Con frecuencia me preguntan qué es lo que me ha causado más dolor a lo largo de los años que estuve dentro del armario, qué me marcó con mayor fuerza, qué me produjo mayor angustia y desconsuelo. Siempre respondo rápidamente: el miedo.
Sobre el miedo he compartido con generosidad mi experiencia en otras ocasiones. El miedo es una constante de cualquier armario. Y es también el denominador común a todos ellos como reacción a las consecuencias de ser descubierto: miedo al rechazo, miedo a la exclusión, miedo a los insultos, miedo al dolor…
Sin embargo hay un miedo exclusivo, propio e íntimo que afecta a las personas LGBTIQ+ creyentes. Es también el que más amargura y tristeza me provocó: el miedo a Dios.
Quiero compartir cómo, durante la mayor parte de mi vida, escondí en sitio seguro los talentos que el Señor
me había confiado. Pasó el tiempo y no me atreví a ponerlos en valor. Rechacé la posibilidad de multiplicarlos invirtiendo esos talentos para que produjeran todo lo posible. Tenía miedo. Miedo a lo que los demás pudieran pensar o decir de mí, a que me rechazaran por sacar a la luz lo que el Señor me había entregado, a que me excluyeran por mostrar lo que había escondido y guardado a buen recaudo.
Pero era más que eso. En realidad temía a Dios, a mi Señor. Tenía miedo a su reacción, porque me habían dicho que era exigente, que siega donde no siembra y recoge donde no esparce. Me habían contado que el Señor no aceptaba imprudencias, que no le gustaban las personas que se saltan las normas. Que no tolera a quienes desobedecen las tradiciones y se salen del plato.
Por eso temía al Señor. Casi toda mi vida he tenido miedo de Él. Como aquel empleado que hizo un hoyo y enterró su talento. Cuando regresó el Señor solo tuvo para ofrecerle justo lo que había recibido, y el Señor echó fuera al empleado porque no se había atrevido a hacer nada excepto esconder ese talento. El Señor le dijo que “al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.
Lo que nos dicen de Dios no siempre es lo que Dios es. El empleado obró con prudencia porque le habían enseñado que el Señor era muy exigente, y no se atrevió a hacer nada, porque temía malograrlo todo, y aun así lo perdió. Pero lo que enojó al Señor fue precisamente que le tuviese miedo, y que ese miedo hubiera paralizado su capacidad de arriesgarse.
La parábola de los talentos no quiere ofrecer una imagen de Dios como si se tratase de un Señor rígido y severo, capaz incluso de castigar a quienes actúan según una sincera cautela y sensatez, aunque esa actitud no les produjese ningún beneficio ni renta. Más bien, el relato manifiesta una invitación de Jesús a que arriesguemos, a que nos atrevamos a renovar los dones que hemos recibido hasta multiplicarlos generosamente, confiadamente, valientemente, superando las espectativas.
Y no solo eso. Jesús también nos anima a no tener miedo a Dios, porque el Padre no va a exigirnos más de lo que cada persona sea capaz de dar pero, eso sí, tenemos que dar. Porque el nuestro es un Dios de Esperanza pero también de atrevidos.
Claro que el Señor no me echó fuera cuando puse sobre su mano el talento que me había dado y nada más. A cambio me preguntó por la razón de mi miedo hacia Él. Cuando se lo conté respondió con una sonora carcajada y me dijo que no hiciera caso, que ya se sabe eso que ya he dicho y quiero repetir ahora: que lo que nos dicen de Dios no siempre es lo que Dios es. Mi talento, mis dones, todo lo que era y lo que soy creció en la misma medida que fui confiando en el Padre. El miedo desapareció.
La Iglesia necesita con urgencia recuperar la frescura del Evangelio, y eso solo es posible con gestos arriesgados capaces de multiplicar el talento de la misericordia, de redoblar el talento de la denuncia profética, de aumentar el talento del perdón, de propagar la esperanza y la libertad que emanan del mismo Jesús.
Seguramente ahí está nuestro lugar en este momento. Tengo la intuición de que quienes hasta ahora hemos habitado en las fronteras de la Iglesia estamos llamados a tomar protagonismo, incluso si nos tapan la boca. Nuestra experiencia de búsqueda incansable del abrazo amoroso del Padre nos convierte en testigos irreemplazables de su misericordia para todas las mujeres y hombres sin excepción.
Por el contrario, aferrarse a las tradiciones y a la doctrina por encima del Evangelio es un signo de tener miedo a Dios, el mismo miedo que inmovilizó a aquel empleado cuando enterró su talento por temor a enojar a su Señor. La doctrina, la tradición, muchas veces se convierten en la coraza que impide apreciar el verdadero rostro del Padre y ambas entorpecen que la brisa del Espíritu alcance cada rincón de la Iglesia, incluso esos donde estamos quienes oramos para que cada día sea más de Jesús.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo." El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes."»
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