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octubre 26, 2024

CLV QUE PUEDA VER


Sobre
 Marcos 10, 46-52


Mi armario, como tantos otros, era un lugar oscuro. Tan oscuro que perdí la vista a fuerza de no ver la luz. Desde muy pequeño estuve tan preocupado por esconderme y aparentar lo que no era que, acostumbrado a las tinieblas, me olvidé de ver. En el armario no hay claridad. No hay ventanas abiertas al sol ni a la esperanza. No hay nadie con quien compartir ni tan siquiera la angustia, ni la soledad, ni el miedo, ni las dudas, ni los sueños.

Pero no dejé de estar cerca de Dios. No era mérito mío sino del Padre, conservarme la fe pese a tantos inconvenientes, tantas dudas, tanto miedo. Es terrible pasar tanto tiempo temiendo, sólo por ser diferente, sentir diferente o amar de otra forma distinta a lo habitual.


El hombre ciego del relato era una persona despreciada, sobre la que cargaban tanto la tradición como la religión, atribuyéndole castigos divinos y abrumándole con prejuicios y recelos. Puede que Bartimeo no fuera capaz de ver a Jesús pero lo ansiaba, deseaba estar cerca de Él. Confiaba tanto en que sólo Jesús podía aliviarle, y su fe era tan fuerte y firme, que no dudó en buscarle hasta que consiguió acercarse lo suficiente. Entonces Jesús escuchó sus gritos suplicándole poder ver.

De alguna manera la historia del hijo de Timeo me conmueve porque su actitud de búsqueda de Dios se asemeja a la de muchas personas LGBTIQ+ creyentes que conozco y también a mi propia experiencia.


Durante un tiempo fui incapaz de ver a Jesús, porque me sentía abandonado por Él, anhelaba con todas mis fuerzas poder encontrarlo, poder contarle y pedirle lo que para el ciego era su mayor deseo -“Maestro, que recobre la vista”-, pero que yo pronunciaba con otras palabras (aunque las mismas) una y otra vez: “Señor, evítame este dolor, por favor, hazme ‘normal’”.

La ceguera, pues, no era inconveniente para mantener viva la fe. No recuerdo en mi vida ningún instante en el que realmente la fe se apagara totalmente. Ni siquiera en los momentos de largo desierto poco antes de salir del armario. Tan solo con dieciséis años la ceguera era tan perceptible y dolorosa y tanta la sensación de soledad, que empujé a Dios a un lado e intenté quitarme la vida. Pero cuando regresé, aún sin poder verlo todavía, sabía que estaba ahí cerca.


Gritar insistentemente al borde del camino hasta que por fin Jesús atiende nuestro ruego no es más que depositar toda nuestra confianza y abandonarnos en Él, optar con pleno convencimiento por Él como único Salvador, porque tenemos la seguridad de que es quien da total sentido a nuestra vida.

Y en el minuto en que Jesús pregunta “¿qué quieres que haga por ti?”, el tiempo se para, todo se hace nuevo y la vida se transforma.


La fe de Bartimeo es tan inquebrantable, tan sólida, que no duda en ponerse al pie del sendero y gritar tan fuerte como puede para que el Señor se fije en Él. Ahí olvida que es un marginado, hace caso omiso a las murmuraciones, ni siquiera tiene capacidad para saber con certeza si Jesús está cerca o lejos, si hay mucha gente que lo tape o no. Solo espera y confía.


Igualmente las personas LGBTIQ+ creyentes somos como este ciego: nos ponemos ante Jesús sin importarnos las circunstancias, ni qué dirán o rumorearán. Esperamos y confiamos en el Señor porque es el único que puede hacernos ver en plenitud. Nuestra fe es fuerte porque ha superado muchos obstáculos, y eso la hace ser un don apreciado e irrenunciable.

Y, una vez libres de la ceguera, lo que hoy por hoy Jesús nos pide es que seamos personas misericordiosas, justas, valientes, dispuestas a perdonar, a dar incluso antes de recibir.

No somos víctimas ni pedimos cuentas. Tan solo somos el ciego del camino, que ha recobrado la luz.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: "Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí." Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: "Hijo de David, ten compasión de mí." Jesús se detuvo y dijo: "Llamadlo." Llamaron al ciego, diciéndole: "Ánimo, levántate, que te llama." Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: "¿Qué quieres que haga por ti?" El ciego le contestó: "Maestro, que pueda ver." Jesús le dijo: "Anda, tu fe te ha curado." Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. 

octubre 19, 2024

CLIV SI NO SIRVO, ¿PARA QUÉ SIRVO?


Sobre
 Marcos 10, 35-45


Como Santiago y Juan, yo también pedía siendo aún muy niño, desde el fondo de mi infantil armario, sentarme a la derecha o a la izquierda de Jesús. En realidad me daba igual el lado, como si me sentaba a sus pies, en el centro, en una esquina o en un aparte donde no molestara demasiado. Yo sólo quería asegurarme de que al final estaría con Jesús. 

Puede que mi petición —insistente, machacona, obstinada, casi terca— no fuera tan pretenciosa y atrevida como la de los hijos de Zebedeo. No. En el fondo, lo que le pedía a Jesús es que me hiciera “normal”, como los demás chavales de mi clase. Porque de la misma manera que despacio —quizá a los nueve o diez años—, poco a poco me iba descubriendo a mí mismo diferente, al mismo tiempo desde cualquier ámbito llegaban a mis oídos, a mis ojos, a mi corazón, enseñanzas y comportamientos que me advertían con claridad que lo que yo era y como yo era no podía ser bueno. Me sentía sucio, culpable, pecador, sin saber muy bien qué estaba haciendo mal pero sin poder evitarlo. Esta sensación de imperfección y culpa se prolongó durante tantos años que aprendí a convivir con ella, a disfrazarla de naturalidad y a representar el papel de una persona que no era yo, pero que me permitía vivir sin que nadie me señalara con el dedo o con el puño. Mientras tanto, seguía pidiendo a Jesús que me hiciera como a cualquiera de mis amigos, que me gustaran las chicas y no los chicos, porque estaba seguro de que si eso ocurría podría sentarme a la derecha del Maestro, o a su izquierda, o en un rincón, pero cerca de Él.


Estoy convencido de que Dios se sirvió de esa obstinación mía por pedirle “normalidad” para crear de esa manera un vínculo entre los dos que no fui capaz de romper nunca, ni siquiera en los años de mayor oscuridad, cuando nada tenía sentido y menos aún cualquier cosa que tuviera que ver con una fe que se apagaba. Ahora que he aprendido a mirar atrás y rastrear las huellas de Dios en mi vida, me doy cuenta de que nunca dejó de quererme, de protegerme ni de sorprenderme. Y algo más: me permitió apreciar el detalle de que sin Él soy bien poca cosa.


Las personas LGBTIQ+ creyentes, que experimentamos durante un tiempo de nuestras vidas el destierro más o menos inducido de los armarios, cuando salimos de ellos corremos el riesgo de sentirnos protagonistas en todo y de todo, centros artificiales de atención, y en esa actitud de estrellas, nos creemos con más derecho que nadie para pedir que nos guarden un sitio a la derecha o a la izquierda de Jesús. Un lugar preferente desde el que observar cómo juzgan a quienes nos humillaron.

Esa es una forma de entender el Reino muy parecida a como pensaban Santiago y Juan. Pero Jesús les plantea otra realidad muy distinta, que también nos propone igualmente. 

Si bien puede que nuestras historias de vida estén generosamente salpicadas de copas de amargura y pruebas terribles, eso no nos permite, por sí, poder elegir nuestro puesto porque, tal como dice el propio Jesús, eso no le toca a Él concederlo. Más bien nos señala un camino para abandonar cualquier sentimiento de victimismo y renunciar a cualquier tentación de venganza o desleal empoderamiento. Nos pide que nos pongamos al final y en actitud de servicio, los últimos y las servidoras de todos.


Este talante de generosidad y entrega es desconcertante para quienes nos observan. En más de una ocasión me comentaron cuánto asombra nuestro sentimiento de pertenencia filial y de amor generoso hacia la Iglesia, la misma que, cada poco tiempo, tanto nos alegra con sus abrazos como nos duele con sus desprecios. Puede que precisamente porque sabemos lo que es sufrir mucho, también hemos aprendido a perdonar setenta veces siete. Por lo mismo, estoy persuadido de que no hay mayor denuncia profética que poner la otra mejilla, como también lo es señalar a los incoherentes y publicar sus contradicciones. Ambas cosas las hizo Jesús y ambas son igual de valientes y eficaces.


Como puedes imaginar, mi petición de niño, de adolescente y de joven también, se hizo realidad y Jesús me la concedió: me hizo ver que soy una persona normal porque Dios me ha hecho perfecto como a cualquier obra de sus manos. Desde hace tiempo mis preces van por otro lado, aunque todo conduce al mismo punto, es decir, a hacer posible el Reino de Dios y su justicia. Hace años llegó a mí un juego de palabras que decía “si no sirvo, ¿para qué sirvo?”. Esa es, pues, mi petición al Padre: que me dé fuerzas para servir y así ser útil. Es la paradoja de Dios: de lo débil hizo lo fuerte. Dios no estaba en la tormenta. Dios sí estaba en la brisa.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: "Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir." Les preguntó:- "¿Qué queréis que haga por vosotros?" Contestaron: "Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda." Jesús replico: "No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?" Contestaron: "Lo somos" "Jesús les dijo: "El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado." Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: "Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos." 

octubre 12, 2024

CLIII DARME, TAL CUAL


Sobre
 Marcos 10, 17-30



La interpretación habitual de este pasaje del Evangelio se refiere a la necesidad de compartir los bienes materiales en favor de quien menos tiene, incluso hasta el extremo de darlo todo. Y no puedo obviar ese sentido particular de cuanto responde Jesús al joven rico, cuando este le pregunta qué ha de hacer para heredar la vida eterna. De hecho desde ahí parte mi oración personal en torno al texto de Marcos. Pero primero, como suelo hacer, necesito poner mi experiencia de vida ante Dios y notar su eco. Sólo así podré interpretar la Palabra desde un punto de vista LGBTIQ+, que al fin y al cabo es lo que soy. Incluso por encima de parecerme o no al joven del relato.


Como con frecuencia he narrado, antes de salir del armario me ocupé de buscar frenéticamente qué decía Jesús acerca de las personas LGBTIQ+. Desde luego no encontré nada. Jesús se expresa con claridad sobre los colectivos excluidos de su época: los pobres, los enfermos, los niños, las mujeres… Y con dureza ante quienes no eran capaces de entender su mensaje. Sin embargo, ni una palabra referente a las personas no heterosexuales —la palabra homosexual no existía en la Antigüedad. Y está claro que en la sociedad judía de esos años también había personas que no eran exactamente heterosexuales, lo cual no parece que preocupara tanto a Jesús —ni la presencia de ese colectivo, ni sus comportamientos— como para que les dedicara una frase o se recogiera nada en ningún Evangelio.


En ese rastrear la voz de Cristo me paraba con frecuencia en estos versículos de Marcos. Me ponía en el lugar de ese hombre que se acerca al Maestro, y con él le preguntaba qué debía hacer para heredar la Vida Eterna. Hasta ese momento tenía muy claro lo que la doctrina de la Iglesia me contestaba: la Vida Eterna no era para mí. Incluso algún obispo se animó a afirmar que ni yo ni las personas como yo éramos auténticos hijos (e hijas) de Dios. Pero en lo más íntimo deseaba ardientemente que Jesús de Nazaret tuviera una palabra más amable y misericordiosa que dirigirme. Así es como me ponía ante Él y le preguntaba qué debía hacer para seguirle en fidelidad y de esa forma alcanzar el Reino.


Con el joven rico del Evangelio, Jesús inicia un diálogo muy interesante en el que, como cuando alguien pide entrar a formar parte de algo por lo que tiene mucho interés, le propone una serie de condiciones, de menos a más, de lo básico e imprescindible a lo difícil de superar. Jesús le dice que lo primero es cumplir los mandamientos, y curiosamente le nombra sólo aquellos que se refieren al prójimo. El joven contesta que eso ya lo hace, así que Jesús le plantea una condición más difícil: que vendiera sus bienes, entregara el dinero a los pobres y le siguiera. Ante eso el joven rico del relato se siente incapaz y se marcha entristecido.


Es cierto que este pasaje hoy puede inquietarme en el sentido que la exégesis común ilumina, es decir, porque sin ser una persona rica en patrimonio ni fortunas, es verdad que tengo más de lo que necesito en comparación a quien poco o nada tiene, y en esa lógica la respuesta de Jesús me exige un comportamiento coherente que pasa ineludiblemente por compartir. Pero cuando reflexionaba acerca de esta historia siendo un estudiante armarizado, mi riqueza económica era nula por lo que, puesto de rodillas y pronunciando la pregunta del joven rico ante Jesús, su respuesta con las condiciones para heredar la Vida Eterna no eran tan complicadas de cumplir, sin dejar de exigirme un esfuerzo de cohesión entre fe y vida que dependía de mi fortaleza o de mi debilidad. Aun así me quedaba esperando más condiciones, porque había una que se imponía desde la doctrina de una forma clara y era la necesaria renuncia a mi identidad sexual. Implícitamente, y asociado al conjunto de mandamientos que nombraba Jesús —aunque este ya no era referente al prójimo sino a mí mismo—, había un requisito inexcusable que escuchaba a mis educadores y oía en los púlpitos: un homosexual no podía alcanzar el Reino de Dios.


Por eso me quedaba meditando en el contraste entre las palabras de Jesus y el lenguaje de la Iglesia, entre la mirada misericordiosa de mi hermano Jesucristo y el juicio implacable de mis pastores o de hermanos en la fe. Y no había nada más. Yo le decía en la oración: “mira, Jesús, que hago lo posible por cumplir tus mandamientos y pongo los medios para compartir con quien lo necesita, y así puedo renunciar a mis egoísmos y a mi riqueza material, pero no me pidas renegar de lo que soy porque no puedo, no sé renunciar a mí mismo, no puedo dejar de ser así”.


Años después, una vez fuera del armario, esa oración pervive. Sigo siendo una persona débil con infinidad de fallos, pero procuro cumplir los mandamientos. Intento compartir lo que tengo y pretendo ser un hombre solidario. Mantengo mi pretensión de seguir a Jesucristo porque estoy enamorado de su Evangelio. Pero no puedo renunciar a lo que soy. La diferencia es que ahora tengo la certeza de que Jesús tampoco quiere renunciar a mí.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: "Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?" Jesús le contestó: "¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre." Él replico: "Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño." Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme." A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús mirando alrededor, dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!" Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: "Hijos, ¡que difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios." Ellos se espantaron y comentaban: "Entonces, ¿quién puede salvarse?" Jesús se les quedo mirando y les dijo: "Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo." Pedro se puso a decirle: "Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido." Jesús dijo: "Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más- casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna."

octubre 05, 2024

CLII LA MUJER


Sobre
 Marcos 10, 2-16



Cuando estaba en el armario, siempre puse al mismo nivel a las personas divorciadas y a las homosexuales. Quizá porque observaba que con ellos se aplicaban los mismos criterios de falta de misericordia que percibía se empleaban con las personas LGBTIQ+. Sin tener nada que ver un tema con otro, homosexuales y personas divorciadas coincidimos en las pesadas cargas que se nos imponen para alcanzar el Reino de Dios. Al menos esa era también mi percepción cuando estaba dentro del armario. Y hoy esa apreciación sólo cambia porque me hago consciente de algo fundamental: alcanzar el Reino de Dios no depende tanto de la doctrina moral de la Iglesia como de la actitud personal ante las circunstancias vitales. Es decir, que lo importante no es lo que diga la tradición, sino cómo traduzco la Palabra de Dios a mi vida y cómo pongo en práctica el Evangelio desde mí hacia las personas que me rodean.


Esta lectura de Marcos —como la paralela de Mateo— ha sido desde siempre una de las armas arrojadizas contra las personas divorciadas. Igual que otras son típicas en los argumentos bíblicos contra las personas LGBTIQ+. Tanto la exégesis como la hermenéutica actuales desmontan esas tesis que envían al infierno —como dice un obispo español— a hombres o mujeres divorciadas y a personas LGBTIQ+ por igual.

La idea de ir al infierno me es familiar. Durante buena parte de mi vida hicieron que creyese que acabaría allí. En mi imaginación infantil fantaseaba con que habría una zona inmensa repleta de homosexuales y divorciados. Cuando me convertí en adulto esa figuración del infierno me hacía sonreír por imposible. Siendo un crío me causaba miedo y angustia.


En tiempos de Jesús el divorcio existía. Pero era un derecho del hombre. La mujer no podía separarse de su marido salvo por extrañas razones que pocas veces eran demostrables. Sin embargo, el hombre podía divorciarse de su mujer por cualquier cosa: porque no supiera cocinar, porque tardara en darle hijos, porque sólo diera hijas. O porque encontraba otra más joven y más guapa; entonces disfrazaba sus razones con cualquier nimiedad, que sería dada por buena y el divorcio se llevaría a cabo con la bendición del Rabí. En verdad el hombre podía divorciarse cuando quisiera y repudiar a su esposa cambiándola por otra como se mudaba de ropa. La sociedad judía se basaba en un patriarcado masculino y machista que no dejaba lugar a la mujer. El varón copaba los puestos de decisión y poder y superaba con creces los derechos sobre las mujeres, hasta alienarlos completamente.

En medio de esa realidad los fariseos tienden a Jesús una trampa preguntándole su opinión sobre si era lícito que el marido se separara de su esposa.


La respuesta de Jesús está claramente dirigida a poner en valor a la mujer. Para ello les recuerda el relato de la creación en la que se cuenta cómo Dios creó iguales a varón y hembra. No puso a la mujer al servicio del hombre, ni por debajo del hombre, sino en planos similares, igualmente dignos. Jesús rompe la tradición que impone el control del hombre sobre la mujer, y a la pregunta directa de los fariseos —«¿le es lícito al marido separarse de su mujer?»— responde claramente que hombre y mujer ya no son dos sino uno solo, por lo que no es lo que diga el varón, sino que debe ser una sola voz. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.


Visto esto, la doctrina moral de la Iglesia con respecto al divorcio es fruto de una interpretación discutible de la Palabra, unido a la perpetuación de una tradición que no se inició hasta la segunda mitad del primer milenio después de Cristo, y que se mantiene hasta hoy. Se sabe que el papa Gregorio II admitía el divorcio hacia el siglo VII, igual que hay datos que prueban la existencia de uniones de personas del mismo sexo en las primeras comunidades cristianas, hasta entrado el siglo XIII. Pero dejando a un lado cualquier argumento y sea cual sea la explicación que quiera dársele, lo que Jesús plantea a los fariseos es la necesidad de transformar una sociedad hetero-machista por otra que trate en un mismo plano de igualdad de derechos y dignidad tanto al hombre como a la mujer. Ese debate creo que sigue abierto. Nuestro mundo ha dado muchísimos pasos y la mujer ha ganado todos los derechos en muchos países, pero incluso en el nuestro -donde hombre y mujer ante la ley son exactamente iguales- queda por hacer tanto que a veces se echa de menos un compromiso palpable por parte, en especial, de los cristianos.


¿Y por qué tras la oración personal sobre esta lectura tengo tan claro que falta un compromiso manifiesto por parte de los cristianos? Contemplando el texto de Marcos observaba a los fariseos buscando cómo pillar un fallo a Jesús, presentía a algunas personas observando, veía a los discípulos… incluso después a los niños con Jesús. Pero no notaba la presencia de ninguna mujer. Sin embargo estaban representadas en el Maestro. En realidad Jesús era la imagen de todas las mujeres y su voz. Por eso estamos llamados a mantener ese compromiso de Jesús por construir una sociedad libre de desigualdades. Ser un poco ellas con Él.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Llegaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron: —¿Puede un hombre repudiar a su mujer? Les contestó: —¿Qué os mandó Moisés? Respondieron: —Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla. Jesús les dijo: —Porque sois obstinados Moisés escribió semejante precepto. Pero al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, [se une a su mujer] y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Una vez en casa, los discípulos le preguntaron de nuevo acerca de aquello. Él les dijo: —Quien repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio contra la primera. Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio. Le traían niños para que los tocara, y los discípulos los reprendían. Jesús, al verlo, se enfadó y dijo: —Dejad que los niños se acerquen a mí; no se lo impidáis, porque el reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Os aseguro, el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y los acariciaba y bendecía imponiendo las manos sobre ellos.