Sobre Mateo 16, 13-19
«¿Quién decís vosotros que soy yo?» La pregunta que Jesús hace a sus amigos los deja trastornados. Y era precisa, obviamente, porque necesitaba saber en qué punto se encontraba y si quienes estaban caminando junto a Él tenían claras las cosas. Hacía poco tiempo que Jesús había salido de su vida oculta, de su armario particular en el que estuvo sin darse a conocer —según los evangelios— con la excepción de la pista que nos da Lucas cuando relata que se perdió de sus padres con doce años, y lo encontraron en el Templo de Jerusalén sentado entre los maestros, haciéndoles preguntas.
Él no estuvo escondido por miedo a nada, sino porque aún no había llegado el momento de darse a conocer.
Las personas LGBTIQ+ nos ocultamos por miedo a ser excluidas, despreciadas, señaladas y marcadas. En mi caso, todavía estuve más al fondo del armario a causa de los condicionantes religiosos que agravan el sentimiento de culpabilidad hasta límites dolorosos, como también experimentan hoy, todavía, muchas personas LGBTIQ+ creyentes.
La respuesta a la pregunta personal "¿quién creen (mi familia, mis amigos, mis compañeros, mis educadores y conocidos, ...) que soy yo" es justamente la que nos paraliza. Nos asusta, por si ese dictamen fuese hiriente y traumático, y pudiera traducirse en consecuencias desoladoras, tal como yo mismo, siendo un chaval, había podido observar en otras personas. Un vecino de casa era sospechosamente homosexual y los mayores nos advertían que no subiéramos a solas con él en el ascensor. Mi amigo Gonzalo tiene una inevitable pluma desde que era un crío, y las vejaciones y burlas en clase y los vestuarios eran continuas.
A Álvaro sus padres lo echaron de casa.
En aquel momento no estaba dispuesto a arriesgarme tanto. Tenía miedo. Y sé que aun hay muchas mujeres y hombres que temen las consecuencias de visibilizarse.
Cuando me preguntan el porqué del Orgullo, me vienen a la cabeza las múltiples razones por las que ser como soy continúa siendo motivo de burla y razón para la violencia y el rechazo.
En España gozamos de una legislación envidiable que ampara nuestros derechos como personas, respetando y valorando nuestra identidad sexual y de género. Aún así, es habitual la mofa y la sátira, el acoso, el incordio, la intimidación y la tiranización sobre personas LGBTIQ+ en ambientes escolares, laborales e incluso familiares. En nuestro país siguen siendo constantes, persistentes, los casos de agresiones incluso con resultado de muerte.
En el mundo, en 2025, 65 jurisdicciones nacionales prohíben aún las relaciones homosexuales, privadas y consentidas entre hombres. De ellas, 41 castigan también los actos lésbicos. La dureza de las condenas oscila entre un amplio abanico que va desde menos de un año de cárcel hasta la cadena perpetua. Asimismo, este delito puede ser castigado con la pena capital en 12 países (Mauritania, Nigeria, Somalia, Afganistán, Brunéi, Irán, Pakistán, Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Uganda y Yemen).
No es una exposición trágica, sino un retrato fiel de la realidad.
Cuando voy por la calle de la mano de mi pareja tengo que soportar miradas burlonas y risas a nuestras espaldas. He de tener cuidado si le beso en un parque, porque puede que algún padre nos acuse de herir la sensibilidad de sus hijos. Si entro abrazando a mi novio en un restaurante, puede que nos acomoden en una mesa en el fondo, para no molestar. Si salgo de un local por la noche y regreso solo a casa, camino deprisa no sea que hoy me toque recibir dos tortas por marica. Esto tampoco es un relato victimista. Pasa cada día.
Cuando un colectivo se siente de esta manera, discriminado de facto, nace el orgullo. Sé que toda mi vida, probablemente, me estaré preguntando ¿quién decís que soy yo"?. Hace tiempo esa respuesta me importaba mucho. Desde que salí del armario, cualquier réplica ofensiva es ahogada por mi orgullo de ser quien soy, de ser como soy, de amar como amo.
Por eso nos manifestamos cada año en todo el mundo, para expresarnos orgullosas y orgullosos dignificando nuestra identidad, vistiéndonos de arcoíris revelando nuestra alegría y nuestro íntimo deseo de que nunca más fuese necesario pedir que se nos trate y valore como a las demás mujeres, como a los demás hombres.
Y tú, Iglesia, ¿quién dices que soy yo?
Si soy honesto, reconozco que Francisco levantó las persianas, corrió las espesas y opacas cortinas y abrió las ventanas para que entrase la luz, el aire fresco y el Espíritu, probablemente por este orden. Esta Iglesia en camino no es la de los inicios del 2012. Pero aún huele a rancias páginas de tradición y doctrina que enmascaran el aroma dulce del Evangelio de Jesús. La doctrina y la tradición son necesarias y no son malas per se, excepto cuando se utilizan ambas como armas arrojadizas.
¿Quién somos nosotras y nosotros para ti, Iglesia, tus miembros no heterosexuales? Somos personas merecedoras de todo respeto, pero también dices que nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados. Afirmas que somos hijas e hijos de Dios, pero nos niegas sacramentos solo porque somos diferentes. Nos pones encima, con frecuencia, cargas difíciles de llevar. Nos lanzas a las orillas del camino, donde solo las gentes más sensibles se acercan a susurrarnos que Dios nos ama y nos quiere en su Iglesia pese a todo
¿Y Jesús?
Por supuesto, dentro del armario es imposible no enfrentarse a esa pregunta de Jesús, tal cual. Y muchas veces reflexioné sobre ello. ¿Quién es Cristo para mí? (y, en extensión, quién es Jesús para las personas LGBTIQ+H creyentes).
Yo no había perdido la fe y nadie iba a echarme de la Iglesia mientras fuese capaz de guardar mi armario cerrado. Pero mi respuesta a su pregunta directa evolucionaba a medida que mi resentimiento —a causa del daño que me estaba haciendo el ingrediente religioso— crecía en mis tripas como la espuma de las olas que golpean las rocas. Jesús para mí llego a ser aquel por el que sus seguidores más piadosos rechazaban a las personas LGBTIQ+; Jesús era la razón de ser por la que los escribas y sacerdotes de nuestra época habían dejado escrito que mis actos son "intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural y no pueden recibir aprobación en ningún caso" (Cfr. CIC 2357). Esa era finalmente mi respuesta enojada a la pregunta de Jesús. Es decir, Jesucristo cada vez era menos en mi vida.
Solamente cuando di otra vuelta a la pregunta y me interesé en saber quién decía Jesús que era yo, pude reconciliarme y comenzar a calmar el dolor. No fue un proceso fácil. Hubo un gran desierto. Pero ineludiblemente ahí estaba esperándome paciente, y en ese instante ocurrieron dos cosas: contesté afirmando que Él era el Mesías, El Salvador, el reencarnado por Dios hecho hombre también para mí, como para toda la humanidad sin excepción. Y la segunda cosa que sucedió es que alcancé el suficiente valor para salir del armario como hombre tal cual soy, pero sobre todo como hombre que cree en Dios, en el Dios de todas y de todos. Me gusta contar que el Señor me llevó al desierto y allí me sedujo, habló a mi corazón y le respondí, ese precioso texto de Oseas que me marcó para siempre.
Desapareció el resentimiento en la medida en que supe discernir entre lo que es cosa de Dios y lo que es cosa de los hombres. Dios evidentemente no ha escrito ese trágico y doloroso epígrafe del catecismo. Dios tampoco está en quienes agitando el signo de la Cruz siguen atacando incluso con violencia y muerte a las personas LGBTIQ+. Ese convencimiento de que Dios no tiene nada que ver porque de ninguna forma esos comportamientos y actitudes son obra suya, me ha permitido también perdonar. Al separar a Dios de todo eso quedan al descubierto los hombres, y puedo perdonar a cualquier ser humano con mayor o menor esfuerzo. Finalmente, al desaparecer el rencor también se esfuma el sentimiento de víctima. Queda una profunda paz liberadora.
Contemplar este texto de Marcos, situarme allí y observar la escena con los cinco sentidos, me sobrecoge porque actualiza su pregunta en mí, la escucho, veo las dudas de los discípulos como las propias mías, y soy testigo de cómo se remueve Pedro cuando oye de boca de Jesús quién es realmente Él y cuánto ha de suceder. Confirmo mi deseo de conocer internamente a Cristo que se ha hecho hombre por mí, para más amarle y seguirle. Cristo que me quiere como soy, sin condiciones. La voz de Jesús es firme y dulce a la vez. Invita a la libertad, a confiar, a dejarse hacer en sus manos. Así que cuando dice que quien quiera ir con Él ha de tomar su cruz, me acuerdo de cuántas otras cargué sin contar con sus brazos y me imagino lo bueno que será compartir con Jesús ese leño todo el tiempo que haga falta.
El Orgullo para las mujeres y hombres creyentes, no viene solamente de la íntima percepción de sentirnos satisfechos y felices por como somos, sentimos y amamos, sino también de la certeza de que el Padre nos ama inmensamente, como obra perfecta suya.
© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com
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