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diciembre 28, 2024

CLXIV LAS SAGRADAS FAMILIAS


Sobre
 Lucas 2, 41-52



Me cuesta mucho hacer oración y reflexionar sobre este pasaje de Lucas sin recordar con tristeza las manifestaciones de hace años, en este día, convocadas para defender el matrimonio cristiano, aunque en realidad no eran más que un grito descarado contra otros modelos de familia que se estaban consolidando en nuestro país.


Llegué a sentirme muy lejos de esa Iglesia intransigente y fanática que mostraban, que ostentaban y sobre la que nos intentaron hacer creer que era la verdadera, la auténtica, la legítima. Parecían gritar “o conmigo o contra mí” portando esas pancartas.

Fueron años muy oscuros en los que era difícil contestar con argumentos aceptables a quienes me preguntaban la razón por la que seguía siendo católico. Muchas personas a mi alrededor decidieron abandonar la Iglesia. Y no encontraba ni una sola palabra para persuadirlos. Bastante tenía yo con mantener vivos mis propios principios de fe y convencerme a mí mismo de que esa Iglesia incoherente era también mi Iglesia, de la que nadie iba a expulsarme por las buenas. Ya estaba más que habituado a que echaran sobre nosotras, las personas LGBTIQ+, cargas pesadas de llevar. De alguna manera había conseguido “curar” mi actitud victimista, convencido de que yo no era un sacrificio destinado a inmolarse en honor de ningún Dios justiciero. Y eso evitó que sacudiera el polvo de mis pies antes de dejar la casa donde no fui -donde no fuimos- bien recibido.


Aún así todos estos recuerdos siguen provocándome una inmensa tristeza, porque esos intolerantes desvirtuaron el sentido auténtico de la familia adueñándose de todos los derechos sobre ella, con la misma arrogancia que los religiosos del Templo se apropiaron del nombre de Yavhé y así expulsaron a Jesús hasta matarlo. Esta dinámica de exclusión se perpetúa hoy en demasiadas comunidades cristianas.


Lo más sorprendente es que el texto de Lucas no expresa un apego especial de Jesús por la familia. Cuando María y José encuentran al niño tras estar varias jornadas alejado de sus padres, Jesús no se alegra sino más bien les recrimina ese interés por mantenerse unidos en el núcleo familiar, porque “debía ocuparse de otros asuntos”, y no entraba en sus planes precisamente el convivir dócilmente con sus padres.

Hay muchos ejemplos en los Evangelios donde Jesús no parece otorgar una importancia sagrada a la familia. Pero el más duro y llamativo es el texto de Lucas 14, 26-27: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo”. Es decir, lo importante en realidad no es el modelo de familia, pues incluso sin ella como soporte se puede seguir a Jesús. Más aún: sin familia es como se le puede seguir de manera radical.


¿Y entonces qué? Está claro que la familia -también para Jesús- constituye un elemento importantísimo e irreemplazable, pero es preciso reconocer que ha evolucionado y probablemente lo seguirá haciendo, sin que nadie pueda evitarlo.

Cuando los grupos católicos conservadores la emprendieron contra los diversos modelos de familia distintos al tradicional, me preguntaba qué estaban defendiendo. ¿El modelo patriarcal, en el que el esposo domina todas las decisiones y ejerce el poder absoluto, a veces de forma despótica? ¿El modelo destinado a la procreación, cuyo fin principal es dar hijos a Dios, en algunos casos de forma irresponsable? ¿El modelo machista, en el que la mujer está sometida al hombre durante toda su vida matrimonial? ¿Qué modelo defendían? Cualquiera de los anteriores estaba totalmente bendecido por la Iglesia sin discutir los detalles y podrían definirse todos ellos como matrimonios cristianos. Pero ¿dónde dejamos el amor?


Evidentemente hay familias felices, incluso entre estas que he descrito anteriormente. Pero yo también conocía a parejas del mismo sexo que vivían la felicidad de desarrollar un proyecto de vida en común, que eran cristianos y deseaban integrar su fe en sus vidas plenamente. Parejas que se habían casado ante un juez y no les estaba permitido disfrutar del sacramento del matrimonio pese a que su fe en Dios y su amor del uno por el otro estaban fuera de toda duda. Conozco un matrimonio de mujeres, madres de dos hijos, profundamente creyentes, arriesgadamente comprometidas, que están educando cristianamente a sus dos chavales. Para mí constituyen un ejemplo de fe asentada, de amor de pareja y de motor de familia tan grande como lo fueron mis propios padres. Y así muchos otros ejemplos, cercanos y lejanos, que seguramente los guardianes de la doctrina tacharían de modelos de pecado, cuando en realidad son modelos de amor en la adversidad, porque aún hoy ser una persona cristiana LGBTIQ+ casada con otra del mismo sexo es signo de escándalo en la Iglesia, razón sobrada para ser apartada de cualquier responsabilidad de servicio en la comunidad eclesial, entre otras consecuencias.


Si la Iglesia no renuncia a los prejuicios sobre los diferentes modelos de familia, aceptando de entrada la integración real y palpable de las personas LGBTIQ+ en la propia Iglesia y sus tareas de misión, si no lo hace no será fiel a la misericordia que emana del propio Dios para todas sus criaturas, ni al infinito amor de Jesucristo por todas y todos aquellos por quienes nació y murió. No hay una sagrada familia sino muchas familias sagradas, diversas, prósperas en dones, ricas en Espíritu.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: "Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados." Él les contesto: "¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres. 

diciembre 22, 2024

CLXIII HACERNOS MUJERES


Sobre
 Lucas 1, 39-45


Leí en algún lugar que los hombres LGBTIQ+ mantenemos una relación singular con nuestras madres, más que con nuestros padres. No sé si hay alguna base científica en esa afirmación. Pero es verdad que, desde siempre, mi madre y yo nos servimos de un código de comunicación no verbal, mediante el que ella sabía perfectamente lo que me pasaba en cada momento. 

No supe valerme de esa suerte de confianza que me ofreció a la hora de compartir con ella cómo me sentía, mientras que mi madre mostró siempre un respeto casi sagrado a mis silencios. Incluso en los momentos complicados, ella supo estar a mi lado ofreciéndose a todo, también ante mi terca reserva. Estoy seguro de que ni mi padre ni mis hermanos sospecharon de nada de lo que me sucedía, gracias a su prudencia.

Porque, desde que puedo acordarme, siempre tuve la certeza de que mi madre sabía que yo era gay. Nunca me atreví a preguntárselo. De hecho jamás mantuvimos una conversación sobre el tema, ni siquiera a mis dieciséis años, cuando perdí el rumbo. Nunca charlamos, probablemente más a causa de mis temores que por otra razón. Seguro que ella estaba deseando hablarlo. Y ahora me arrepiento de no haberlo hecho.

Cuando salí del armario ya era tarde.


Fui su primer hijo. Imagino que sentirme en su vientre supuso para ella una gran ilusión, además de crearle incertidumbres, miedos, temores. Pero por encima de cualquier otra cosa, estoy seguro de que cada vez que me movía y me sentía vivo, su felicidad compensaba todo lo demás.

Estoy convencido de que, igual que le sucedió a María con Isabel, mi madre estaría deseando compartir la noticia de su primer embarazo. Claro que yo no iba a ser ningún Mesías, pero para mi madre era su primer hijo, y una buena nueva que deseaba contar a todo el mundo. No había nada más grande que comunicar y celebrar. Para ella, bendito era su vientre.


Mi madre -junto a mi padre- me educó en la fe cristiana. No fue especialmente insistente para que cumpliera los preceptos, sino más bien supo despertar mi fe en la misma medida que me ofrecía la libertad de elegir. Estudié con los claretianos, y en ellos encontré un estilo evangelizador basado en que Dios era padre por encima de todo, y nos quería efectivamente libres. Y algo más, que marcó mi fe sin duda alguna: María.

Cuando mi identidad sexual fue evidente para mí y surgieron las grandes crisis de fe, la única que permaneció inalterable y a quien nunca renuncié fue María. Había muchas cosas que me atraían de ella, pero lo que más me emocionaba era su confianza en la voluntad de Dios. En mis oraciones de adolescente, de joven, habitualmente rogaba al Padre que me hiciera "normal", porque ser homosexual me producía mucho sufrimiento. No precisamente por serlo sino por el rechazo y la exclusión que percibía y que si no experimenté directamente hasta entonces fue gracias a mi eficaz armario, donde aparentaba con éxito ser quien no era. Aprendí a terminar mi oración con una breve frase: hágase tu voluntad.

No creo que nunca consiga alcanzar a confiar como lo hizo María, tan segura de que Dios siempre estaría ahí. Pero esta corta oración, que la misma madre de Jesús pronunció ante el ángel Gabriel, me hace estar tranquilo, dejándome hacer, descansando en el Padre, con la certeza de que todo lo que va sucediendo en mi historia tiene un sentido desde Dios.


María, mi madre, mujeres fuertes, lo son sin haber perdido sus papeles de actrices secundarias en la historia de la humanidad, pese a que sin ellas nada habría sido posible. La situación de la mujer en la sociedad sigue siendo precaria en relación al varón, aún tras una evolución significativamente positiva en cuanto a derechos. En la Iglesia la mujer está singularmente vetada, como si sus talentos fueran menores o simplemente fuesen incapaces de asumir las mismas responsabilidades que los hombres.

Las personas LGBTIQ+ cristianas no podemos ser cómplices de esa actitud patriarcal. Desde nuestra particular posición en las fronteras de la Iglesia, es necesario que nos hagamos mujeres, nos incorporemos a su manera de sentir a Dios, notemos cómo nuestro vientre salta de alegría y brota de nuestros corazones la confianza en la voluntad de Dios, Padre bueno.



© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!

¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá." 

diciembre 14, 2024

CLXII NARRAR LA ALEGRÍA


Sobre
Lucas 3, 10-18


No se puede entender el texto del evangelio de hoy sin antes interiorizar las lecturas de Sofonías y de San Pablo a los Filipenses que lo acompañan en la liturgia del tercer domingo de Adviento. En ambas se nos transmiten mensajes de esperanza que parecen dirigidos con certeza a todos los colectivos que, de una u otra forma, vivimos en las fronteras de la Iglesia. 

En la primera deja claro que Dios nos ama y que esa verdad ha de ser la razón por la que hemos de estar alegres. En la segunda, San Pablo igualmente nos exhorta a estar contentos y nos anima a no preocuparnos, porque nuestras necesidades las conoce el Señor y serán escuchadas.


Tristemente, aún hay muchas personas LGBTIQ+ creyentes que no son capaces de creer absolutamente en nada de eso. Ni sienten razones para estar alegres, ni tienen indicios de que Dios les ame. Desde luego están demasiado agobiadas pensando que al final de sus días acabarán condenadas, porque no son como el Padre de los cielos quiere que sean sus hijas e hijos. Así es como sus educadores y sus pastores interpretaron para ellas y ellos la Palabra. Es así como se provoca el distanciamiento hacia el Padre.


Desde mi experiencia de vida, no entendí la trascendencia de todo lo que Sofonías, Pablo y Juan Bautista anuncian hasta que me empapé del amor de Dios, hasta que me reconocí hijo querido suyo, y hasta que me alegré en Él y aprendí a confiar mis necesidades poniéndolas en sus manos, dejándome hacer en su voluntad.

No en vano fui capaz de separar mi fe en Dios de la religión y la doctrina angustiosa, antes de que ambas provocaran que esa débil fe con la que atravesé el desierto se esfumara. Y lo hice yéndome al pedregal de Juan Bautista, al silencio donde, si logras callar la tormenta, descubres que la voz de Dios no está en los truenos sino en la débil brisa que susurra y te roza el rostro. Allí me dejé llevar como en el canto de Oseas: me dejé seducir y dejé que hablara a mi corazón.


Esperé a reencontrarme con mi Creador para salir del armario. Creo que necesitaba tranquilizar mi alma y recuperar al Dios que perdí de pequeño, antes de quitarme el disfraz y ser de una vez por todas yo mismo. Cuando me sentí amado por Dios empecé a vivir la alegría del Evangelio y fui capaz de confiar en su corazón mis preocupaciones, desvaneciéndose cada una de ellas. Es justo en ese momento cuando el mensaje de Juan Bautista tiene sentido.

Porque en definitiva, lo que Juan anuncia es lo que yo había experimentado en esa desesperada "reconversión" en la que recuperé la fe que me había sido pervertida y secuestrada cuando que era un crío.


Las personas LGBTIQ+ cristianas no salimos del armario y continuamos con nuestras vidas con total normalidad, como si no hubiese pasado nada. Más bien nos ocurre como cuenta el evangelista. Hacemos en voz alta la misma pregunta que aquellas gentes: ¿y ahora qué debemos hacer?

Juan tiene una respuesta para cada realidad concreta. En mi caso, al principio tropezando, después orando mucho, intuí qué quería Dios de mí, qué había de hacer. Y esa intuición en cuanto a lo que el Padre espera, coincide con la de la mayoría de mujeres y hombres LGBTIQ+ cristianas que pasan por esta experiencia, es decir, poner en valor nuestras historias, contar cómo Dios ha dado sentido a nuestras vidas y narrar de qué manera y con cuánta generosidad nos ama tal como somos.


Después de todo, contar cómo Dios es fuente de alegría en mi vida es el preámbulo de lo que Juan anuncia, cuando se coloca a un lado para dar protagonismo a Jesús. El que viene es más fuerte, dice Juan. Cristo es quien de verdad enciende el corazón y facilita que el fuego del Espíritu sea el auténtico bautismo que convierte los corazones. Definitivamente desaparece la tristeza, no hay más dolor, todo tiene sentido.

Las mujeres y los hombres LGBTIQ+ cristianos estamos llamados a ser nosotros mismos, sin miedo. Solo desde nuestra sincera realidad, confiadas y confiados en el Señor, seremos instrumentos eficaces en el anuncio de la Buena Noticia. Nadie como nosotros —que con tanto esfuerzo conservamos la fe en lámparas encendidas y guardamos suficiente aceite para que no nos faltara luz—, nadie pues como nosotros sabe lo que significa estar al borde del camino y ser rescatados, curados, abrazados, valorados como obras perfectas del Creador. 

© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:

«¿Entonces, qué debemos hacer?»
Él contestaba:
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
«Maestro, ¿qué debemos hacemos nosotros?»
Él les contestó:
«No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban:
«Y nosotros, ¿qué debemos hacer nosotros?»
Él les contestó:
«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

diciembre 07, 2024

CLXI PREPARAD EL CAMINO


Sobre
Lucas 3, 1-6



Juan el Bautista fue el primero en atreverse a anunciar a Jesús. Paradójicamente, no era una persona integrada en la sociedad. Vivía apartado de ella en el desierto de los excluidos. Seguramente —como indican algunos estudios— a causa de no encontrarse en sintonía con la clase religiosa oficial, ni con sus ritos, comportamientos y tradiciones. Así pues, el profeta coetáneo del Mesías es alguien que no acudía al Templo ni cumplía las normas religiosas pero, sin embargo, vivía una relación con Dios tan profunda que recibió de Él la fuerza y el ánimo necesarios para salir de su retiro y anunciar la Buena Nueva.


Juan se apoyaba en la palabra del profeta Isaías: "voz que grita en el desierto, preparad el camino del Señor, allanad sus senderos". Con seguridad, creó un ambiente de expectación que en cierta forma fortaleció la recién estrenada vida pública de Jesús y plantó los cimientos de un cambio radical en la percepción de Dios, un Dios que ya no demanda sacrificios sino el sincero arrepentimiento de corazón; que ya no precisa de un Templo fastuoso sino que traslada su casa al Jordán y se vale de algo tan poco suntuoso como el agua que es, desde ese momento, símbolo del perdón y de integración; que ya no necesita de sacerdotes que interpreten y administren su voz, sino que se rodea de hombres y mujeres de toda clase y condición, muchas de ellas personas alejadas y excluidas que encuentran en la promesa de Juan y su anuncio un motivo para la esperanza.


Sin saberlo, todas las personas LGBTIQ+ cristianas nos hemos cruzado con un Juan Bautista en nuestras vidas: circunstancias, pero sobre todo personas que, en un momento dado, nos zarandearon y nos pusieron en marcha sacándonos del lugar donde nos escondíamos. En mi caso hay mujeres y hombres con nombres y apellidos que esperaron el momento oportuno para pedirme que preparara el camino, anunciándome un Dios hasta entonces desconocido en mi vida, desprovisto de condiciones para sentirme querido por Él, desarmado de amenazas y, por el contrario, repleto de todo lo que caracteriza a un padre bueno.


La mayoría de las personas LGBTIQ+ cristianas fuimos —somos— incapaces de acoger el anuncio de Juan, porque en los armarios es muy difícil entender cualquier invitación a desinstalar la idea del Dios del Templo, para colocar en su lugar al Dios de Jesús. El miedo a las consecuencias de hacer pública nuestra identidad sexual, se refuerza con el mensaje incansable y terco que nos llega desde una religión que pone condiciones al amor. Parece como si Dios exigiese sacrificios humanos, inmolando a todas las personas que no cumplen cada una de las condiciones necesarias para ser moralmente aceptables, perfectos varones y perfectas hembras con una afectividad fuera de toda duda. 

La doctrina no hace suyo el encargo de Isaías —que Juan grita— cuando dice "allanad los senderos del Señor", pues ciertamente pone numerosos obstáculos para llegar a Él, abundantes condiciones y después, cuando los más obstinados conseguimos avanzar y perseverar en la búsqueda y el encuentro con Dios, no tarda demasiado en colocarnos pesadas cargas difíciles de llevar. Así pues, las personas LGBTIQ+ cristianas no solo tenemos dificultad para escuchar la voz de Juan a causa de nuestros miedos, sino que continuamente nos ponen impedimentos y condiciones que hacen muy complicado andar el camino para que Jesús llegue a nuestras vidas y se quede.


Me gusta pensar que los hombres y mujeres LGBTIQ+ cristianos llevamos en nuestros corazones el espíritu de Juan. Como él, hemos recorrido el árido desierto anhelando el encuentro con Dios y, cuando estuvimos preparados, hemos salido a la luz para anunciar la Buena Noticia, proclamar la esperanza y contagiar la sensación de sentirnos hijas e hijos queridos por el Padre. Efectivamente, Juan revoluciona la idea de Dios, acercándolo hasta donde era inimaginable. “Los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.

Porque ”los caminos tortuosos se enderezarán y todos verán la salvación de Dios". Todas y todos sin excepción lo verán.

¡Dichosos quienes no se escandalicen de este Cristo que acoge a las personas LGBTIQ+!


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tretarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio ttetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:


«Voz del que grita en el desierto: 

Preparad el camino del Señor, 

allanad sus senderos; 

los valles serán rellenados, 

los montes y colinas serán rebajados; 

lo torcido será enderezado, 

lo escabroso será camino llano. 

Y toda carne verá la salvación de Dios».