Lo que es del César
¿Dependemos tanto del dinero? Pienso que sería estupendo ser tan atrevido y valiente como para dejarlo todo y vivir de lo que Dios quiera. Borrarme del sistema. ¿Sería capaz? ¿Me lo permitirían?
Algo parecido —desaparecer— solía imaginar siendo un chaval dentro del armario. Durante ese largo tiempo en que desesperaba de soledad interior, totalmente despistado y, aturdido, soñaba con evadirme del mundo, quitarme de en medio. En aquellos años la evasión era un amargo deseo para poder aligerar el peso que soportaba y ver si así todo pudiera ir mejor. Era también un tributo al César que me dominaba, no más que el miedo a ser excluido, marginado, separado de las personas a las que quería tanto y temía perder.
Hoy ya no temo a ese emperador que dominó mi libertad esclavizándome hasta sentirme el último de cuanto podía imaginar. Ya no pago con monedas a ese César, pero tengo otros que me exigen darle la pasta.
Y esto me lleva a iniciar la reflexión que ahora os invito a hacer conmigo: ¿Cuántos Césares tenemos, a quienes pagamos tributo?
El dinero (que viene de la palabra denario) es prácticamente imprescindible hoy en día. Dicen que lo sabio —y aquí algunos señalan al modelo económico creyente— es utilizar el dinero con sabiduría y generosidad; que la falta —el pecado, hablando en plata— no es tener mucho dinero sino ser avaricioso, codicioso y no compartir desinteresadamente con el prójimo.
Otras fuentes apuntan que eso es una justificación bastante tosca para tranquilizar las conciencias y autoconvencernos de que, aportando unas monedas a Cáritas, a Médicos del Mundo o a cualquier buen fin, somos mejores personas. Siempre y cuando eso no ponga en peligro nuestro presupuesto de vacaciones. Cada cual tiene su propia forma de gestionar su conciencia en estos menesteres. Dios me libre de convertirme en el puritano de turno, que ve la paja en el ojo ajeno y no se da cuenta de la viga que hay en el suyo. Os aseguro que podría levantar un edificio con tantas traviesas y postes como tengo en estos ojos azules.
El tema del uso del dinero me agobia, pero no solo por su dimensión moral sino porque, ante este asunto, me reconozco un cobarde. Me encantaría ser suficientemente valiente, vivir de otra manera como ciudadano de un mundo en el que hay mucha gente que no tiene qué comer ni dónde dormir, mientras yo me enfado porque no conseguí mesa para cenar esta noche en mi restaurante favorito.
A este César pago con su moneda; se llama insolidaridad, primer mundo, no lo sé. Solucionar este conflicto implica tantos cambios personales y tan radicales que me abrumo, me angustio sintiéndome incapaz de comprometerme a hacer nada más allá de lo que ya hago, que es a todas luces insuficiente, lo disfrace como lo disfrace, lo justifique como lo justifique, sosiegue mi conciencia como la sosiegue.
Lo que es de Dios
Las personas LGBTIQ+, fuera o dentro del armario, continuamente cavilamos acerca de cómo “pagar” a Dios lo necesario para poder acceder a la felicidad. La felicidad para una persona LGBTIQ+ es muchas veces algo tan sencillo como poder ser uno mismo, una misma, sin temer nada. O también, algo tan admirable como sentirse hija o hijo de Dios sin ningún género de duda.
En el armario estaba tan concentrado en ese deseo de la felicidad que no se me ocurrió nunca advertir la iniciativa y la voluntad del Padre hacia mí. Es curioso que dentro del armario apenas fui consciente de lo que el Señor hacía, insisto que demasiado abstraído por mis preocupaciones.
Sólo cuando salí me di cuenta de todo lo que Dios me había estado regalando: su paciencia conmigo, algo tan grandioso como el regalo de la vida, o la agradable certeza de que nunca se había apartado de mi lado.
Dentro del armario —a veces también una vez fuera— acostumbraba a arrojar contra Dios la moneda de mis Césares particulares, en un desatinado gesto en el que alternaba tristes reproches con ruegos desesperados para, como dije antes, acceder a la felicidad.
Dios es misericordioso. Su moneda de cambio fue esperar pacientemente a que consiguiese escuchar su voz en el ruido de mis miedos, donde su silencio gritaba palabras de afecto en un lenguaje que no comprendía.
Orar todo esto ahora trayéndolo al presente me hace ver que esa frase imperativa del Maestro —dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César— la proclama Jesús para recordar que le pertenezco a Él y no a mis fantasmas, a mis temores, ni a cada uno de los Césares que intentan dominarme, por culpa de los cuales a veces aflora mi yo, mi ira o mis sentimientos de rencor. Me invoca también a actuar con la misma paciencia que Él tuvo conmigo, con la misma misericordia que empleó conmigo, con la misma humanidad que me dedicó el Dios hecho hombre conmigo, contigo, con todas y todos los que intentamos hacer posible, con mayor o menor acierto, un mundo mejor, una Iglesia más coherente, un espacio en el que ser uno mismo sea reconocimiento de que Dios nos ama tal como somos.
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
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