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abril 19, 2025

CLXV. RESUCITAR


Sobre
 Juan 20, 1-9


Para resucitar, primero hay que morir. Tengo experiencia en muertes porque, como homosexual creyente, al igual que muchas personas LGBTIQ+ creyentes, he habitado más de un sepulcro antes de abandonar el último.
Lejos de entristecerme el largo desierto y aquella vida de dobles vidas, me alegra ese tiempo pasado porque ahora en perspectiva sé que atravesarlo me permitió percibir la necesidad de Dios, y no precisamente la de un Dios de muertos sino de vivos.

Ciertamente, muchas veces pude resucitar en parte, sólo por un tiempo, en un intento vano de morir a una vida que no me era agradable, construyendo otra mentira sobre la anterior. Y así muchas veces, tantas como fue necesario. Las personas LGBTIQ+ desarrollamos una gran capacidad de reinventarnos para mantener viva nuestra coartada y estar a salvo de burlas, risas, comentarios, sospechas, golpes, insultos, rechazos, desengaños. Todas esas cosas eran relativamente fáciles de evitar si conseguía disimular miradas o inventarme besos a novias invisibles. Pero todo era diferente cuando entraba Dios en cruzada, invitado por alguno de esos que inyectaban en mis venas el amargo sabor de que no era natural lo que yo sentía, que era pecado como yo sentía, que no era propio de buen hijo del Padre amar como yo amaba ni soñar como yo soñaba ser feliz. Ante Dios no podía establecer ninguna historia paralela con la que ocultar esa parte de mí que no era agradable a sus ojos, así que volvía a morir para resucitar por un tiempo una vez tras otra. Casi me convencen de que el Padre no me quería.
Las personas LGBTIQ+ hemos muerto tantas veces a tantas cosas, que nos merecemos resucitar.

Me cansé de revivir en falso. Un verano, desesperado y casi convencido de que Dios no me amaba, me puse a tiro en Loja, un pueblo de Granada, en medio de un ruidoso silencio y atormentado porque la fe se me iba de las manos. Me atreví a recriminar a Dios por cuánto me hacía sufrir ser como me había creado, y pasé seis días desafiándolo a que me diera razones para seguir con Él y no abandonarlo definitivamente. Una de las últimas noches en una celebración a la que asistí mecánicamente, comenzaron a entonar el Canto de Oseas,

»conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor. Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí hablaré a su corazón y ella me responderá como en los días de su juventud. 

Algo se movió en mí, como si esta última muerte que se iba fraguando se paralizase, y Dios estuviese dándome suaves tortas para espabilarme. Al rato comenzaron a cantar el canon “Nada nos separará del amor de Dios”, y rompí a llorar con la certeza de que el Padre me había recuperado para siempre. De pronto todo había cobrado sentido en esas dos chispas que seguro a nadie más allí significaban poco menos que un par de cantos en una celebración. En ese instante se movió la piedra, entró la luz y pude resucitar para siempre.

Resucitar a la certidumbre de que somos personas únicas e irremplazables. Resucitar a esperar del otro una acogida sincera. Resucitar a la felicidad de ser nosotras y nosotros mismos sin miedo a mostrarnos tal como somos. Resucitar para luchar por una sociedad abierta, sincera, valiente. Resucitar a una Iglesia de fe y no de tradición. Resucitar a confiar en Dios ciegamente. Nacer de nuevo para anunciar a nuestras hermanas y hermanos LGBTIQ+ que Dios nos ama con todo lo que somos, sin despreciar ni uno solo de nuestros cabellos, acariciando cada una de nuestras heridas. Jesús resucita en nosotras, vive en nosotros.

© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

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