Sobre Marcos 13, 24-32
Cuando, siendo un niño, comencé a intuir con cierta lucidez mi identidad sexual, los textos donde aparecía cualquier alusión al apocalipsis o el fin de los tiempos me provocaban mucho temor. Un miedo más intenso y perceptible que el que podría sentir, posiblemente, otro chaval de mi misma edad que no fuera homosexual. Era así porque, al fin y al cabo, mi fe desde pequeño se construyó en base a una educación moral y religiosa en la que cualquier persona como yo estaba predestinada al infierno. Así de claro. Aunque sabía que podría salvarme si lograba apartar a un lado esos sentimientos impuros y deseos pecaminosos —algo que no podía evitar, como no podía dejar de tener los ojos azules—, o bien si me arrepentía de corazón y rogaba a Dios que me ayudase a eludir ser así —lo cual hacía con frecuencia siendo el fondo recurrente de mi oración a lo largo de muchos años. Evidentemente esos rezos para que me convirtiera en lo que no era no tuvieron respuesta.
Este sentir, como puede sospecharse, se prolongó hasta mucho después de mi niñez.
Estaba claro que Dios no tenía ninguna intención de impedir que su obra fuese diferente a como la había creado —en este caso un chaval medio rubio, no muy alto, de ojos claros, algo tímido y propenso a meterse en líos. Por el contrario, Dios tenía pensado que desarrollara mi identidad y afectividad como algo natural, perfectamente bueno y agradable a los ojos del Creador, a sus ojos de Padre.
He de decir que esos planes de Dios no se me pasaban por la cabeza. Me habían explicado que Él era bueno con todas y todos. Pero aquello era la teoría. Nadie me había enseñado lo realmente importante: a apreciar, a oír, a ver o a sentir lo inmensamente bondadoso que es el Creador; que lo era tanto como para que el hecho de que yo fuera homosexual resultase algo tan anecdótico como el color de mi pelo.
Por eso, porque desconocía la trascendencia del Amor de Dios, seguí intimidado en el armario por mucho tiempo pensando que, tal como decía el evangelio de Marcos, el sol se haría tinieblas sobre mí, la luna no daría su resplandor, los astros se tambalearían, y el Hijo del hombre aparecería con gran poder y majestad enviando a los ángeles para reunir a los elegidos entre los cuales, evidentemente, yo no podría estar.
Hay un cuadro en el Museo de Bellas Artes de Sevilla que de niño me paralizaba literalmente, me clavaba en el suelo y no podía dejar de observarlo al detalle hasta que alguien me arrancaba del lugar. Es “El Juicio Final”, pintado por Martín de Vos. Las personas que son arrastradas por diablos y seres terribles al infierno tienen cara de miedo y expresión de terror. Algunas miran hacia arriba, implorantes, donde se sitúan María y los santos, y otras giran trágicamente el rostro al lado donde las almas resucitadas son recibidas por los ángeles. En la parte superior del cuadro, al centro, está Jesús en actitud de juzgar. Y a un metro me encontraba yo asustado, espantado ante lo que podría sucederme, meditando qué decir al juez en mi defensa.
Es muy triste crecer permanentemente atemorizado, siempre acobardado porque te hacen creer que lo que eres no vale, porque eres todo pecado, porque tu comportamiento vital es intrínsecamente desordenado y contrario a la ley natural (PH 8; CIC 2357) y que cuando Jesús regrese con gloria de los cielos a juzgar a vivos y muertos, tu nombre ya está escrito en la lista de los desventurados destinados al infierno.
Para algunas personas LGBTIQ+ la vida era ya un tremendo infierno, así que resultaba muy tentador acabar con ella cuanto antes.
Me costó bastante tiempo y un largo desierto, pero finalmente vencí al miedo. Una de las muchas razones que me empujaron a salir del armario fue el convencimiento de que Dios verdaderamente me ama tal como soy. Esa certeza hizo saltar por los aires cualquier sentimiento de culpabilidad y de pecado con respecto a mi identidad. Por primera vez pude ponerme ante el Padre y hablarle como homosexual, sin caretas ni disfraces.
Hasta ese momento había tenido que ofrecer en sacrificio una parte de mí para poder congraciarme con Él, sin darme cuenta de que, en verdad, Dios no tenía nada que ver con ese holocausto. Y, aunque aquello sucedió hace años, es ahora cuando la oración me posibilita encontrar sentido a todo eso que viví, con mayor o menor dolor, durante un periodo prolongado de mi historia.
No me quejo. Cualquier experiencia era de Dios, incluso esas en que parecía ausente, esas que parecían parte de un escenario del apocalipsis que tanto miedo me daba. Y es que ahora sé que, como para cualquier persona LGBTIQ+ creyente, el fin del mundo sucedió durante el tiempo de la vida en que no pude ser yo, porque como persona estaba negado por los demás y, consecuentemente, anulado por mí mismo, auto castigado por ser homosexual. Las personas LGBTIQ+ creyentes tenemos que atravesar momentos de oscuridad, de astros y estrellas cayendo sobre nuestras cabezas, antes de poder disfrutar de la presencia del Padre y reconocernos como obra perfecta suya.
El texto de Marcos es precioso cuando dice que tras la gran angustia llegará el brotar de las yemas en las ramas de la higuera, como señal de la cercanía del Hijo de Dios. Y es cierto: Doy testimonio de mi vida en el tiempo en que no era yo, no podía serlo y por lo mismo me alejaba del Padre. En esa etapa hubo tinieblas, los astros cayeron sobre mi cabeza y era el fin de todo. Son los años en los que no encuentro sentido a nada, me desespero, tomo decisiones equivocadas y fracaso al despreciar la presencia de Jesús en mí.
Pero cuando recobro las fuerzas y recupero la lucidez, Dios se hace fuerte y las yemas empiezan a brotar en las ramas de mi vida.
El apocalipsis es espacio de oscuridad, de temor, de dolor, de soledad. Es algo que supuestamente sucede al final de los tiempos pero no siempre es así. Cualquier persona LGBTIQ+ puede confirmar que los cielos y la tierra se derrumban sobre sus cabezas al principio de sus historias vitales, cuando todo se complica, y ese fin del mundo terrible solo acaba cuando tomas consciencia de la bondad de Dios, te dejas hacer por Él, confías y por fin notas cómo brotan las tiernas yemas en tu aparentemente duro y seco corazón.
© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.»
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