Vistas de página en total

noviembre 25, 2023

CVI SOY HOMOSEXUAL Y NO ME COBIJASTE


Sobre
Mateo 25, 31-46

En estos días hace 33 años que Álvaro falleció de SIDA. Teníamos la misma edad. Nos conocimos con dieciocho años. Fue de manera casual, en el cumpleaños de una amiga común. Supongo que algo nos atrajo. El típico flechazo que jamás, ni él ni yo, habíamos sentido y reconocido como algo real con nadie y, sobre todo, como algo posible. Además, ahí está ese sexto sentido que dicen tenemos las personas LGBTIQ+ para reconocernos unas a otras con una simple mirada. Nos hicimos muy amigos, teníamos muchas cosas en común. Al poco tiempo fuimos capaces de contarnos que éramos homosexuales. Era algo muy evidente, pero la timidez de ambos, el temor al rechazo y centenares de miedos todos juntos habían retrasado esa confidencia. Nunca, ninguno de los dos, lo habíamos hablado con otra persona, a excepción de las infortunadas y lamentables ocasiones en que se lo dijimos a un sacerdote en confesión. Era la primera vez que expresarlo no tenía como consecuencia escuchar un reproche, un sermón salvífico o la amenaza de un infierno seguro, sino un abrazo fuerte y prolongado.


Álvaro estaba en el fondo de un armario muy parecido al mío, y entre los dos construimos otro que nos acogía juntos. A él y a mí. Los dos éramos creyentes, educados en colegios religiosos, con ambientes muy similares. Tanto él como yo teníamos mucho miedo y nos esforzábamos a conciencia para que nadie supiese nada sobre nuestra orientación sexual. Mucho menos que alguien pudiese sospechar que tras la fachada de una buena amistad hubiese una relación más profunda. Él temía especialmente, porque sus padres pertenecían a un grupo cristiano muy conservador. Por eso Álvaro guardaba también —mucho más que yo en cierta medida— serios conflictos con Dios o, mejor dicho, con la idea de Dios que desde niños nos habían hecho creer. 

Éramos dos chavales muy normales, perfectamente relacionados con amistades, algunas de las cuales hicimos comunes, con quienes nos divertíamos como cualquiera con las típicas cosas que se hacían en aquellos primeros ochenta. Nuestra identidad sexual estaba totalmente oculta y nos manteníamos perfectamente mimetizados —como solía decir Álvaro—, sin que nadie sospechase nada sobre nosotros. 

Pero en realidad lo que más nos unía, por encima de aficiones o actividades, era todo lo que compartíamos de nuestro interior, de nuestros corazones, de nuestras almas, lo que sentíamos y jamás pudimos expresar antes con nadie. También en lo referente a nuestra fe y espiritualidad con relación a nuestra identidad sexual. Nos gustaba orar juntos, y comentar pasajes de los Evangelios buscando el consuelo de una Palabra de Jesús amable con nuestra situación, benévola con como éramos, sintiéndonos así —en nuestra íntima soledad de jóvenes sedientos de aprobación— hijos queridos por el Padre. Teníamos auténtica necesidad de compartir nuestra sed de Dios, y soñábamos por encontrar fuentes donde beber confiadamente.

Por lo mismo, nos entristecíamos cuando éramos testigos de hechos o declaraciones que golpeaban nuestra identidad. Sucesos homófobos por una parte, sobre algunos de los cuales no nos atrevimos a reaccionar o tomar partido por no descubrirnos, lo cual nos cargaba de una infinita sensación de culpabilidad y cobardía. Y, por otro lado, discursos desagradables, habitualmente lanzados como piedras desde el púlpito, siempre en boca de gente de Iglesia, que nos hacían dudar sobre la conveniencia de seguir o no formando parte de una comunidad creyente que, en nombre de Dios, despreciaba a mujeres y hombres como nosotros.


Álvaro y yo fuimos pareja. Todo en secreto. No es fácil reflejar cómo nos sentimos viviendo nuestra relación en extraña y forzada clandestinidad, mientras amigas y amigos nuestros, de la misma pandilla, expresaban con absoluta normalidad sus noviazgos cuando estábamos juntos, cogiéndose de la mano, besándose ante todos o dedicándose gestos y caricias, mientras nosotros nos conformábamos con miradas cómplices o con entrelazar nuestras manos en la oscuridad de un cine sin que ninguno de ellos lo notase.


Un día, la madre de Álvaro le encontró una de mis cartas en la que quedaba clara la orientación de su hijo y su relación conmigo. Al regresar a casa, sus padres estaban esperándole para pedirle una explicación. Álvaro les dijo la verdad y sus padres lo echaron de casa ese mismo día.

En esos años no existían los móviles. Álvaro estuvo buscándome como loco en mi casa, en las aulas, en los diferentes sitios donde solíamos movernos hasta que, desesperado, logró encontrarme. Se abrazó a mí llorando desconsolado mientras me contaba todo lo que había pasado.

Su tío Roberto acogió a Álvaro, y desde ese momento su mujer y él se convirtieron en sus padres, porque la mediación de Róber con su hermana, la madre de Álvaro, no obtuvo resultado y no pudo regresar. Paradójicamente, los muy católicos padres de Álvaro, miembros de una comunidad cristiana famosa por sus rezos, cantos y alabanzas, se comportaban de una manera muy poco misericordiosa, mientras el tío Róber, ateo declarado, optaba por acoger a su sobrino y se preparaba para que nada de la historia que Álvaro portaba fuese impedimento para dejar por eso de quererlo y respetarlo.


Poco después Álvaro se fue a Estados Unidos a completar estudios para poder mejorar su trabajo en España. No había móviles, ni mensajes, ni siquiera correo electrónico. Manteníamos el contacto con dificultades a través de cabinas telefónicas o por carta. 

Un día extrañamente me llamó a casa de mis padres, donde yo todavía vivía, hecho un mar de lágrimas. Le habían detectado el VIH. Estaba hospitalizado y muy solo. Sus padres no querían saber nada. 

Roberto se encargó de todo. En cuanto superó esa crisis y le dieron el alta regresó a Sevilla con él. Cuando volví a verlo se me vino el mundo encima. No era su enfermedad lo que me producía tanta tristeza, ni su aspecto desmejorado, ni su insistencia en pedirme perdón por algo que yo no entendía que tuviese que perdonar. Lo que me asolaba era la ausencia de su madre, la que lo tuvo en su vientre, la que lo trajo al mundo, la que lo amamantó, lo cubrió con su manto, lo abrazó y besó. Y el vacío de su padre, quien le dio su sangre. ¿Dónde estaban?


Ser positivo de VIH en los años ochenta era estar sentenciado a muerte. Y esa realidad que aparecía en las noticias cada día, de repente había irrumpido en mi vida de forma trágica. Nunca eché en cara a Álvaro nada, ni supe cómo pudo contagiarse más allá de lo que quiso contarme. En cualquier caso pude sufrir en propia carne desde ese año el estigma de acudir a un centro médico a hacerme la prueba, entrando por una puerta trasera, dando un nombre falso, aterrorizado por si yo también estuviese infectado y a la vez muerto de miedo por si alguien se enterase. 

En esos días algunos obispos hablaban del castigo de Dios contra los homosexuales. El SIDA era la respuesta del Creador contra los gays por nuestro pecado mortal.


Fueron dos años difíciles, guardando las formas en casa con mi familia, con mis amigos, en el trabajo, en el Centro Pastoral. Viviendo la doble vida de siempre, en el armario de siempre pero con el terrible peso de saber que Álvaro se estaba yendo y, sobre todo, sin ser capaz de compartir con nadie lo que sentía, lo que temía, cuánto me dolía todo, especialmente el aparente silencio de Dios. 


Cuando Álvaro murió sus padres no estaban allí. Echaron a su hijo maricón de sus vidas obcecados por sus fanáticas creencias religiosas acerca de un Dios cruel que odia a los homosexuales, así que no es extraño que su muerte les importase bien poco. Junto a su cama sólo estuvimos Roberto y yo. 

Álvaro me apretó muy suavemente la mano, y se quedó dormido.

En el entierro tampoco aparecieron. Ya no importaba. Nadie los echó de menos.


Cada vez que traigo a la oración esta parte de mi vida me produce mucho dolor, porque fue un momento muy triste y desgarrador y es humano llorar cuando me acuerdo de Álvaro. Fue una persona muy importante para mí, a la que amé mucho, con la que aprendí a querer y junto a quien intuí que Dios nos ama infinitamente, sin trabas ni frenos. 

Su muerte —y su vida— tiene mucho que ver con el texto del evangelio de Mateo en el que Jesús describe el juicio de las naciones. Álvaro forma parte de los benditos del Padre, estoy seguro de ello. Y con él todas las personas que son menospreciadas, expulsadas, excluidas. Cuando llegue el momento, Cristo resucitado preguntará quién le dio de comer, quién le dio de beber, quién le acogió cuando no tenía donde ir, quién le dio ropas para vestirse, quién fue a visitarle cuando estuvo enfermo, quién fue a verlo a la cárcel. Quién lo cobijó.

Alguno contestará: “Señor, estaba en el templo adorándote, siguiendo tus ritos y doctrina. Dime, ¿cuándo te vi hambriento, o sediento, o desnudo, o enfermo, o sin casa, o en la cárcel?”.


Álvaro pudo perdonar a sus padres, aunque no le dieran la oportunidad de decírselo a ellos en persona. El día antes de morir me hizo prometer que yo también los perdonaría. Le dije que sí, pero en realidad no pude hacerlo hasta mucho después. No he sido capaz de superar el rencor y el resentimiento hasta hace relativamente poco tiempo, y en ese perdón estaban los padres de Álvaro junto a tantas personas y tantas situaciones que me hicieron daño a lo largo de mi vida a causa de ser homosexual. Una de las claves para poder perdonar ha sido, con certeza, reconocer que sólo el Señor puede juzgar a toda la humanidad sin excepción, con la misericordia de quien no tiene prejuicios sobre buenos o malos. Otra clave, definitiva, fue darme cuenta de que si Álvaro fue capaz de perdonar, de dejar a un lado el resentimiento que pudiera estar experimentando, ¿cómo negarme? ¿Cómo sé si yo soy verdaderamente justo? ¿Cómo arrogarme la vida eterna?


En memoria de Álvaro, 13 de septiembre de 1961 +25 de noviembre de 1990.



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme." Entonces los justos le contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?" Y el rey les dirá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis." Y entonces dirá a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?" Y él replicará: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo." Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

noviembre 18, 2023

CV PERDER EL MIEDO


Sobre
Mateo 25, 14-30



Con frecuencia me preguntan qué es lo que me ha causado más dolor a lo largo de los años que estuve dentro del armario, qué me marcó con mayor fuerza, qué me produjo mayor angustia y desconsuelo. Siempre respondo rápidamente: el miedo.


Sobre el miedo he compartido con generosidad mi experiencia en otras ocasiones. El miedo es una constante de cualquier armario. Y es también el denominador común a todos ellos como reacción a las consecuencias de ser descubierto: miedo al rechazo, miedo a la exclusión, miedo a los insultos, miedo al dolor…

Sin embargo hay un miedo exclusivo, propio e íntimo que afecta a las personas LGBTIQ+ creyentes. Es también el que más amargura y tristeza me provocó: el miedo a Dios.


Quiero compartir cómo, durante la mayor parte de mi vida, escondí en sitio seguro los talentos que el Señor
me había confiado. Pasó el tiempo y no me atreví a ponerlos en valor. Rechacé la posibilidad de multiplicarlos invirtiendo esos talentos para que produjeran todo lo posible. Tenía miedo. Miedo a lo que los demás pudieran pensar o decir de mí, a que me rechazaran por sacar a la luz lo que el Señor me había entregado, a que me excluyeran por mostrar lo que había escondido y guardado a buen recaudo.

Pero era más que eso. En realidad temía a Dios, a mi Señor. Tenía miedo a su reacción, porque me habían dicho que era exigente, que siega donde no siembra y recoge donde no esparce. Me habían contado que el Señor no aceptaba imprudencias, que no le gustaban las personas que se saltan las normas. Que no tolera a quienes desobedecen las tradiciones y se salen del plato.


Por eso temía al Señor. Casi toda mi vida he tenido miedo de Él. Como aquel empleado que hizo un hoyo y enterró su talento. Cuando regresó el Señor solo tuvo para ofrecerle justo lo que había recibido, y el Señor echó fuera al empleado porque no se había atrevido a hacer nada excepto esconder ese talento. El Señor le dijo que “al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”


Lo que nos dicen de Dios no siempre es lo que Dios es. El empleado obró con prudencia porque le habían enseñado que el Señor era muy exigente, y no se atrevió a hacer nada, porque temía malograrlo todo, y aun así lo perdió. Pero lo que enojó al Señor fue precisamente que le tuviese miedo, y que ese miedo hubiera paralizado su capacidad de arriesgarse. 


La parábola de los talentos no quiere ofrecer una imagen de Dios como si se tratase de un Señor rígido y severo, capaz incluso de castigar a quienes actúan según una sincera cautela y sensatez, aunque esa actitud no les produjese ningún beneficio ni renta. Más bien, el relato manifiesta una invitación de Jesús a que arriesguemos, a que nos atrevamos a renovar los dones que hemos recibido hasta multiplicarlos generosamente, confiadamente, valientemente, superando las espectativas. 

Y no solo eso. Jesús también nos anima a no tener miedo a Dios, porque el Padre no va a exigirnos más de lo que cada persona sea capaz de dar pero, eso sí, tenemos que dar. Porque el nuestro es un Dios de Esperanza pero también de atrevidos.


Claro que el Señor no me echó fuera cuando puse sobre su mano el talento que me había dado y nada más. A cambio me preguntó por la razón de mi miedo hacia Él. Cuando se lo conté respondió con una sonora carcajada y me dijo que no hiciera caso, que ya se sabe eso que ya he dicho y quiero repetir ahora: que lo que nos dicen de Dios no siempre es lo que Dios es. Mi talento, mis dones, todo lo que era y lo que soy creció en la misma medida que fui confiando en el Padre. El miedo desapareció.


La Iglesia necesita con urgencia recuperar la frescura del Evangelio, y eso solo es posible con gestos arriesgados capaces de multiplicar el talento de la misericordia, de redoblar el talento de la denuncia profética, de aumentar el talento del perdón, de propagar la esperanza y la libertad que emanan del mismo Jesús. 

Seguramente ahí está nuestro lugar en este momento. Tengo la intuición de que quienes hasta ahora hemos habitado en las fronteras de la Iglesia estamos llamados a tomar protagonismo, incluso si nos tapan la boca. Nuestra experiencia de búsqueda incansable del abrazo amoroso del Padre nos convierte en testigos irreemplazables de su misericordia para todas las mujeres y hombres sin excepción.

Por el contrario, aferrarse a las tradiciones y a la doctrina por encima del Evangelio es un signo de tener miedo a Dios, el mismo miedo que inmovilizó a aquel empleado cuando enterró su talento por temor a enojar a su Señor. La doctrina, la tradición, muchas veces se convierten en la coraza que impide apreciar el verdadero rostro del Padre y ambas entorpecen que la brisa del Espíritu alcance cada rincón de la Iglesia, incluso esos donde estamos quienes oramos para que cada día sea más de Jesús. 


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo." El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes."»

noviembre 11, 2023

CIV PERDER ACEITE


Sobre
Mateo 25, 1-13



Entre la cantidad de palabras, expresiones y frases que se refieren despectivamente a las personas LGBTIQ+, se encuentra esta de “perder aceite”. Cuando se dice que alguien pierde aceite se está expresando con burla y mediante un eufemismo que esa persona es homosexual. 

He encontrado muchas explicaciones acerca de dónde procede la frase, todas muy pintorescas. Mi conclusión, en cualquier caso, es que me parece asombroso cuánto discurre la mente humana hasta encontrar formas diversas de insultar y despreciar a los que son diferentes de manera que sea políticamente correcto, como si se tratara de un chiste condescendiente que atenuase la crudeza de una clara ofensa, de forma que la mofa es socialmente aceptada. Cada vez que alguien dice “ese pierde aceite”, “esa tiene pluma”, “aquél es de la acera de enfrente”, “por ahí viene un palomo cojo”, “mira qué camionera” o “a ese le suda la espada” (por poner solo unos ejemplos de los más escuchados), se está insultando a hombres y mujeres que no merecen ser tratados de forma tan ridícula.


Siempre he vivido con mucho tormento lo relativo a los insultos dirigidos al colectivo LGBTIQ+, dentro del cual desde muy joven intuí que me encontraba. Aunque mi estatus de habitante del armario, invisible, no me situaba como blanco de las burlas —pues ya me esforzaba bastante por evitar cualquier sospecha acerca de mi orientación sexual—, las mofas contra el colectivo me hacían el mismo daño y acrecentaban el temor a ser discriminado si llegara el caso de que se hiciera pública mi homosexualidad. 

Los eufemismos me parecían igual de hirientes unos que otros. Hoy siento lo mismo. De vez en cuando recibo en mi correo y en las Redes algunas frases con insultos o burlas, casi siempre anónimas, pero ya no me ofenden en absoluto. En todo caso me duelen por lo que significan de afrenta barata a la dignidad de las personas, especialmente las más vulnerables por su edad, por el momento que viven o por los condicionantes en que se desenvuelven. Entre todos esos insultos la expresión que hace mención a que los homosexuales —y por extensión todas las personas LGBTIQ+— perdemos aceite, va a servirme para una —espero— interesante reflexión. 


La parábola de las diez doncellas habla de la importancia de tener las lámparas preparadas para que cuando llegue el novio estén encendidas y puedan mantenerse ofreciendo luz durante toda la noche. Con ese fin hará falta suficiente aceite. Si no se hace previsión del combustible —como le ocurrió a cinco de las doncellas— puede pasar que las lámparas no sirvan para nada, y si han de correr a la tienda a por más aceite, cuando vuelvan a la casa se encontrarán las puertas cerradas.

Se perderán la fiesta.

Esta parábola sobre el reino de los cielos siempre me la explicaron de forma muy simplista, como una advertencia de que debía estar preparado día a día porque cuando menos lo esperase llegaría el final de mi vida, y si mi lámpara no estaba encendida no entraría al banquete de bodas,  es decir, al reino de Dios. Esa interpretación me causaba mucha ansiedad pues, evidentemente, iba a llegar el final de mis días sin dejar de ser homosexual, y hasta donde me aseguraban todas las fuentes, eso era pecado mortal.


Ahora sé que Jesús no quiso hacer de esa parábola un texto amenazante. Sitúa la historia en una boda, es decir, una fiesta alegre. El novio es Dios mismo que invita a su casa a todo el mundo, sin excepción. No es intención de Jesús presentar como buena la actitud de unas doncellas que son previsoras y cuentan con suficiente aceite para sus lámparas, pero por otra parte resultan ser muy egoístas al no querer compartir sus alcuzas. Las otras cinco doncellas son unas despistadas, pero su necedad es la misma que la del hombre que construyó su casa sobre arena, es decir, no fueron conscientes de hay que estar alerta a cada detalle, a cada imprevisto, que hay que anteponerse a las necesidades del momento y también a las consecuencias de los errores, si se quiere entrar a la fiesta. Con su astucia —previsoras y poco solidarias— las cinco primeras doncellas pudieron dar luz al novio y disfrutaron del banquete. Las otras cinco se perdieron lo mejor.


El aceite es todo lo bueno que tenemos de cuanto Dios mismo nos ha regalado, lo que nos mueve a ser la luz que ilumina para que otros vean y lo que genera la esperanza que nos hace intuir que es posible un mundo nuevo. Nuestro Padre quiere que las lámparas que portamos estén bien servidas por alcuzas rebosantes de aceite para que nunca se apague la llama.

Esto lo sé ahora porque Dios me ha dado la oportunidad de descubrirlo, pero en otro tiempo mi experiencia fue diferente.


Podría decirse que fui una doncella que perdía aceite —por mantener la linea de personajes de la parábola. Y es así: muchas personas cristianas LGBTIQ+ hemos perdido aceite hasta quedarnos prácticamente sin nada: sin luz, sin esperanza, sin ilusión, sin apenas fe. 

Mi alcuza estaba agujereada por las dudas acerca de lo que sentía afectivamente, por el miedo a ser discriminado y excluido, pero sobre todo por el temor a que Dios no me sintiera como digno hijo suyo. Estos tres fundamentos alimentaban mi desesperanza. Mi lámpara no tenía posibilidades de estar mucho más tiempo encendida. Perdía confianza, perdía ilusión, perdía ánimo, perdía fe, perdía aceite con que encender la antorcha para esperar al novio, acompañarle y entrar a la fiesta.


Cada día en el armario fue una ofrenda al miedo, en el que venció todo aquello que supuso un obstáculo para que pudiese ser yo mismo y también triunfó todo lo que fue un impedimento para reconocer a Dios como Señor de mi vida. Cada día en el armario fue un continuo rendirme y despreciar la oportunidad de entrar en el banquete de bodas con mi lámpara encendida y mi alcuza reparada, sin pérdida de aceite, llena hasta los bordes. 


Por eso quienes hemos recibido el regalo de renovar nuestro sentimiento de ser hijas e hijos amados por el Padre, y porque por la misma razón nuestras lámparas están encendidas y conservamos aceite suficiente, por eso estamos llamados a dar luz a quienes siguen en la oscuridad de los armarios del miedo, de la falta de esperanza, de la necesidad de abrazar al Padre-Madre que espera en la puerta a recibirlos. Esta es nuestra promesa de curar resentimientos y tender puentes fijos sobre los que puedan cruzar para sentirse parte de la Iglesia. Es nuestro compromiso, que todas y todos participen del banquete de bodas.



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: "¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!" Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas." Pero las sensatas contestaron: "Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: "Señor, señor, ábrenos." Pero él respondió: "Os lo aseguro: no os conozco." Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»

noviembre 04, 2023

CIII SOBRE EL SÍNODO: UNA IGLESIA OTRA, DISTINTA


Sobre
Mateo 23, 1-12


Bien avanzado el siglo XXI, y finalizando la primera parte del largo Sínodo de la Sinodalidad, nos encontramos casi en la misma línea de salida que al finalizar el Concilio Vaticano II —por poner un hito histórico de lo mucho que se propone y poco se dispone—. No se ha avanzado demasiado, a decir verdad. Porque el hecho de que las mujeres, por fin, estén representadas es algo que, de no haber sido así, hubiera transgredido las más elementales leyes de igualdad, o de paridad, como suele decirse en términos sociopolíticos. La igualdad en nuestra Iglesia es una condición bastante novedosa y con evidente necesidad de que en esto se siga avanzando, progresando y profundizando hasta alcanzar el pleno sentido de la palabra. Digamos que hubiera sido un escándalo no dar voz y voto a la mujer, igual que lo hubiese sido dar voz y voto oficial a otras realidades, lamentablemente. 


No me cuesta mucho trabajo imaginar al papa Francisco tentado de leer, tal cual, los versículos de Mateo 23 como discurso inaugural del Sínodo. En definitiva, este nace como respuesta a muchas cosas, pero fundamentalmente porque Francisco intuye que la Iglesia no puede seguir caminando de la misma manera que hasta ahora, y necesita, con urgencia, escuchar y discernir la voluntad de Dios para todas y todos los bautizados. 


Francisco sabe que este no es un Sínodo que entusiasme a los escribas y fariseos. El papa conoce la realidad de la Iglesia y, particularmente, de la curia. Este es un Sínodo llamado a sacudir las estructuras de poder y las incoherencias de los maestros de la ley que confunden Evangelio con doctrina. Cuando Francisco dice que «no hay que hacer otra Iglesia, pero, en cierto sentido, hay que hacer una Iglesia otra, distinta», muchos pastores aferrados a la tradición se revuelven. No importa que el papa invoque al Espíritu Santo para que abra los corazones y «nos libre de convertirnos en una Iglesia de museo, hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro (sic)». Quienes gustan de llamarse maestros y que les hagan reverencias por las calles se preguntan si eso que dijo Francisco de que quería pastores que oliesen a oveja se refería a esto, a estos vientos de cambio que pudiera significar este Sínodo de la Sinodalidad.


Porque este Sínodo se dedica a nosotras y nosotros, Pueblo de Dios. Pero muy especialmente a quienes nos situamos en los márgenes, en las fronteras de la Iglesia. Está destinado a los que cargamos a hombros fardos pesados e insoportables de llevar. A las que no podemos acceder a los buenos asientos, ni presidir los banquetes. A quienes por siglos escuchamos promesas pero ninguna respuesta. El Sínodo debería ser la herramienta para curar heridas y rehabilitar a quienes se sienten excluidos. El Sínodo debería ser la casa del padre que abraza al hijo menor a su regreso. 


Al concluir el primer acto del Sínodo, me siento decepcionado. Nunca termino de escarmentar. No aprendo que esta Iglesia nuestra es una máquina enorme que tarda siglos en aceptar la novedad del Evangelio con respecto a los signos de los tiempos. Y el Sínodo es, de alguna manera, un reflejo a escala de los engranajes oxidados de la Iglesia. 


Como persona LGBTIQ+ esperaba, no obstante, algo más que unas alusiones anodinas a la cuestión a lo largo del punto 16 del informe concluyente “Una Iglesia Sinodal en misión”; incluso van mezcladas con otros temas éticos que diluyen su interés. No se dice absolutamente nada nuevo, ni se da a entender que la realidad y el futuro en la Iglesia de las mujeres y hombres LGBTIQ+ católicos pueda desarrollarse como sería deseable.

El jesuita James Martin dice sobre sobre este documento conclusivo: «Sospecho que la mayoría de los católicos LGBTIQ se sentirán decepcionados porque ni siquiera se les menciona en la síntesis final».


Pese a todo, quiero mantener la esperanza y creer que el Espíritu Santo soplará en este Sínodo que no ha terminado todavía. El papa dijo en su apertura: «La Iglesia ha hecho una pausa, como la hicieron los Apóstoles después del Viernes Santo, aquel Sábado Santo, encerrados, pero ellos por miedo; nosotros, no. Pero está en pausa. Es una pausa de toda la Iglesia, a la escucha. Este es el mensaje más importante».


Probablemente este es, pues, el mensaje con el que debamos quedarnos. Consideremos una Iglesia en pausa, una Iglesia en escucha. Esto nos aporta una razonable esperanza en que algo puede cambiar significativamente cuando nuestra Iglesia salga de esta parada técnica. Podría ser que todo lo que mientras tanto escucha sirva para algo. 



En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»