Vistas de página en total

octubre 29, 2023

CII AMAR SIN LÍMITES


Sobre
Mateo 22, 34-40



Amar como a uno mismo.

Seguramente lo que más me entristece de todos los años que estuve dentro del armario es que no supe amarme a mí mismo. Solamente al aceptarme, cuando aprendí a ver lo bueno que Dios había hecho en mí, comencé a quererme. No era fácil apreciarme cuando toda la información que recibía desde siempre indicaba que ser homosexual no está bien aceptado por la sociedad, no es normal y no es tolerable. Era muy complicado valorarme cuando me enseñaban que ser como soy me convierte en una persona sucia y pervertida. No era sencillo quererme cuando dese niño me decían que Dios no ama a las personas como yo.


Es verdad: nunca fui capaz de amarme tal como soy. Por el contrario, pasé años deseando ser diferente a como era. Ya he compartido muchas veces cómo pedía a Dios que me hiciera “normal”. Quería ser como los otros chicos, dejar de sentir lo que sentía, porque me notaba obsceno de la manera en que todo a mi alrededor me había hecho creer sobre las personas como yo. Eso agota la autoestima. Tan mal me sentí que deseé morir. La vida no se aprecia si no te valoras. 


Muchas personas LGBT+ pasan por todo eso. La sociedad sigue sin poner las cosas fáciles a los diferentes. Todavía hoy pueden contarse por millones los armarios en los que se esconden tantos hombres y mujeres incapaces de enfrentarse a los riesgos de visibilizarse tal como son. Y aún peor si nos referimos a las personas LGBT+ creyentes, acobardadas por lo mismo que todas pero también por ser tratadas de indignas a los ojos de Dios. 


Dice Jesús que amemos al prójimo como a nosotros mismos. Resulta imposible amar a nadie si antes no te amas. Es de las primeras cosas que descubrí cuando comencé a desear vivamente salir del armario y sospeché que Dios tenía que tomar parte en mis decisiones. Porque intuí con claridad que tampoco iba a ser capaz de amarme a mí mismo, de aceptarme tal como soy, si no admitía que Dios estaba prendado de mí. Resulta muy liberador sentirse amado por Dios después de toda una vida creyéndote una piltrafa. 


Amar a quien tienes enfrente

Amar a los demás es el siguiente paso. Amar sin reparos, sin excepciones, sin exclusiones. Amar como a uno mismo. Ahí comienzan las dificultades. Cuando salí del armario lo hice con la certeza de que Dios me ama sin despreciar nada de lo que soy. Esa convicción había hecho posible que me reconciliase conmigo mismo y me quisiera, descubriéndome obra de Dios y, por tanto, amado por el Padre. Pero me costaba mucho olvidar todo el dolor que otras personas me habían causado antes. En especial en cuanto a la forma en que diferentes hombres y mujeres creyentes habían participado para hacerne sentir alguien despreciable y pecador, un hombre sucio y condenado al infierno, en el más amplio sentido de esa palabra.

El rencor, el resentimiento, la tirria hacia ciertos estamentos y personas concretas estaban haciéndome imposible amar. 


Resulta muy incoherente hablar de amor en cristiano si no amas a quienes te persiguen. Yo no estaba acostumbrado a amar a los que me insultan. ¡Si hacía nada que había aprendido a quererme! ¿Cómo iba a apreciar a los que no dejaban de proferir ofensas contra el colectivo LGBT+? 

Pero presentía que era necesario seguir avanzando en esto de amar. Para muchas personas LGBT+ cristianas —entre las que me encuentro— es muy duro enamorarse de quien te humilla y desprecia. Aún así lo subversivo no es responder con mal a quien te hace mal, sino abrazarlo y hacer que sienta cómo el amor desarma cualquier argumento de desconsideración y menosprecio.


Jesús propone un amor incondicional. No es factible amar sin una constante actitud de perdón que  despoje de razones a quienes mantienen talantes de intransigencia, odio, intolerancia y fanatismo contra las personas LGBT+ incluso en nombre de Dios. Amar al prójimo que nos aborrece es el mayor testimonio que podamos aportar como creyentes en Cristo.



Amar a Dios

Después de aprender a amarme a mí mismo aceptándome como soy, e ir siendo consciente de la urgencia de amar al prójimo tal como es, surge el amor a Dios mismo.

Normalmente se educa en el amor a Dios por encima de todo, es decir, lo primero. Pero mi experiencia dentro del armario me mostró por una parte a un Dios que juzgaba negativamente mi forma de ser, sentir y amar como homosexual y, por eso, un Dios difícil de querer. Por otra, era un Padre utilitario que me servía para pedirle multitud de cosas que casi nunca me concedía y, por lo mismo, muy complicado de amar. 

Y no es que Dios no fuese importante para mí. Simplemente no estaba atento a sus señales, porque mi vida era demasiado jodida (con perdón) como para imaginar que quienes me decían que Dios no me amaba mentían como bellacos.


Amar a Dios surgió cuando empecé a darle sitio al Padre en mi historia, como consecuencia de la necesidad de visibilizarme y la intuición cierta de que el Señor tenía que dar sentido a todo ese proceso. Amar a Dios fue haciéndose realidad en el momento en que fui apartando de mí el resentimiento que me cegaba y empecé a responder con un abrazo a quienes me golpean. No es posible amar a Dios sin amar al prójimo como a uno mismo. 


El evangelista Juan cuenta cómo Jesús nos dejó un mandamiento nuevo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Evidentemente hay que conocer el amor de Dios para saber amar a los otros. Pero la dinámica es muy parecida a la experiencia que he compartido antes: para amar a Dios sinceramente hay que empezar amando al prójimo, incluyendo a todas las personas a quienes un primer impulso de rencor nos empuja más a despreciar que a querer. Sin esa actitud podremos ser muy eficaces en la denuncia social, aunque tremendamente incoherentes como testigos de Jesús. La denuncia de la mentira y la injusticia es necesaria, pero si no la revestimos de misericordia no nos diferenciaremos en nada de quienes pretenden despreciarnos.



En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo: «"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»

octubre 22, 2023

CI LA MONEDA DEL CÉSAR


Sobre
Mateo 22, 15-21

Lo que es del César
¿Dependemos tanto del dinero? Pienso que sería estupendo ser tan atrevido y valiente como para dejarlo todo y vivir de lo que Dios quiera. Borrarme del sistema. ¿Sería capaz? ¿Me lo permitirían?
Algo parecido —desaparecer— solía imaginar siendo un chaval dentro del armario. Durante ese largo tiempo en que desesperaba de soledad interior, totalmente despistado y, aturdido, soñaba con evadirme del mundo, quitarme de en medio. En aquellos años la evasión era un amargo deseo para poder aligerar el peso que soportaba y ver si así todo pudiera ir mejor. Era también un tributo al César que me dominaba, no más que el miedo a ser excluido, marginado, separado de las personas a las que quería tanto y temía perder.
Hoy ya no temo a ese emperador que dominó mi libertad esclavizándome hasta sentirme el último de cuanto podía imaginar. Ya no pago con monedas a ese César, pero tengo otros que me exigen darle la pasta.
Y esto me lleva a iniciar la reflexión que ahora os invito a hacer conmigo: ¿Cuántos Césares tenemos, a quienes pagamos tributo?
El dinero (que viene de la palabra denario) es prácticamente imprescindible hoy en día. Dicen que lo sabio —y aquí algunos señalan al modelo económico creyente— es utilizar el dinero con sabiduría y generosidad; que la falta —el pecado, hablando en plata— no es tener mucho dinero sino ser avaricioso, codicioso y no compartir desinteresadamente con el prójimo.
Otras fuentes apuntan que eso es una justificación bastante tosca para tranquilizar las conciencias y autoconvencernos de que, aportando unas monedas a Cáritas, a Médicos del Mundo o a cualquier buen fin, somos mejores personas. Siempre y cuando eso no ponga en peligro nuestro presupuesto de vacaciones. Cada cual tiene su propia forma de gestionar su conciencia en estos menesteres. Dios me libre de convertirme en el puritano de turno, que ve la paja en el ojo ajeno y no se da cuenta de la viga que hay en el suyo. Os aseguro que podría levantar un edificio con tantas traviesas y postes como tengo en estos ojos azules.
El tema del uso del dinero me agobia, pero no solo por su dimensión moral sino porque, ante este asunto, me reconozco un cobarde. Me encantaría ser suficientemente valiente, vivir de otra manera como ciudadano de un mundo en el que hay mucha gente que no tiene qué comer ni dónde dormir, mientras yo me enfado porque no conseguí mesa para cenar esta noche en mi restaurante favorito.
A este César pago con su moneda; se llama insolidaridad, primer mundo, no lo sé. Solucionar este conflicto implica tantos cambios personales y tan radicales que me abrumo, me angustio sintiéndome incapaz de comprometerme a hacer nada más allá de lo que ya hago, que es a todas luces insuficiente, lo disfrace como lo disfrace, lo justifique como lo justifique, sosiegue mi conciencia como la sosiegue.
Lo que es de Dios
Las personas LGBTIQ+, fuera o dentro del armario, continuamente cavilamos acerca de cómo “pagar” a Dios lo necesario para poder acceder a la felicidad. La felicidad para una persona LGBTIQ+ es muchas veces algo tan sencillo como poder ser uno mismo, una misma, sin temer nada. O también, algo tan admirable como sentirse hija o hijo de Dios sin ningún género de duda.
En el armario estaba tan concentrado en ese deseo de la felicidad que no se me ocurrió nunca advertir la iniciativa y la voluntad del Padre hacia mí. Es curioso que dentro del armario apenas fui consciente de lo que el Señor hacía, insisto que demasiado abstraído por mis preocupaciones.
Sólo cuando salí me di cuenta de todo lo que Dios me había estado regalando: su paciencia conmigo, algo tan grandioso como el regalo de la vida, o la agradable certeza de que nunca se había apartado de mi lado.
Dentro del armario —a veces también una vez fuera— acostumbraba a arrojar contra Dios la moneda de mis Césares particulares, en un desatinado gesto en el que alternaba tristes reproches con ruegos desesperados para, como dije antes, acceder a la felicidad.
Dios es misericordioso. Su moneda de cambio fue esperar pacientemente a que consiguiese escuchar su voz en el ruido de mis miedos, donde su silencio gritaba palabras de afecto en un lenguaje que no comprendía.
Orar todo esto ahora trayéndolo al presente me hace ver que esa frase imperativa del Maestro —dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César— la proclama Jesús para recordar que le pertenezco a Él y no a mis fantasmas, a mis temores, ni a cada uno de los Césares que intentan dominarme, por culpa de los cuales a veces aflora mi yo, mi ira o mis sentimientos de rencor. Me invoca también a actuar con la misma paciencia que Él tuvo conmigo, con la misma misericordia que empleó conmigo, con la misma humanidad que me dedicó el Dios hecho hombre conmigo, contigo, con todas y todos los que intentamos hacer posible, con mayor o menor acierto, un mundo mejor, una Iglesia más coherente, un espacio en el que ser uno mismo sea reconocimiento de que Dios nos ama tal como somos.


En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

octubre 15, 2023

C ¡VENID A LA FIESTA!


Sobre
Mateo 22, 1-14

No es momento de decir no, ni tiempo de poner estúpidas excusas con las que evadir la invitación y dejar sin respuesta la llamada que el Padre nos hace a ser sal que dé sabor y luz que ilumine nuestro mundo y, por tanto, nuestra Iglesia.
Estamos acostumbrados a situarnos en los cruces de caminos, en los bordes de las fincas a cuyos dueños convidan en primer lugar, en las fronteras de la Iglesia, en la periferia. Ahora hemos de estar vigilantes porque el Señor ha decidido llamarnos a la fiesta y nos traen el mensaje a nuestras manos. No despreciemos el obsequio. ¡Vayamos al banquete!
Ha llegado el instante en que no podemos renunciar a dar testimonio del amor que el Padre nos tiene. Esa es la fiesta a la que Él nos invita enviando mensajeros por los caminos. Nos convoca pronunciando nuestros nombres. Las personas LGBTIQ+ guardamos una experiencia extraordinaria de Dios. Hemos vencido muchos obstáculos y dificultades hasta quedar persuadidos de que nada ni nadie nos va a separar del amor de Dios. Hemos conservado nuestra fe por encima de multitud de situaciones de desesperanza, soledad y desánimo. Guardamos nuestro sentimiento de pertenencia a la Iglesia sobreponiéndonos a las dificultades, los impedimentos, las imposiciones y las incomprensiones. Aún con todo esto, amamos a nuestra Iglesia pese a que a veces nos duela su desafecto.
¡Vayamos a la fiesta! El Señor nos pide que asistamos. Nos invita a su casa a celebrar un banquete. Dice que acudamos con nuestras mejores galas. Portemos, pues, todo lo que somos. Vistámonos de alegría y esperanza. Llevemos el alma con colores vivos, nada que denote tristeza sino más bien mostremos nuestro júbilo en todas las cosas. Sonriamos. Abracemos.
Alcemos nuestras voces con cantos que hablen de justicia, de misericordia, de hermanas y hermanos aún escondidos y heridos que están esperando reencontrarse con Jesucristo, palpar su amor y sentir su calor. Pronunciemos las frases que siempre quisimos decir en los templos. Denunciemos lo que no es justo. Señalemos donde no hay Evangelio. Encendamos todas las luces para que no haya ni un rincón oscuro. Recuperemos el padrenuestro. Traigamos a María a esta fiesta con nosotros. Hagamos de la Iglesia una casa de verdad de todas y de todos.
Derribemos los puentes levadizos y construyamos otros firmes como roca que permitan el paso de lado a lado. Para llegar al banquete del Rey necesitamos un buen sendero sin obstáculos. Dejemos el rencor a un lado. Olvidemos el resentimiento. Recordemos que el Señor nos quiere con nuestras mejores ropas. Vistamos de perdón para siempre. Seamos tenaces en nuestra denuncia pero no dejemos de obrar con la misma misericordia que reclamamos para nosotros y para nosotras mismas.
Entonces brindaremos en la fiesta del Señor y diremos a Dios: “Por amor a tu pueblo no callaré, por amor a tu pueblo no descansaré hasta que rompa la aurora de tu justicia y tu salvación llamee como una antorcha”. *
¡Vayamos a la fiesta!
*Tomado de la canción “por amor a tu pueblo”, de Ain Karem, en su disco Fuego y Abrazo, 2019.
Basado en Isaías 61


En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: "Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda." Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: "La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda." Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: "Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?" El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: "Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes." Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»

octubre 08, 2023

XCIX UNA VUELTA DE TUERCA

Sobre Mateo 21, 33-43

Esta es la segunda de una serie de tres parábolas que Jesús dirige expresamente a las autoridades religiosas: a los sumos sacerdotes y los ancianos de Israel. Otra vez es tentador centrar la reflexión en una crítica amarga y punzante dirigida a la jerarquía religiosa actual y con ella a esa parte de la Iglesia-Pueblo de Dios que añora sin reservas ni disimulos los tiempos previos al Concilio (o al papa Francisco). No me faltan motivos —ya lo he compartido más de una vez— sintiéndome como me siento todavía, a estas alturas, en las fronteras de la Iglesia, como cristiano homosexual. Pero hacer eso es demasiado fácil y previsible. Me atrevería a dar una arriesgada vuelta de tuerca:
Lo más difícil y sorprendente es admitir que estamos demasiado acomodados en este discurso victimista, muy especialmente el que se emplea contra la Iglesia a la que siempre solemos referirnos en conjunto, con rotundidad bien estudiada, sin reconocer con lucidez que dentro de ella hay de todo, también quienes aceptan, acompañan y se sienten parte del Colectivo LGBTIQ+.
¿Eso contradice lo que he dibujado en el párrafo anterior? Seguramente no, pero deberíamos aceptar que generalizar no es una actitud positiva, mucho menos si lo hacemos las mujeres y los hombres cristianos LGBTIQ+ que vivimos dentro de la Iglesia porque hemos optado mantener el vínculo que nos garantizó el bautismo, y nos sentimos parte de ella aunque algunas veces nos encontremos mal, en desacuerdo, sentados en última fila. Si digo que la Iglesia es homofóba yo mismo me estoy encuadrando ahí. Si digo que es intransigente o excluyente, estoy afirmando que yo también rechazo o condeno. Esta Iglesia a la que tanto amo y tanto me duele es su Iglesia, tu Iglesia, mi Iglesia y desde luego —no nos olvidemos nunca— la Iglesia de Cristo.
Desde esta premisa, mi meditación personal sobre la parábola de los labradores malvados no deja de cuestionarme acerca de dónde me sitúo en esa historia, y me da un poco de miedo descubrirme como uno de los malos.
Sucede que estoy muy confortable en el papel de bueno —no necesariamente de víctima— explotando mi estatus de homosexual damnificado que trabaja por el derecho de las personas cristianas LGBTIQ+ a sentirse verdaderamente aceptadas e integradas en la Iglesia. No soy ningún héroe, pero es fácil engañarme y actuar “bajo especie de bien” —como dice San Ignacio— es decir, pensando que es provechoso y loable lo que hago y cómo lo hago, cuando en realidad puede que esté alimentando mi ego y dejándome llevar por otras motivaciones y no por la principal, que debe ser dar testimonio sincero de lo que Dios ha hecho en mi vida y desde ahí todo lo demás. Invito a hacer esta reflexión a quien quiera —también a los Grupos LGBTIQ+ creyentes si es el caso— desde el más profundo respeto y con toda libertad.
Voy a dar algunas pistas en primera persona, que son intuiciones que me propongo orar y que me gustaría compartir:
Cuando obtengo frutos, comprobando que la tierra ha sido fértil y generosa pese a los temporales o las sequías, y soy incapaz de admitir que la viña no es mía y que debo entregar una parte a su dueño, me comporto igual que los labradores malvados y no como un testigo de Jesús.
Cuando hago piña con los míos porque me creo que el campo ya es de mi propiedad después de tanto tiempo trabajándolo y ataco a quien se acerca poniéndome siempre a la defensiva, me estoy comportando lo mismo que los labradores malvados y no como un testigo de Jesús.
Cuando olvido que esta tierra que piso y que labro es la de mi propia Iglesia, me estoy comportando como si fuera uno de los labradores malvados y no soy un testigo de Jesús.
Es muy desconcertante verse en ese lado de la parábola. Dejar aparte cualquier atisbo de rencor es muy liberador, pero abre las puertas a reflexiones que pueden descolocarnos, porque la ausencia de resentimiento, es decir, trabajar desde el perdón —algunos dirían tender puentes, tomando prestada la expresión de James Martin sj— tiene como consecuencia situarse en planos iguales, quedar totalmente desnudo frente al otro y colocarte además delante de un espejo que refleja lo que eres de verdad, sin disculpas.
A veces viene muy bien detenerse y, en la medida de lo posible, mirar en perspectiva por dónde andamos y cómo lo hacemos. Esta parábola me ha servido de excusa para trabajarlo, pero solo es bueno y provechoso si lo hago poniendo a Jesús en medio. Así se evitan sufrimientos, decepciones y tristezas en las que a veces nos atrapa la tentación de abandonar. Me sirve mucho hacerme las preguntas que San Ignacio propone en los Ejercicios: ¿Qué he hecho yo por Cristo? —reconocer el mal o el bien que he hecho en los que me rodean— ¿qué hago yo por Cristo? —aceptar el daño o el beneficio que hago, sin engañarme— ¿qué debo hacer por Cristo? —qué posibilidades hay para mejorar. Siempre hay cosas que mejorar.
Espero no haber incomodado o aturdido a nadie con esta “vuelta de tuerca” que proponía al comienzo del comentario a la parábola. Sé que me salgo un poco del guión pero, honestamente, intuyo que el camino que hemos de trazar las personas cristianas LGBTIQ+ pasa por reconocer que esta no es nuestra viña, sino que pisamos la tierra fértil de la Iglesia de Jesús. A esa Iglesia de Cristo pertenecemos y en ella estamos llamadas a dar calor y color, el calor que nos regala nuestra experiencia singular de Dios y el color que ofrece nuestra diversidad, el color del arcoíris.


En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo." Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero, venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.»
Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?" Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»