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octubre 19, 2024

CLIV SI NO SIRVO, ¿PARA QUÉ SIRVO?


Sobre
 Marcos 10, 35-45


Como Santiago y Juan, yo también pedía siendo aún muy niño, desde el fondo de mi infantil armario, sentarme a la derecha o a la izquierda de Jesús. En realidad me daba igual el lado, como si me sentaba a sus pies, en el centro, en una esquina o en un aparte donde no molestara demasiado. Yo sólo quería asegurarme de que al final estaría con Jesús. 

Puede que mi petición —insistente, machacona, obstinada, casi terca— no fuera tan pretenciosa y atrevida como la de los hijos de Zebedeo. No. En el fondo, lo que le pedía a Jesús es que me hiciera “normal”, como los demás chavales de mi clase. Porque de la misma manera que despacio —quizá a los nueve o diez años—, poco a poco me iba descubriendo a mí mismo diferente, al mismo tiempo desde cualquier ámbito llegaban a mis oídos, a mis ojos, a mi corazón, enseñanzas y comportamientos que me advertían con claridad que lo que yo era y como yo era no podía ser bueno. Me sentía sucio, culpable, pecador, sin saber muy bien qué estaba haciendo mal pero sin poder evitarlo. Esta sensación de imperfección y culpa se prolongó durante tantos años que aprendí a convivir con ella, a disfrazarla de naturalidad y a representar el papel de una persona que no era yo, pero que me permitía vivir sin que nadie me señalara con el dedo o con el puño. Mientras tanto, seguía pidiendo a Jesús que me hiciera como a cualquiera de mis amigos, que me gustaran las chicas y no los chicos, porque estaba seguro de que si eso ocurría podría sentarme a la derecha del Maestro, o a su izquierda, o en un rincón, pero cerca de Él.


Estoy convencido de que Dios se sirvió de esa obstinación mía por pedirle “normalidad” para crear de esa manera un vínculo entre los dos que no fui capaz de romper nunca, ni siquiera en los años de mayor oscuridad, cuando nada tenía sentido y menos aún cualquier cosa que tuviera que ver con una fe que se apagaba. Ahora que he aprendido a mirar atrás y rastrear las huellas de Dios en mi vida, me doy cuenta de que nunca dejó de quererme, de protegerme ni de sorprenderme. Y algo más: me permitió apreciar el detalle de que sin Él soy bien poca cosa.


Las personas LGBTIQ+ creyentes, que experimentamos durante un tiempo de nuestras vidas el destierro más o menos inducido de los armarios, cuando salimos de ellos corremos el riesgo de sentirnos protagonistas en todo y de todo, centros artificiales de atención, y en esa actitud de estrellas, nos creemos con más derecho que nadie para pedir que nos guarden un sitio a la derecha o a la izquierda de Jesús. Un lugar preferente desde el que observar cómo juzgan a quienes nos humillaron.

Esa es una forma de entender el Reino muy parecida a como pensaban Santiago y Juan. Pero Jesús les plantea otra realidad muy distinta, que también nos propone igualmente. 

Si bien puede que nuestras historias de vida estén generosamente salpicadas de copas de amargura y pruebas terribles, eso no nos permite, por sí, poder elegir nuestro puesto porque, tal como dice el propio Jesús, eso no le toca a Él concederlo. Más bien nos señala un camino para abandonar cualquier sentimiento de victimismo y renunciar a cualquier tentación de venganza o desleal empoderamiento. Nos pide que nos pongamos al final y en actitud de servicio, los últimos y las servidoras de todos.


Este talante de generosidad y entrega es desconcertante para quienes nos observan. En más de una ocasión me comentaron cuánto asombra nuestro sentimiento de pertenencia filial y de amor generoso hacia la Iglesia, la misma que, cada poco tiempo, tanto nos alegra con sus abrazos como nos duele con sus desprecios. Puede que precisamente porque sabemos lo que es sufrir mucho, también hemos aprendido a perdonar setenta veces siete. Por lo mismo, estoy persuadido de que no hay mayor denuncia profética que poner la otra mejilla, como también lo es señalar a los incoherentes y publicar sus contradicciones. Ambas cosas las hizo Jesús y ambas son igual de valientes y eficaces.


Como puedes imaginar, mi petición de niño, de adolescente y de joven también, se hizo realidad y Jesús me la concedió: me hizo ver que soy una persona normal porque Dios me ha hecho perfecto como a cualquier obra de sus manos. Desde hace tiempo mis preces van por otro lado, aunque todo conduce al mismo punto, es decir, a hacer posible el Reino de Dios y su justicia. Hace años llegó a mí un juego de palabras que decía “si no sirvo, ¿para qué sirvo?”. Esa es, pues, mi petición al Padre: que me dé fuerzas para servir y así ser útil. Es la paradoja de Dios: de lo débil hizo lo fuerte. Dios no estaba en la tormenta. Dios sí estaba en la brisa.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: "Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir." Les preguntó:- "¿Qué queréis que haga por vosotros?" Contestaron: "Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda." Jesús replico: "No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?" Contestaron: "Lo somos" "Jesús les dijo: "El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado." Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: "Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos." 

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