Vistas de página en total

junio 29, 2024

CXXXVIII TODO VA A SALIR BIEN


Sobre
Marcos 5, 21-43



De este largo texto de Marcos me sobrecoge, en especial, una frase de Jesús, breve, preciosa, tranquilizadora, cuando el Maestro le dice a Jairo «no temas, basta que tengas fe».

Es la confirmación de lo que poco antes había manifestado a la mujer que tocó sus ropas diciéndole «tu fe te ha salvado». A la mujer y a Jairo no les hizo falta nada más.

A mí la fe también me salvó. Fe en ambas direcciones: mi fe en Dios —unas veces colmada de dudas, otras veces contaminada de dolor por todo lo que no entendía— se compensaba con la fe que el Padre tuvo siempre en mí. En mis peores experiencias durante la vida confusa dentro del armario, Dios no me perdió de vista. Nunca me abandonó. Jamás dejó de creer en mí.

Así, cuando estuve tan desesperado como la mujer que perdía sangre, toqué el manto de Jesús; y cuando, como Jairo, corría asustado porque algo de mí mismo estaba muriendo, pedí ayuda a Jesús.


No existen las casualidades sino las cosas de Dios, y es extraordinario cómo habla en el momento preciso. Mientras reflexiono este texto de mujeres que sufren y personas que confían ciegamente en el Padre, recuerdo que en estos días hará cuatro años que mi madre dejaba este mundo. Desde entonces siento que algo se ha roto en mí, y las palabras de Jesús a Jairo son lo único que necesito escuchar. Me recuerdan la certeza de que mi madre goza de otra vida mejor.

Con ella durante mi vida dentro del armario también se dio esta fe a dos bandas que en su momento experimenté con Dios. Yo esperaba de ella y con ella y mi madre nunca dejó de creer en mí, sin importarle cómo era yo, respetando mi silencio y abrazando mis miedos amorosamente. Todas las madres conocen a sus hijos tan profundamente que es imposible guardar secretos con ellas. Igual que con Dios.

Dios nos ama como solo ama una madre, sin límites, sin condiciones.

Pero echo en falta haber hablado más con ella de cuánto me quería así, con mis cosas, con mis sueños hechos realidad. Y escuchar de su boca mil veces: “no temas, todo va a ir bien”.



Jesús cruzó, de nuevo [en la barca], al otro lado del lago, y se reunió junto a él un gran gentío. Estando a la orilla llegó un jefe de la sinagoga llamado Jairo, y al verlo se postró a sus pies y le suplicó insistentemente: —Mi hijita está en las últimas. Ven e impón las manos sobre ella para que sane y conserve la vida. Se fue con él. Le seguía un gran gentío que lo apretaba por todos lados. Una mujer que llevaba doce años padeciendo hemorragias, que había sufrido mucho en manos de distintos médicos gastando todo lo que tenía, sin obtener mejora alguna, al contrario, peor se había puesto, al escuchar hablar de Jesús, se mezcló en el gentío, y por detrás le tocó el manto. Porque pensaba: Con sólo tocar su manto, quedaré sana. Al instante desapareció la hemorragia, y sintió en su cuerpo que había quedado sana. Jesús, consciente de que una fuerza había salido de él, se volvió a la gente y preguntó: —¿Quién me ha tocado el manto? Los discípulos le decían: —Ves que la gente te está apretujando, y preguntas ¿quién te ha tocado? Él miraba alrededor para descubrir a la que lo había tocado. La mujer, asustada y temblando, pues sabía lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad. Él le dijo: —Hija, tu fe te ha sanado. Vete en paz y sigue sana de tu dolencia. Aún estaba hablando cuando llegaron algunos de la casa del jefe de la sinagoga y dijeron: —Tu hija ha muerto. No importunes al Maestro. Jesús, sin hacer caso de lo que decían, dijo al jefe de la sinagoga: —No temas, basta que tengas fe. Y no permitió que lo acompañara nadie, salvo Pedro, Santiago y su hermano Juan. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga, vio el alboroto y a los que lloraban y gritaban sin parar. Entró y les dijo: —¿A qué viene este alboroto y esos llantos? La muchacha no está muerta, sino dormida. Se reían de él. Pero él, echando afuera a todos, tomó al padre, a la madre y a sus compañeros y entró adonde estaba la muchacha. Sujetando a la niña de la mano, le dijo: —Talitha qum, que significa: Chiquilla, te lo digo a ti, ¡levántate! Al instante la muchacha se levantó y se puso a caminar –tenía doce años–. Quedaron fuera de sí del asombro. Entonces les encargó encarecidamente que nadie se enterara de esto. Después dijo que le dieran de comer.


junio 23, 2024

CXXXVII SIN MIEDO


Sobre
Marcos 4, 35-40


Mi experiencia de fe desde muy pequeño ha ido acompañada de la duda. Pero la fe de los que vacilamos es con frecuencia tan fuerte que nada ni nadie podría quitárnosla si lo intentase, como sucede con el amor de Dios. La incertidumbre que genera la duda —si se ponen los medios para contrastarla con la verdad y la esperanza—, siempre provoca el encuentro con el Padre. Un encuentro mucho más íntimo que el que pudieran experimentar incluso quienes creen a ciegas. Le sucedió a Tomás y le ocurrió a los discípulos, que temieron y dudaron en la barca surcando el mar de Galilea mientras navegaban hacia la otra orilla. 


La razón de mi vacilación siempre estuvo marcada por la identidad homosexual. Pero no en relación a esta sino porque, desde niño, toda la información —y la formación— que iba recibiendo acerca de las personas LGBTIQ+ se refería a ellas como pervertidas, desviadas, pecadoras, sucias,… De hecho, cuando era un crío no se utilizaban las siglas LGBTIQ+, sino otros sustantivos y adjetivos mucho más retóricos y elocuentes, como maricones, tortilleras, desviados o enfermos. 

También pecadores, por supuesto. El pecado “nefando” lo llamaba la Iglesia de entonces, que es como decir abominable, perverso, vergonzoso o infame. La Iglesia de ahora —no la de Jesús, como diría Pagola, sino la que se aferra a la tradición y a la doctrina por encima del propio Evangelio— nos llama sodomitas y nos espera a la salida de misa con carteles recordándonos que iremos directos al infierno.


A medida que fui consciente de mi identidad sexual, y notaba además que era algo tan inevitable como mi tono de piel o el color de mis ojos, comenzaron a surgir las dudas. Las relativas a si sería aceptado o rechazado por mis seres queridos, amigos, etc, se solucionaron mediante la construcción de un magnífico armario que fui ampliando, perfeccionando y dotando de sofisticadas herramientas defensivas a través de los años. 

En cuanto a si Dios me amaba siendo “tan tremendamente marica”, ahí se instaló el temor, que dio paso a la duda, y esta a la desconfianza, la incertidumbre y por fin a la vacilación, que todo es lo mismo en realidad, pero que se me antojan diferentes grados de un mismo sentimiento.


Sin embargo, nunca dejé de luchar contra ello. Continuamente buscaba en los Evangelios dónde decía Jesús algo contra las personas como yo. Desesperadamente hablaba con Dios rogándole respuestas. Impaciente, esperaba una señal que me sacara de este titubeo y confirmara mi esperanza en que eso del pecado nefando fuese una patraña. 

De una manera que no sabría describir con palabras, sentía que, pese a toda mi confusión, Dios estaba a mi lado de forma imprevisible. 


Ahora, mirando atrás con ojos agradecidos, sé que toda esa lucha por creer, esa larga experiencia de dudas y esperanzas, ha hecho posible que mi fe sea fuerte y mi confianza en el Padre sea sincera. La mayoría de las personas LGBTIQ+ creyentes hemos tenido que conquistar una fe que nos fue arrebata por la duda. La duda la alimentan los prejuicios, las tradiciones, los ritos, los miedos. Todo eso viene de fuera. Pero la duda la construimos nosotros y somos nosotras y nosotros quienes debemos facilitar en el momento preciso que Dios entre en nuestros corazones para disiparla. 


Las mujeres y hombres LGBTIQ+ cristianos estamos llamados a no tener miedo y por eso confiar en la promesa de Jesús, porque sin esa certeza no es posible vivir nuestra fe serenamente. Lo sabemos porque para llegar a creer tuvimos que aterrarnos en mitad del mar embravecido, pasar largos desiertos y transitar muchos caminos en soledad. Éramos como los apóstoles que cruzaban el lago, asustados por una terrible tormenta. El temor ante las dificultades y las contrariedades ciertamente podía generarnos duda. Ni más profunda o sincera que la de cualquier otro hijo de Dios sea cual sea su identidad sexual o de género, aunque igual de sofocante porque pensamos que al Maestro le daba igual que naufragáramos.


Pero esta fe especial a la que me refería al principio ha hecho posible que perdamos radicalmente el miedo, dejemos a un lado el rencor, olvidemos todo resentimiento, y con ello hagamos realidad que otras personas reconozcan a Jesús, recuperen la fe, reconquisten sus vidas y en ellas abran sitio al Padre, cuyo amor nada ni nadie podrá arrebatarnos. 




Aquel día al atardecer les dijo: —Pasemos a la otra orilla. Ellos despidieron a la gente y lo recogieron en la barca tal como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse. Él dormía en la popa sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: —Maestro, ¿no te importa que naufraguemos? Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: —¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma. Y les dijo: —¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Llenos de miedo se decían unos a otros: —¿Quién es éste, que hasta el viento y el lago le obedecen?

junio 16, 2024

CXXXVI MARICONADAS


Sobre
Marcos 4, 26-34


No tengo muy claro que el papa Francisco, con sus últimas y repetidas pifias o torpezas, esté intentando decir algo a modo de parábola sobre la realidad de la Iglesia y, de alguna manera, sobre el reinado de Dios. Llevo toda mi vida escuchando las palabras maricón, mariconada, amariconamiento y otras derivadas de estas, que hacen honor a la riqueza de nuestra lengua, pero que tanto me asustaron durante años, cada vez que alguien las pronunciaba cerca de mí o refiriéndose a un espacio en el que hubiera estado presente. Hoy no me inquietan ni, desde luego, me acobardan. En cierta medida me hace gracia el revuelo que se crea, sobre todo porque sé, obviamente, que ser maricón no es peor que no serlo. El sentido peyorativo de estos términos no viene dado por las personas que somos así, sino que lo confiere quien las usa como arma pretendiendo el insulto, la descalificación y, también, la exclusión. Conviene recordar, por eso, que a veces las palabras las carga el diablo, incluso si las pronuncia el papa.

El reinado de Dios es como un hombre que sembró un campo. Si se siembra la semilla del desprecio, la sospecha y la presunción de pecado hacia las personas LGBTIQ+ por el mero hecho de serlo, evidentemente cuando el hombre se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece con un fruto no muy saludable para las mujeres y hombres diferentes. Esa semilla se ha ido esparciendo desde hace demasiado tiempo, y se han ido recogiendo cosechas de menosprecio, rechazo, reproche, condena y violencia, una tras otra hasta hoy, con la complicidad de una sociedad preñada de tradiciones que alimentan prejuicios, y de convicciones religiosas que ya son cuestionadas incluso desde el ámbito teológico.

Da igual el tamaño de la semilla. Recuerdo que siendo un chaval alguien sembró una de mostaza con un chismorreo acerca de que un compañero de clase era gay. La diminuta semilla después de sembrada creció y se hizo más alta que las demás hortalizas, y echó ramas tan grandes que anidaban las aves del cielo a su sombra. Un día, a Gonzalo le dieron una paliza en el recreo, mientras yo observaba paralizado temiendo ser el siguiente.

No sé qué tipo de reino de Dios pretendemos construir, ni qué reinado de los cielos imaginamos, consintiendo que una buena parte de hermanas y hermanos en Cristo sigamos siendo empujados a los márgenes de la Iglesia con intervenciones tan desafortunadas del mismísimo papa. Jesús se servía de parábolas para que entendieran su mensaje. Las palabras del Maestro no iban acompañadas de burla ni desdén. Pero a Francisco seguramente le traicionó el subconsciente, y le salió la parábola que querían escuchar quienes estaban con él.

Para evitar el amariconamiento de los seminarios, probablemente expulsarán a quienes puedan, y evitarán que entren más tan descarados. Una purga y asunto resuelto. Es el fruto de la palabra (la parábola) que me ha dejado tan asombrado como defraudado, porque empiezo a estar cansado de tanto pasito para delante y, luego, dos o tres para detrás. 

He contado muchas veces cuánto me costó mantener viva la fe, y cuánto tardé en reconocer que Dios me ama inmensamente tal como soy. Estoy convencido de que las personas LGBTIQ+ aun tardaremos mucho tiempo en estar realmente incluidas en la Iglesia, al exacto nivel que lo están las demás. Pero no tengo duda acerca de que, pese a quienes no quieren aceptarlo, formamos parte del proyecto de Dios y somos reino de Dios. 

¿Y el reino de los Cielos? El reino de los cielos está repleto de personas LGBTIQ+ que fueron buenas mujeres y buenos hombres, con independencia de su identidad sexual y de género. Mujeres y hombres que nos recibirán confortantes, felices porque también nos fiamos del Padre.

Entonces Jesús nos cogerá aparte y nos explicará todo.


Les dijo: —El reinado de Dios es como un hombre que sembró un campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, luego la espiga, y después el grano en la espiga. En cuanto el grano madura, mete la hoz, porque ha llegado la siega. Dijo también: —¿Con qué compararemos el reinado de Dios? ¿Con qué parábola lo explicaremos? Con una semilla de mostaza: cuando se siembra en tierra es la más pequeña de las semillas; después de sembrada crece y se hace más alta que las demás hortalizas, y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra. Con muchas parábolas semejantes les exponía la Palabra, conforme a lo que podían comprender. Sin parábolas no les exponía nada; pero aparte, a sus discípulos les explicaba todo. 

junio 08, 2024

CXXXV OFENDER AL ESPÍRITU


Sobre
 
Marcos 3, 20-35


La oración me ayuda a interpretar -aún tiempo después- todos los sucesos de mi vida, todo eso que no pude entender en su momento, acontecimientos ante los que entonces pedí dolorosas explicaciones a Dios-Padre como si tuviera la culpa de todo y a Dios-Hijo, porque sufría en propia carne que su Palabra, su mensaje, su Evangelio era pura utopía, una farsa en la que no debía confiar.


Cuando era un chaval tenía fama de introvertido. Aún siendo sociable, divertido, simpático, ocurrente y un poco payaso, jamás hablaba de mí, nunca contaba lo que sentía, nadie me conocía de verdad. Me acostumbré a resolver mis propios conflictos yo solo y me resigné a vivir ocultando una parte importante de mí mismo. Quizá por eso cuando ahora cuento mi historia, más aún recuperándola a la luz de la oración, es como si me liberarse de una pesada carga, como si desgarrase mi propia vida y Dios pusiera nombre a cada instante.


Dios y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Según percibía cómo se comportaba la gente con las personas LGBTIQ+ (incluso gente cercana), no me atreví a confesar nada. Y por lo que me iban revelado mis educadores, resultaba ser un pecador con muy pocas posibilidades de ganar el perdón de Dios. Dejé de incluir cualquier dato relativo a mi afectividad o sexualidad en las confesiones, tras una experiencia desagradable con un sacerdote que terminó llamándome enfermo e invitándome a visitar a un psiquiatra. Aún así continuaba siendo un chico más espiritual que religioso, deseoso de que realmente Dios se pareciera más al padre del hijo pródigo que a ese juez que me presentaban y que me acusaba de desviado y pecador. Ese combate me acompañó siempre en toda mi vida, triste y agobiante en la adolescencia, colérico y rabioso a medida que iba haciéndome adulto. Así que cuanto más claro tenía que yo no era culpable de ser así ni estaba contagiado de mal alguno, cuanto más evidente me parecía eso, más me alejaba de Dios. Más pecaba contra Dios.


Pecar contra Dios era eludir lo que Él tenía preparado para mí, rechazar su amor incondicional, despreciar la certeza de que yo era una obra perfecta del Padre. Eso es pecar contra Dios, y pequé conscientemente de pura rabia porque no escuchaba respuesta ante mi insistente queja: “Dios mío, da sentido a tanto como sufro por haberme creado así”. El Padre callaba. ¿Y el Hijo? También pequé contra Jesús cuando desconfié de su Palabra, cuando dudé de Él, cuando olvidé que sus heridas eran las mías. Cuando ignoré su advertencia sobre pecar contra el Espíritu.


Fui consciente de mi identidad muy joven, casi un niño. Por mucho que copiara los comportamientos de mis amigos con las chicas fue solo eso: una imitación por supervivencia. A los quince mi mayor problema era que me sentía homosexual y no solo no era capaz de comunicarlo, sino que tenía que resolver un serio conflicto entre fe y vida. A los dieciséis años la presión era tan grande que pensé que lo mejor sería terminar con todo. No me fue difícil conseguir unas pastillas y me dormí. Cerré los ojos con ganas de no despertar. No pasó de un susto inmenso para mi madre, y un disgusto para mi padre, pero se las arreglaron para que nadie supiera la verdad y todo pareciera una intoxicación. Un día de hospital, lavado de estómago y varias sesiones de psicólogo ante el que tampoco fui capaz de contar la verdad y que terminó diagnosticando una crisis de adolescencia agravada por mi introspección. Pero nada trascendió. Se sumó a la lista de secretos de mi vida, este compartido con mis padres. Muchos años después supe que mi madre encontró una nota que dejé sobre la mesa aquella tarde, de la que ni me acordaba, y sobre la que nunca me hizo mención. 


Así pequé contra el Espíritu, despreciando mi vida y dando más valor al miedo que a la libertad de ser yo mismo. Pero dentro del armario, y especialmente dentro de los armarios adolescentes, no se aprecian esas cosas. Después, mucho después, comprendí que mi pecado contra el Espíritu era aún más trascendente, porque el Espíritu es libertad y yo renuncié a la libertad que Dios me otorga, desistiendo ser hijo suyo. Pero esta percepción fue muy posterior, hace poco tiempo, cuando precisamente me puse a mano del Padre abriendo el armario de mi vida de par en par, bajé las defensas, dejé las armas y el Espíritu Santo me hizo libre, absolutamente libre.


Entró en casa, y se reunió tal gentío que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí. Los letrados que habían bajado de Jerusalén decían: —Lleva dentro a Belcebú y expulsa los demonios con el poder del jefe de los demonios. Él los llamó y por medio de comparaciones les explicó: —¿Cómo puede Satanás expulsarse a sí mismo? Un reino dividido internamente no puede sostenerse. Una casa dividida internamente tampoco. Si Satanás se levanta contra sí mismo y se divide, no puede mantenerse en pie, más bien perece. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse su ajuar si primero no lo ata. Sólo así, podrá saquear, luego, la casa. Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás, antes es reo de un delito eterno. Jesús dijo esto porque ellos decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegaron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y lo mandaron llamar. La gente estaba sentada en torno a él y le dijeron: —Mira, tu madre y tus hermanos [y hermanas] están fuera y te buscan. Él les respondió: —¿Quién es mi madre y [mis] hermanos? Y mirando a los que estaban sentados en círculo alrededor de él, dijo: —Mirad, éstos son mi madre y mis hermanos. [Porque] el que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. 

junio 01, 2024

CXXXIV MUCHO MÁS QUE PAN Y VINO


Sobre
 Marcos 14, 12-16.22-26

Algunas homilías de mi adolescencia me devolvían a casa asustado y confundido, haciendo que las palabras del sacerdote oscurecieran absolutamente la verdadera Palabra y, por descontado, apagaran lo que de verdad sucedía allí: la presencia de la persona de Jesús en la Eucaristía.

Dentro del armario la Eucaristía no sabía a nada, porque la mala conciencia que se me creaba quitaba el sabor a la persona de Jesús en el pan-cuerpo que se reparte y en el vino-sangre que se brinda.

En realidad dentro del armario nada sabe a lo que tiene que saber. Pero la necesidad de mantener oculta esa parte de uno mismo, que firmemente te dicen que es contraria a Dios, hacía que guardara las formas y procediese a interpretar al típico buen cristiano que no da nada de qué hablar. El papel de mi vida como actor. Así fue durante una larga etapa de mi historia.


Para muchas personas LGBTIQ+, a esto se reduce la experiencia del sacramento de bastantes Eucaristías: a un sermón. Porque cuando llega lo importante en la celebración estamos distraídas y ofuscadas por todo el lodo nos echaron encima.


Pese a eso, mi paz con Dios, el reencuentro con el Padre, se lo debo a una Eucaristía durante la que me sentí profundamente interpelado y sobre la que ya he hecho referencia trayendo ese momento a mi oración en anteriores comentarios al Evangelio.


Creo que no es posible vivir la Eucaristía dentro del armario. Al menos en el mío no lo era. La Eucaristía es sacrificio, es partirse y repartirse. Es abandonarse a los otros, quedarse en los otros y acampar en sus corazones. Es ponerse en el lugar de mi hermana, aceptar amorosamente a mi hermano, donarse por entero al prójimo.

Es justo eso que tanto eché en falta cuando iba a misa antes de descubrir que Jesús no me quiere menos a mí que a Pedro por negarle, ni a Andrés por no fiarse. O de comprender en propia carne que Jesús había partido el pan y levantado la copa brindando por mí también. No hubiera imaginado que el Padre tuviera reservada para mí una cena.


Las Eucaristías anteriores eran todo lo profundas que mi armadura permitía. Solo cuando me liberé del escondite en el que me había ocultado fui capaz de vivir con plenitud la presencia de Jesús en persona, porque eso es también la Eucaristía.

Y no de otra forma, sino a través del sacramento en el que el Hijo de Dios se ofrece en sacrificio por cada una y cada uno de nosotros, me fue posible recapacitar y reconocer cuánto me estima Dios.

Cuando pasó eso, cuando fui consciente de cuánto me amaba Dios, y de cómo se había sacrificado en su Hijo por mí, solo entonces pude comulgar en paz. Pronuncié las palabras de Jesús: esta es mi nueva alianza.


La oración me regala cada vez conocer el sentido de cuanto es mi historia y descubrir lo que Dios ha querido decir en cada momento, especialmente en esos en los que más me costó encontrar un sentido y en los que más eché de menos su caricia. Ahora sé que Dios da luz a mi vida. Y que hubiera bastado con abrir las puertas del armario confiadamente para dejarle entrar a casa, partir el pan y levantar la copa de vino celebrando mi vuelta al hogar del Padre.


El primer día de los Ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dijeron los discípulos: —¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Él envió a dos discípulos encargándoles: —Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua. Seguidlo y donde entre, decid al amo de casa: Dice el Maestro que dónde está la sala en la que va a comer la cena de Pascua con sus discípulos. Él os mostrará un salón en el piso superior, preparado con divanes. Preparad allí la cena. Salieron los discípulos, se dirigieron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras cenaban, tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: —Tomad, esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Les dijo: —Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos. Os aseguro que no volveré a beber el fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el reino de Dios. Después cantaron los salmos y salieron hacia el monte de los Olivos.