Sobre Mateo 25, 31-46
En estos días hace 33 años que Álvaro falleció de SIDA. Teníamos la misma edad. Nos conocimos con dieciocho años. Fue de manera casual, en el cumpleaños de una amiga común. Supongo que algo nos atrajo. El típico flechazo que jamás, ni él ni yo, habíamos sentido y reconocido como algo real con nadie y, sobre todo, como algo posible. Además, ahí está ese sexto sentido que dicen tenemos las personas LGBTIQ+ para reconocernos unas a otras con una simple mirada. Nos hicimos muy amigos, teníamos muchas cosas en común. Al poco tiempo fuimos capaces de contarnos que éramos homosexuales. Era algo muy evidente, pero la timidez de ambos, el temor al rechazo y centenares de miedos todos juntos habían retrasado esa confidencia. Nunca, ninguno de los dos, lo habíamos hablado con otra persona, a excepción de las infortunadas y lamentables ocasiones en que se lo dijimos a un sacerdote en confesión. Era la primera vez que expresarlo no tenía como consecuencia escuchar un reproche, un sermón salvífico o la amenaza de un infierno seguro, sino un abrazo fuerte y prolongado.
Álvaro estaba en el fondo de un armario muy parecido al mío, y entre los dos construimos otro que nos acogía juntos. A él y a mí. Los dos éramos creyentes, educados en colegios religiosos, con ambientes muy similares. Tanto él como yo teníamos mucho miedo y nos esforzábamos a conciencia para que nadie supiese nada sobre nuestra orientación sexual. Mucho menos que alguien pudiese sospechar que tras la fachada de una buena amistad hubiese una relación más profunda. Él temía especialmente, porque sus padres pertenecían a un grupo cristiano muy conservador. Por eso Álvaro guardaba también —mucho más que yo en cierta medida— serios conflictos con Dios o, mejor dicho, con la idea de Dios que desde niños nos habían hecho creer.
Éramos dos chavales muy normales, perfectamente relacionados con amistades, algunas de las cuales hicimos comunes, con quienes nos divertíamos como cualquiera con las típicas cosas que se hacían en aquellos primeros ochenta. Nuestra identidad sexual estaba totalmente oculta y nos manteníamos perfectamente mimetizados —como solía decir Álvaro—, sin que nadie sospechase nada sobre nosotros.
Pero en realidad lo que más nos unía, por encima de aficiones o actividades, era todo lo que compartíamos de nuestro interior, de nuestros corazones, de nuestras almas, lo que sentíamos y jamás pudimos expresar antes con nadie. También en lo referente a nuestra fe y espiritualidad con relación a nuestra identidad sexual. Nos gustaba orar juntos, y comentar pasajes de los Evangelios buscando el consuelo de una Palabra de Jesús amable con nuestra situación, benévola con como éramos, sintiéndonos así —en nuestra íntima soledad de jóvenes sedientos de aprobación— hijos queridos por el Padre. Teníamos auténtica necesidad de compartir nuestra sed de Dios, y soñábamos por encontrar fuentes donde beber confiadamente.
Por lo mismo, nos entristecíamos cuando éramos testigos de hechos o declaraciones que golpeaban nuestra identidad. Sucesos homófobos por una parte, sobre algunos de los cuales no nos atrevimos a reaccionar o tomar partido por no descubrirnos, lo cual nos cargaba de una infinita sensación de culpabilidad y cobardía. Y, por otro lado, discursos desagradables, habitualmente lanzados como piedras desde el púlpito, siempre en boca de gente de Iglesia, que nos hacían dudar sobre la conveniencia de seguir o no formando parte de una comunidad creyente que, en nombre de Dios, despreciaba a mujeres y hombres como nosotros.
Álvaro y yo fuimos pareja. Todo en secreto. No es fácil reflejar cómo nos sentimos viviendo nuestra relación en extraña y forzada clandestinidad, mientras amigas y amigos nuestros, de la misma pandilla, expresaban con absoluta normalidad sus noviazgos cuando estábamos juntos, cogiéndose de la mano, besándose ante todos o dedicándose gestos y caricias, mientras nosotros nos conformábamos con miradas cómplices o con entrelazar nuestras manos en la oscuridad de un cine sin que ninguno de ellos lo notase.
Un día, la madre de Álvaro le encontró una de mis cartas en la que quedaba clara la orientación de su hijo y su relación conmigo. Al regresar a casa, sus padres estaban esperándole para pedirle una explicación. Álvaro les dijo la verdad y sus padres lo echaron de casa ese mismo día.
En esos años no existían los móviles. Álvaro estuvo buscándome como loco en mi casa, en las aulas, en los diferentes sitios donde solíamos movernos hasta que, desesperado, logró encontrarme. Se abrazó a mí llorando desconsolado mientras me contaba todo lo que había pasado.
Su tío Roberto acogió a Álvaro, y desde ese momento su mujer y él se convirtieron en sus padres, porque la mediación de Róber con su hermana, la madre de Álvaro, no obtuvo resultado y no pudo regresar. Paradójicamente, los muy católicos padres de Álvaro, miembros de una comunidad cristiana famosa por sus rezos, cantos y alabanzas, se comportaban de una manera muy poco misericordiosa, mientras el tío Róber, ateo declarado, optaba por acoger a su sobrino y se preparaba para que nada de la historia que Álvaro portaba fuese impedimento para dejar por eso de quererlo y respetarlo.
Poco después Álvaro se fue a Estados Unidos a completar estudios para poder mejorar su trabajo en España. No había móviles, ni mensajes, ni siquiera correo electrónico. Manteníamos el contacto con dificultades a través de cabinas telefónicas o por carta.
Un día extrañamente me llamó a casa de mis padres, donde yo todavía vivía, hecho un mar de lágrimas. Le habían detectado el VIH. Estaba hospitalizado y muy solo. Sus padres no querían saber nada.
Roberto se encargó de todo. En cuanto superó esa crisis y le dieron el alta regresó a Sevilla con él. Cuando volví a verlo se me vino el mundo encima. No era su enfermedad lo que me producía tanta tristeza, ni su aspecto desmejorado, ni su insistencia en pedirme perdón por algo que yo no entendía que tuviese que perdonar. Lo que me asolaba era la ausencia de su madre, la que lo tuvo en su vientre, la que lo trajo al mundo, la que lo amamantó, lo cubrió con su manto, lo abrazó y besó. Y el vacío de su padre, quien le dio su sangre. ¿Dónde estaban?
Ser positivo de VIH en los años ochenta era estar sentenciado a muerte. Y esa realidad que aparecía en las noticias cada día, de repente había irrumpido en mi vida de forma trágica. Nunca eché en cara a Álvaro nada, ni supe cómo pudo contagiarse más allá de lo que quiso contarme. En cualquier caso pude sufrir en propia carne desde ese año el estigma de acudir a un centro médico a hacerme la prueba, entrando por una puerta trasera, dando un nombre falso, aterrorizado por si yo también estuviese infectado y a la vez muerto de miedo por si alguien se enterase.
En esos días algunos obispos hablaban del castigo de Dios contra los homosexuales. El SIDA era la respuesta del Creador contra los gays por nuestro pecado mortal.
Fueron dos años difíciles, guardando las formas en casa con mi familia, con mis amigos, en el trabajo, en el Centro Pastoral. Viviendo la doble vida de siempre, en el armario de siempre pero con el terrible peso de saber que Álvaro se estaba yendo y, sobre todo, sin ser capaz de compartir con nadie lo que sentía, lo que temía, cuánto me dolía todo, especialmente el aparente silencio de Dios.
Cuando Álvaro murió sus padres no estaban allí. Echaron a su hijo maricón de sus vidas obcecados por sus fanáticas creencias religiosas acerca de un Dios cruel que odia a los homosexuales, así que no es extraño que su muerte les importase bien poco. Junto a su cama sólo estuvimos Roberto y yo.
Álvaro me apretó muy suavemente la mano, y se quedó dormido.
En el entierro tampoco aparecieron. Ya no importaba. Nadie los echó de menos.
Cada vez que traigo a la oración esta parte de mi vida me produce mucho dolor, porque fue un momento muy triste y desgarrador y es humano llorar cuando me acuerdo de Álvaro. Fue una persona muy importante para mí, a la que amé mucho, con la que aprendí a querer y junto a quien intuí que Dios nos ama infinitamente, sin trabas ni frenos.
Su muerte —y su vida— tiene mucho que ver con el texto del evangelio de Mateo en el que Jesús describe el juicio de las naciones. Álvaro forma parte de los benditos del Padre, estoy seguro de ello. Y con él todas las personas que son menospreciadas, expulsadas, excluidas. Cuando llegue el momento, Cristo resucitado preguntará quién le dio de comer, quién le dio de beber, quién le acogió cuando no tenía donde ir, quién le dio ropas para vestirse, quién fue a visitarle cuando estuvo enfermo, quién fue a verlo a la cárcel. Quién lo cobijó.
Alguno contestará: “Señor, estaba en el templo adorándote, siguiendo tus ritos y doctrina. Dime, ¿cuándo te vi hambriento, o sediento, o desnudo, o enfermo, o sin casa, o en la cárcel?”.
Álvaro pudo perdonar a sus padres, aunque no le dieran la oportunidad de decírselo a ellos en persona. El día antes de morir me hizo prometer que yo también los perdonaría. Le dije que sí, pero en realidad no pude hacerlo hasta mucho después. No he sido capaz de superar el rencor y el resentimiento hasta hace relativamente poco tiempo, y en ese perdón estaban los padres de Álvaro junto a tantas personas y tantas situaciones que me hicieron daño a lo largo de mi vida a causa de ser homosexual. Una de las claves para poder perdonar ha sido, con certeza, reconocer que sólo el Señor puede juzgar a toda la humanidad sin excepción, con la misericordia de quien no tiene prejuicios sobre buenos o malos. Otra clave, definitiva, fue darme cuenta de que si Álvaro fue capaz de perdonar, de dejar a un lado el resentimiento que pudiera estar experimentando, ¿cómo negarme? ¿Cómo sé si yo soy verdaderamente justo? ¿Cómo arrogarme la vida eterna?
En memoria de Álvaro, 13 de septiembre de 1961 +25 de noviembre de 1990.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas, de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme." Entonces los justos le contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?" Y el rey les dirá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis." Y entonces dirá a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. Entonces también éstos contestarán: "Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o desnudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistirnos?" Y él replicará: "Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo." Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»