Sobre Juan 2, 1-11
Desde muy pequeño este pasaje de la boda de Caná me pareció singular. Seguramente porque relata la fiesta de unos recién casados, un banquete alegre y festivo. Puede que porque nos ofrece un cortometraje de lo cotidiano, de cómo eran las relaciones sociales en la comunidad hebrea de aquella época. Pero también porque —más allá del milagro de Jesús— hay una aparente ausencia de simbología religiosa.
Por supuesto, es un relato que recuerdo desde que era un crío. Es fácil para un niño figurarse la situación. Siempre tuve desbordante imaginación —seguro que por ello la contemplación sea mi modo de orar preferido—, así que no me costaba trabajo meterme en esta historia como si fuera uno más de los niños que correteaban por la escena o, tiempo más tarde, uno de los invitados a la boda observándolo todo.
Podía ver a los novios, seguramente muy jóvenes, disfrutando de la fiesta. Había mucha más gente, según permite suponer el texto de Juan, quien dice que también estaban invitados Jesús y los discípulos. La madre de Jesús estaba allí. ¿Quiénes serían los recién casados? Música, comida, cantos… Por encima de todo ese ambiente de fiesta, me quedaba cavilando cuando Jesús, de forma prudente, utilizaba el agua para la purificación de los judíos conservada en unas tinajas, y la convertía en vino de excelente cosecha.
Para cualquier niño este pasaje es uno de los más recordados de todos los Evangelios. Las bodas son siempre divertidas. Al menos a mí me sucedió así, y seguramente por esa razón, por ser un texto tan “manoseado” casi se nos olvida que en él se nos cuenta cómo sucedió que Jesús hizo su primer milagro —signo que pasó desapercibido para todo el mundo excepto para María y los sirvientes.
Seguramente por eso, porque no avancé más allá de contemplar ese milagro como una concesión a María y un favor a los novios, he tardado mucho en comprender lo que dice en realidad, y así trasladarlo a mi propia experiencia.
En mi vida he celebrado muchas bodas. Una vez mi pareja de ceremonia fue el miedo a ser yo mismo, otra vez el temor a mostrarme ante los demás como realmente era. También lo fue el recelo ante una Iglesia que no me ofrecía garantías para aceptarme sin condiciones. Otra vez mi pareja era el rencor y el resentimiento. Otra, la inmolación, sintiéndome víctima ante los verdugos. También lo fue el orgullo, la lucha militante, la rebeldía, el silencio, el armario, la desesperanza, la desilusión…, y así incontables novias para un novio que celebraba muchas bodas en las que siempre se acababa el vino.
Mis bodas son mi vida. Durante mucho tiempo no la he vivido en plenitud. Del vino no importaba ni su cantidad ni su calidad, era lo de menos, porque la boda no merecía un brindis si hubiese habido con quien hacerlo. En cambio, he tenido bien guardadas muchas tinajas de agua para la purificación. Es decir, en el fondo estuve más preocupado por lo religioso, por lo doctrinal que en vivir la vida como regalo de Dios, gozando de la fiesta que celebra la certeza de sentirme hijo querido del Padre tal como soy.
Dentro del armario no importa calcular el vino. Da igual si falta, porque la boda es eventual y breve, no hay invitados, ni música alegre. Por el contrario, hay que prever suficiente agua para la fiesta de las purificaciones, porque en el armario aún hay que cumplir con la religión y la doctrina, aunque solo sea para simular lo que no se es y evitar comentarios. Pero sobre todo porque tanta vida oculta se hace costra y llegas a sentirte tan impuro como te han hecho creer.
Pero el sueño de Dios para las personas LGBTIQ+ se parece más a un banquete de bodas, donde el vino y no el agua es importante. Para mí tiene un simbolismo trascendente el que Jesús utilizara el agua de las purificaciones —no el agua del pozo más cercano—, un signo religioso ligado a lo doctrinal y a la suposición de que se está sucio y es necesario limpiarse para pertenecer a la comunidad. Y la emplea para convertirla en vino, el alma de la fiesta, sin el que no era concebible seguir celebrando la boda.
Jesús puso a la vida, a todo lo humano, a lo que somos tal como somos, por encima de la religión. Y su milagro se actualiza cuando dejamos al Maestro convertir el agua rígida, inflexible y puritana que a veces nos recorre las venas, en ardiente vino que calienta nuestros corazones y al mismo tiempo es sangre que nos hace sentir mujeres y hombres alegres en el Señor.
Pero esta experiencia personal en la que participamos de la transformación liberadora del agua en vino, solo puede darse cuando Jesús ha trabajado y moldeado nuestro espíritu. Es imposible que suceda antes.Yo sé que no sería capaz de percibir cómo el agua se ha hecho vino en mi vida —con su riquísimo significado— si Dios no hubiese hecho otros signos en mí a lo largo de estos años. Por lo mismo, trasciende de lo religioso y, desde luego, no queda solo en la memoria de los sirvientes.
Finalmente, seguro que mi fe no sería tan firme sin la constante presencia de María. Ella es la que está atenta a mis tiempos como estuvo en la boda pendiente del vino. Ella es la que anima a Jesús para que haga posible todo lo que le pide, también para mí. En su humildad es ella la que me hace fuerte.
© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.
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