Sobre Lucas 2, 22-40
Dios sabe que muchas personas creyentes LGBTIQ+ esperamos durante buena parte de nuestras vidas que Él se haga presente y cercano. Nuestra historia vital es un desencuentro continuo con el Padre, aunque teóricamente nos ama sin reparos. Sin embargo lo que nos cuentan sobre Dios no es eso. Nos dicen que siendo homosexuales tendremos problemas para ser admitidos en el Reino. Nos lo exponen de diferentes formas, con variados argumentos y diversas justificaciones, pero nos lo dejan claro desde muy pequeños: «No sois aptos, Dios no os quiere así».
Esta dicotomía crea un grave conflicto que no lo soluciona la condescendencia que acompaña al discurso del «¿quién soy yo para juzgarlos?». Está bien el cambio de sensibilidad, pero no se aprecia ni suficiente ni sincero mientras no se eliminen los sermones del miedo que aprueba tácitamente el silencio de buena parte de la Jerarquía, o se borre del catecismo algo tan inmisericorde como que «los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados, son contrarios a la ley natural [...] no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual, no pueden recibir aprobación en ningún caso.» (CIC, 2357).
En medio de tanta contradicción no todo el mundo termina descubriendo al Señor. Muchas personas LGBTIQ+ pierden la fe porque no encuentran respuestas y sencillamente se olvidan de Dios. Otras conservan alguna clase de relación espiritual pero se mantienen absolutamente alejadas de la Iglesia, escandalizadas por lo que ven y oyen. No pocas se desesperan, no encuentran salida y agobiadas por la soledad, la exclusión y el temor deciden perder la vida porque no pueden ser felizmente ellas mismas.
La realidad LGBTIQ+ creyente soporta muchos golpes por parte de la sociedad que no se preocupa del pobre que pide limosna pero se lleva las manos a la cabeza si dos chicos se besan en un Mac Donalds delante de sus hijos. Todavía es más escandaloso que una persona cristiana LGBTIQ+ no pueda expresarse como tal en su parroquia sin recibir —por lo general— el reproche de unos y otros aconsejando discreción, secreto y prudencia.
Estas cosas suceden. He pasado por todo eso, aunque por alguna razón —de la que solo el Espíritu sabe— no me quedé perdido en el desierto de la duda, la angustia y el desaliento sino que pude salir exhausto, aunque alentado a ser yo mismo, feliz porque en el silencio escuché la voz del Padre prometiéndome que vería a su hijo Jesús, sin la menor duda.
Simeón atravesó toda una larga vida esperando que la promesa de Dios se hiciera realidad. Su paciencia y confianza contrastan con mi experiencia de desasosiego e intranquilidad, desde que mi memoria puede recordar.
Simeón oraba cada día agradeciendo a Dios su promesa, confiando que se haría realidad cuando Él dispusiera. Yo también pedía a Dios que se dejase ver de alguna forma pero con urgencia, cuanto antes. Sobre todo, reivindicaba que me transformara en otra persona diferente para no sufrir más tanto armario y tanta soledad.
Las personas cristianas LGBTIQ+ estamos habituadas a pedir pero muy pocas veces confiamos, así que tampoco sabemos escuchar, siempre recelosas y prevenidas por si lo que van a lanzarnos será otra afrenta. Superar esta mecánica de defensa cuesta mucho, porque supone aprender a vivir con un corazón nuevo confiando en la voluntad de Dios, sin más. Y eso es demasiado arriesgado.
Sobreponerse al victimismo, al rencor y al resentimiento forma parte de la dinámica de conductas y voluntades que son claro fruto de ese nuevo corazón confiado.
Situarme ahí me hace presentir que la demanda de justicia, honestidad y conciencia no sirven de nada si no está inspirada por la misericordia. La denuncia profética se carga de rabia si no va empapada de amor. No puedo luchar si quito a Dios del centro y pongo otras cosas en su lugar, porque mi propósito podría ser muy justo pero sólo será mío.
Me habría gustado parecerme a Simeón en cuanto a la confianza ciega y a la esperanza segura en Dios, incluso aunque, en verdad, yo también aguardé que algún día el Mesías llegara a mi vida. Pero me faltó la seguridad, la certeza, en definitiva la confianza en que el Señor estaba conmigo siempre, levantándome al caer, curando mis heridas, secándome las lágrimas o librándome de la muerte. De todo eso me di cuenta más tarde.
Y ahora que lo sé, que le debo todo al Padre y Madre de los cielos, deseo unirme a Simeón en su canto agradecido, proclamando que Jesús está entre nosotras, vive entre nosotros, para ser luz que alumbre a todas las personas, especialmente a quienes me tocan más de cerca, quienes estamos en las fronteras de la Iglesia, homosexuales, lesbianas, transexuales, bisexuales, porque también las personas LGBTIQ+ somos parte del Reino.
«Ahora, Señor, según tu promesa, dejas libre y en paz a tu siervo.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com
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