Sobre Mateo 23, 1-12
Bien avanzado el siglo XXI, y finalizando la primera parte del largo Sínodo de la Sinodalidad, nos encontramos casi en la misma línea de salida que al finalizar el Concilio Vaticano II —por poner un hito histórico de lo mucho que se propone y poco se dispone—. No se ha avanzado demasiado, a decir verdad. Porque el hecho de que las mujeres, por fin, estén representadas es algo que, de no haber sido así, hubiera transgredido las más elementales leyes de igualdad, o de paridad, como suele decirse en términos sociopolíticos. La igualdad en nuestra Iglesia es una condición bastante novedosa y con evidente necesidad de que en esto se siga avanzando, progresando y profundizando hasta alcanzar el pleno sentido de la palabra. Digamos que hubiera sido un escándalo no dar voz y voto a la mujer, igual que lo hubiese sido dar voz y voto oficial a otras realidades, lamentablemente.
No me cuesta mucho trabajo imaginar al papa Francisco tentado de leer, tal cual, los versículos de Mateo 23 como discurso inaugural del Sínodo. En definitiva, este nace como respuesta a muchas cosas, pero fundamentalmente porque Francisco intuye que la Iglesia no puede seguir caminando de la misma manera que hasta ahora, y necesita, con urgencia, escuchar y discernir la voluntad de Dios para todas y todos los bautizados.
Francisco sabe que este no es un Sínodo que entusiasme a los escribas y fariseos. El papa conoce la realidad de la Iglesia y, particularmente, de la curia. Este es un Sínodo llamado a sacudir las estructuras de poder y las incoherencias de los maestros de la ley que confunden Evangelio con doctrina. Cuando Francisco dice que «no hay que hacer otra Iglesia, pero, en cierto sentido, hay que hacer una Iglesia otra, distinta», muchos pastores aferrados a la tradición se revuelven. No importa que el papa invoque al Espíritu Santo para que abra los corazones y «nos libre de convertirnos en una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro (sic)». Quienes gustan de llamarse maestros y que les hagan reverencias por las calles se preguntan si eso que dijo Francisco de que quería pastores que oliesen a oveja se refería a esto, a estos vientos de cambio que pudiera significar este Sínodo de la Sinodalidad.
Porque este Sínodo se dedica a nosotras y nosotros, Pueblo de Dios. Pero muy especialmente a quienes nos situamos en los márgenes, en las fronteras de la Iglesia. Está destinado a los que cargamos a hombros fardos pesados e insoportables de llevar. A las que no podemos acceder a los buenos asientos, ni presidir los banquetes. A quienes por siglos escuchamos promesas pero ninguna respuesta. El Sínodo debería ser la herramienta para curar heridas y rehabilitar a quienes se sienten excluidos. El Sínodo debería ser la casa del padre que abraza al hijo menor a su regreso.
Al concluir el primer acto del Sínodo, me siento decepcionado. Nunca termino de escarmentar. No aprendo que esta Iglesia nuestra es una máquina enorme que tarda siglos en aceptar la novedad del Evangelio con respecto a los signos de los tiempos. Y el Sínodo es, de alguna manera, un reflejo a escala de los engranajes oxidados de la Iglesia.
Como persona LGBTIQ+ esperaba, no obstante, algo más que unas alusiones anodinas a la cuestión a lo largo del punto 16 del informe concluyente “Una Iglesia Sinodal en misión”; incluso van mezcladas con otros temas éticos que diluyen su interés. No se dice absolutamente nada nuevo, ni se da a entender que la realidad y el futuro en la Iglesia de las mujeres y hombres LGBTIQ+ católicos pueda desarrollarse como sería deseable.
El jesuita James Martin dice sobre sobre este documento conclusivo: «Sospecho que la mayoría de los católicos LGBTIQ se sentirán decepcionados porque ni siquiera se les menciona en la síntesis final».
Pese a todo, quiero mantener la esperanza y creer que el Espíritu Santo soplará en este Sínodo que no ha terminado todavía. El papa dijo en su apertura: «La Iglesia ha hecho una pausa, como la hicieron los Apóstoles después del Viernes Santo, aquel Sábado Santo, encerrados, pero ellos por miedo; nosotros, no. Pero está en pausa. Es una pausa de toda la Iglesia, a la escucha. Este es el mensaje más importante».
Probablemente este es, pues, el mensaje con el que debamos quedarnos. Consideremos una Iglesia en pausa, una Iglesia en escucha. Esto nos aporta una razonable esperanza en que algo puede cambiar significativamente cuando nuestra Iglesia salga de esta parada técnica. Podría ser que todo lo que mientras tanto escucha sirva para algo.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comparte lo que quieras. Fírmalo si quieres. Siéntete libre y exprésate con respeto. ¡Gracias!