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octubre 05, 2024

CLII LA MUJER


Sobre
 Marcos 10, 2-16



Cuando estaba en el armario, siempre puse al mismo nivel a las personas divorciadas y a las homosexuales. Quizá porque observaba que con ellos se aplicaban los mismos criterios de falta de misericordia que percibía se empleaban con las personas LGBTIQ+. Sin tener nada que ver un tema con otro, homosexuales y personas divorciadas coincidimos en las pesadas cargas que se nos imponen para alcanzar el Reino de Dios. Al menos esa era también mi percepción cuando estaba dentro del armario. Y hoy esa apreciación sólo cambia porque me hago consciente de algo fundamental: alcanzar el Reino de Dios no depende tanto de la doctrina moral de la Iglesia como de la actitud personal ante las circunstancias vitales. Es decir, que lo importante no es lo que diga la tradición, sino cómo traduzco la Palabra de Dios a mi vida y cómo pongo en práctica el Evangelio desde mí hacia las personas que me rodean.


Esta lectura de Marcos —como la paralela de Mateo— ha sido desde siempre una de las armas arrojadizas contra las personas divorciadas. Igual que otras son típicas en los argumentos bíblicos contra las personas LGBTIQ+. Tanto la exégesis como la hermenéutica actuales desmontan esas tesis que envían al infierno —como dice un obispo español— a hombres o mujeres divorciadas y a personas LGBTIQ+ por igual.

La idea de ir al infierno me es familiar. Durante buena parte de mi vida hicieron que creyese que acabaría allí. En mi imaginación infantil fantaseaba con que habría una zona inmensa repleta de homosexuales y divorciados. Cuando me convertí en adulto esa figuración del infierno me hacía sonreír por imposible. Siendo un crío me causaba miedo y angustia.


En tiempos de Jesús el divorcio existía. Pero era un derecho del hombre. La mujer no podía separarse de su marido salvo por extrañas razones que pocas veces eran demostrables. Sin embargo, el hombre podía divorciarse de su mujer por cualquier cosa: porque no supiera cocinar, porque tardara en darle hijos, porque sólo diera hijas. O porque encontraba otra más joven y más guapa; entonces disfrazaba sus razones con cualquier nimiedad, que sería dada por buena y el divorcio se llevaría a cabo con la bendición del Rabí. En verdad el hombre podía divorciarse cuando quisiera y repudiar a su esposa cambiándola por otra como se mudaba de ropa. La sociedad judía se basaba en un patriarcado masculino y machista que no dejaba lugar a la mujer. El varón copaba los puestos de decisión y poder y superaba con creces los derechos sobre las mujeres, hasta alienarlos completamente.

En medio de esa realidad los fariseos tienden a Jesús una trampa preguntándole su opinión sobre si era lícito que el marido se separara de su esposa.


La respuesta de Jesús está claramente dirigida a poner en valor a la mujer. Para ello les recuerda el relato de la creación en la que se cuenta cómo Dios creó iguales a varón y hembra. No puso a la mujer al servicio del hombre, ni por debajo del hombre, sino en planos similares, igualmente dignos. Jesús rompe la tradición que impone el control del hombre sobre la mujer, y a la pregunta directa de los fariseos —«¿le es lícito al marido separarse de su mujer?»— responde claramente que hombre y mujer ya no son dos sino uno solo, por lo que no es lo que diga el varón, sino que debe ser una sola voz. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.


Visto esto, la doctrina moral de la Iglesia con respecto al divorcio es fruto de una interpretación discutible de la Palabra, unido a la perpetuación de una tradición que no se inició hasta la segunda mitad del primer milenio después de Cristo, y que se mantiene hasta hoy. Se sabe que el papa Gregorio II admitía el divorcio hacia el siglo VII, igual que hay datos que prueban la existencia de uniones de personas del mismo sexo en las primeras comunidades cristianas, hasta entrado el siglo XIII. Pero dejando a un lado cualquier argumento y sea cual sea la explicación que quiera dársele, lo que Jesús plantea a los fariseos es la necesidad de transformar una sociedad hetero-machista por otra que trate en un mismo plano de igualdad de derechos y dignidad tanto al hombre como a la mujer. Ese debate creo que sigue abierto. Nuestro mundo ha dado muchísimos pasos y la mujer ha ganado todos los derechos en muchos países, pero incluso en el nuestro -donde hombre y mujer ante la ley son exactamente iguales- queda por hacer tanto que a veces se echa de menos un compromiso palpable por parte, en especial, de los cristianos.


¿Y por qué tras la oración personal sobre esta lectura tengo tan claro que falta un compromiso manifiesto por parte de los cristianos? Contemplando el texto de Marcos observaba a los fariseos buscando cómo pillar un fallo a Jesús, presentía a algunas personas observando, veía a los discípulos… incluso después a los niños con Jesús. Pero no notaba la presencia de ninguna mujer. Sin embargo estaban representadas en el Maestro. En realidad Jesús era la imagen de todas las mujeres y su voz. Por eso estamos llamados a mantener ese compromiso de Jesús por construir una sociedad libre de desigualdades. Ser un poco ellas con Él.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Llegaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: —¿Puede un hombre repudiar a su mujer? Les contestó: —¿Qué os mandó Moisés? Respondieron: —Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla. Jesús les dijo: —Porque sois obstinados Moisés escribió semejante precepto. Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, [se une a su mujer] y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Una vez en casa, los discípulos le preguntaron de nuevo acerca de aquello. Él les dijo: —Quien repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio contra la primera. Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio. Le traían niños para que los tocara, y los discípulos los reprendían. Jesús, al verlo, se enfadó y dijo: —Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque el reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Os aseguro, el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y los acariciaba y bendecía imponiendo las manos sobre ellos. 

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