXXXVIII. LA LUZ BRILLA EN LA TINIEBLA (Navidad)


Sobre
Juan 1, 1-18


“Y la Palabra se hizo carne"

No eligió una carne ideal, correcta, aceptada por todos. Eligió la carne real. Vulnerable. Cuestionada. Expuesta. Por eso no puedo leer este texto sin pensar en nuestras vidas LGBTIQ+, tantas veces tratadas como si fueran un problema que Dios debería corregir y no una historia que Dios desea habitar.

Antes de que nadie nos pusiera nombre, antes de que la Iglesia nos señalara, antes incluso de que aprendiéramos a desconfiar de nosotros mismos, la Palabra ya estaba. Y en ella estaba la vida. Nuestra vida también. No una vida a medias, no una vida tolerada, sino una vida querida desde el principio.

El nacimiento de Jesús es una denuncia silenciosa pero radical: Dios no se revela en la pureza, ni en la norma, ni en la exclusión, sino en la carne. Y cuando Dios se hace carne, desautoriza cualquier teología que desprecie cuerpos, afectos o identidades. Toda fe que humilla, que margina o que obliga a vivir escondidos no nace de la Encarnación.

“Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron.”

Esta frase tiene nombres y rostros. Son las personas LGBTIQ+ expulsadas de comunidades cristianas. Somos las que aprendimos a rezar pidiendo no existir así. Son las que aún hoy escuchan que su amor es un pecado estructural, un trastorno que curar, una ofensa a Dios. Jesús conoce ese rechazo desde su nacimiento. Y no se pone del lado de quienes excluyen en nombre de Dios, sino de quienes quedamos fuera.

Pero el prólogo del evangelista Juan no se queda en el rechazo. Afirma algo profundamente subversivo: a quienes acogen la Palabra se les concede ser hijas e hijos de Dios. No a quienes controlan, juzgan o vigilan. A quienes acogen. Y muchas personas LGBTIQ+ hemos acogido a Dios desde la intemperie, desde la herida, desde la resistencia. Eso también es fe. Aun más, es una fe adulta.

La Palabra se hace carne y acampa. No funda una fortaleza doctrinal. Acampa entre quienes no tienen lugar seguro. Por eso me atrevo a decir que Cristo sigue naciendo hoy en los cuerpos y las historias LGBTIQ+ que luchan por vivir con verdad, con dignidad y con amor.

“La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la venció.”

Esta no es una frase piadosa. Es una promesa para quienes han sido empujados a la sombra. La luz no se apagó cuando nos dijeron que no éramos personas bienvenidas. No se apagó cuando nos pidieron silencio. No se apagó cuando confundieron fidelidad a Dios con violencia espiritual.

Creer en el nacimiento de Jesús, desde nuestra experiencia LGBTIQ+, es afirmar que Dios no está en contra de nuestras vidas, sino comprometido con ellas. Que nuestro existir no es una deficiencia ni nuestros gritos son un error teológico, sino un lugar donde la Palabra sigue encarnándose. Y que mientras haya una persona LGBTIQ+ creyendo, amando y resistiendo, la Encarnación no habrá terminado.

Dios sigue naciendo. También aquí. También así. Y nadie, en absoluto, tiene autoridad para negarlo.


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio d él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

diciembre 20, 2025

CLXXXVII. DIOS CON NOSOTR@S (una propuesta para orar)


Sobre
Mateo 1, 18-24


Esta vez te propongo una meditación personal, escrita para ser leída despacio, en voz baja, cuidando el silencio interior. El tono es íntimo, orante y vulnerable, en la línea de Dios sin Armario, donde la Palabra se cruza con la propia vida sin explicaciones innecesarias.

Espero te sea útil. Me encantará que lo disfrutes. Feliz Navidad.


Me detengo.
Respiro hondo.
Y dejo que esta escena del Evangelio se acerque a mi propia historia.

María está embarazada.
Y no hay palabras suficientes para explicarlo.
Solo una certeza que nadie entiende.
Solo una verdad que no encaja.

Pienso en cuántas veces mi propia vida ha sido así:
una verdad gestándose en silencio,
un secreto sagrado que no sabía cómo nombrar,
una identidad que no cabía en las expectativas de los demás.

María no se defiende.
No justifica.
No discute.
Simplemente es.

Y José…
José tiene miedo.
Miedo al qué dirán.
Miedo a equivocarse.
Miedo a amar algo que no comprende del todo.

Cuántas veces he sido yo José conmigo mismo:
queriendo apartar con discreción lo que me descoloca,
intentando ser “correcto”,
pensando que quizá Dios esperaba otra cosa de mí.

Pero en medio del sueño —siempre en medio del sueño, nunca desde el ruido—
Dios habla:
No temas.

No temas a lo que ha nacido en ti.
No temas a lo que no encaja.
No temas a ese amor,
a esa verdad,
a esa identidad que no elegiste pero que te habita.

Lo que hay en ti
no es un error.
No es un fallo del plan.
No es una amenaza para Dios.

Es Espíritu.

José despierta
y hace algo profundamente subversivo:
confía.
Se queda.
Abraza la vida tal como viene.

Quizá hoy el Evangelio no me pide entenderme del todo,
ni tener todas las respuestas,
ni reconciliar cada herida con la Iglesia.

Quizá solo me pide esto:
no huir de mí.
No rechazar lo que Dios no ha rechazado.
No vivir pidiendo perdón por existir.

Jesús nace en un contexto frágil,
ambiguo,
malinterpretado.

Como tantas vidas LGBTIQ+ creyentes.

Y aun así,

Dios no cambia de plan.
No se retracta.
No se avergüenza.

Permanece.

Hoy escucho para mí estas palabras:
No temas.
No temas ser quien eres delante de Dios.
No temas amar desde donde estás.
No temas creer que también en tu historia
Dios está salvando.

Me quedo en silencio.
Y dejo que esta verdad repose en mí
como una vida nueva
que no necesita defenderse
para ser sagrada.


El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros».»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

diciembre 12, 2025

CLXXXVI. VOCES EN EL DESIERTO


Sobre
Mateo 11, 2-11


Cuando hago oración contemplando este pasaje de Mateo, siento que Jesús me habla desde un lugar donde la vida se abre paso a pesar de todas las resistencias. Él envía a los discípulos, anuncia que los ciegos ven, que los cojos caminan, que los excluidos recuperan dignidad… y algo dentro de mí se mueve. Porque también yo he vivido —y aún vivo— momentos en los que me han querido convencer de que mi identidad LGBTIQ+ es una especie de cojera espiritual, una herida que tendría que ocultar o corregir para pertenecer de lleno a la comunidad creyente.

Pero Jesús, en este texto, no habla de corregir; habla de liberar. No pone condiciones; despliega posibilidades. Y al ver cómo se acerca a quienes estaban al margen, me descubro a mí mismo entre esas personas que, desde la periferia, esperan una palabra que no condene, sino que devuelva luz a los ojos y firmeza a los pasos.

Cuando Jesús elogia la figura de Juan, reconociendo su fuerza y su coherencia, pienso en todas las personas LGBTIQ que también han sido voz en el desierto, reclamando espacios de dignidad dentro de una Iglesia que muchas veces no ha sabido escucharnos. Y entonces, este pasaje se vuelve para mí una llamada: no basta con recibir consuelo; también soy invitado a ser testigo de ese Reino que ya está brotando donde hay justicia, verdad y amor sin condiciones.

Este texto me pide valentía. Me pide no esconderme. Me pide vivir mi fe sin renunciar a quién soy. Jesús no envió a sus discípulos a anunciar un mensaje de miedo, sino de vida que se expande. Y yo, desde mi historia LGBTIQ+, quiero creer que también estoy enviado; que mi visibilidad no es un obstáculo, sino una forma concreta de mostrar que el Reino incluye a todas y a todos.

Así, cuando escucho que el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan, lo interpreto desde mis luchas cotidianas: cada vez que alguien intenta arrebatarme la dignidad, la fe o el derecho a existir plenamente, sé que mi resistencia —mi decisión de seguir creyendo, amando y viviendo con autenticidad— es también un acto de fidelidad a ese Reino.

Y por eso, hoy oro desde lo íntimo: que mi vida, mi fe y mi identidad sean un pequeño signo de ese Evangelio que sana, libera y devuelve sitio a quienes durante demasiado tiempo hemos sido empujadas y empujados a la orilla.


En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti.» Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»


diciembre 06, 2025

CLXXXV. LOS QUE USAN A DIOS COMO ARMA (nido de víboras)


Sobre
Mateo 3, 1-12


Este pasaje del Evangelio es raro que no impacte, pero esta frase concreta siempre me remueve: “Raza de víboras… den fruto que pruebe su conversión”

Antes me incomodaba porque pensaba que se trataba de un mensaje duro, casi amenazante. Pero hoy, después de lo que viví hace días, ese texto me habla de otra manera, mucho más cercana, más encarnada.

Estábamos celebrando la Eucaristía. Una misa sencilla, humilde, en la que casi todos éramos personas LGBTIQ que buscamos lo mismo: un espacio donde poder orar sin miedo, donde dejar que Dios nos nombre por dentro sin filtros ni máscaras. Justo cuando el sacerdote finalizó la homilía y nos invitaba a compartir lo que la Palabra nos había dicho, una persona arropada por dos más comenzó a hablar gritando, llamándonos pecadores, enfermos, abominaciones. Nos señalaba con el dedo como si ellos fueran dueños del juicio de Dios, como si entre ellos y el cielo hubiera un acceso directo.

Sentí el corazón encogido. No tanto por lo que decían —porque ya había escuchado insultos antes— sino por la manera en que lo decían: con rabia, sin querer vernos, sin preguntarse siquiera si allí había dolor, fe, búsqueda… vida. En ese instante entendí algo que antes solo había leído desde fuera: eso es el “nido de víboras” del que habla Juan el Bautista. No una categoría de personas, sino una actitud espiritual: la de quienes usan a Dios como arma, la de quienes confunden pureza con superioridad, la de quienes se sienten autorizados a aplastar el corazón ajeno.

Y sin embargo, mientras los escuchaba, hubo algo dentro de mí que se mantuvo firme. Una especie de certeza suave: “Dios no está en sus gritos. Dios está aquí, en nuestra vulnerabilidad compartida, en la mesa que intentan romper, en la dignidad que intentan negar.” Esa certeza me sostuvo, y también me ayuda a mirar el texto del Evangelio de hoy de otra manera.

Cuando Juan dice “den fruto que pruebe su conversión”, ahora lo entiendo como una invitación para mí. No una condena. No una amenaza. Sino una llamada a que mi fe tenga raíces reales: paz, honestidad, apertura, una vida que hable de reconciliación en vez de venganza. A que no deje que el veneno de esos insultos se convierta en veneno dentro de mí.

Porque la verdad es esta: la violencia que otros ejercen en nombre de Dios puede tentarme a responder con la misma dureza. Puedo convertirme yo mismo en víbora si dejo que el resentimiento me gobierne. Y ahí es donde el Evangelio se vuelve medicina. Me recuerda que mi identidad más profunda no nace del rechazo que recibo, sino del amor en el que fui creado.

Aquella misa terminó distinta de como empezó, pero no destruida. Cuando salieron los que gritaban, nos quedamos en silencio, respirando hondo. Y en ese silencio sentí que el Reino que anuncia Juan el Bautista —ese Reino que está “cerca”— no es algo lejano: estaba allí, en esa comunidad herida que aun así seguía de pie, sosteniéndose unas y unos a otros.

Y pensé: quizá este sea el fruto que se nos pide. No perfectos. No intactos. Sino fieles. Personas que, a pesar del miedo, siguen buscándose en Dios. Personas que, aunque otros nos nombren con desprecio, seguimos creyendo que somos amadas y amados.

El texto del Evangelio de hoy me invita a no escuchar un discurso de fuego. Escucho una invitación a vivir desde la verdad y no desde la vergüenza. A dejar atrás los disfraces. A no responder al veneno con veneno. Y, sobre todo, a creer que Dios se revela justo ahí donde muchos no mirarían: en un grupo de creyentes LGBTIQ que, en una misa interrumpida por el odio, decide seguir cantando bajito, con más ternura que miedo.


Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizará, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.»