Cuando estás en el armario no hay orden de importancia: eres el de delante y el de detrás, cabeza y cola, primero y final. Tenía, en todo caso, la sensación de ser el último mono en una sociedad que no me aceptaba a ninguno de los niveles. Pero al fin y al cabo ese sentimiento era personal y no pretendía comunicárselo a nadie, ni trascendía del ámbito del armario donde seguía siendo el primero a la vez que el último.
Salir del armario supone dejar atrás el cómodo mundo donde te sientes protegido. En cualquier caso también significa apagar todas las alarmas y alertas. Salí del armario suficientemente curado como para desconectar los sensores de ofensas. Tenía otras heridas abiertas que sanaron con el tiempo y confieso que aún hoy quedan cicatrices que supuran o duelen cuando aprieto. Poco más.
Pero de repente no era el último. Me puse el primero. Salir del armario sanamente (es decir, sin sentirte coaccionado sino como decisión íntima, fruto de un proceso de discernimiento personal), tiene casi siempre un efecto de euforia que se traduce en victimismo. De pronto era capaz de contar a cualquiera lo mal que lo había pasado durante tantos años de mi vida, todo por culpa de una sociedad heteropatriarcal y conservadora, etc, etc. O en el plano religioso, no me dolían prendas en criticar abiertamente a la Iglesia, que con su afán de anteponer la tradición al Evangelio frustraba la vida de muchos creyentes, cuando no los alejaba e incluso los empujaba a perder la fe.
El victimismo evoluciona rápido transformándote en sentenciador y, quienes poco antes eran los verdugos, ahora son las nuevas víctimas. Una especie de dinámica violenta que se parece mucho a la venganza, al ojo por ojo, diente por diente del Antiguo Testamento.
Ahora era el primero, el centro de atención. Confraternizaba con otras personas como yo y juntos nos pusimos los primeros. Incluso asociamos nuestra honesta actitud de servicio a ese primer puesto, al que agregábamos solidariamente a quien se fuera uniendo. Así, todas y todos éramos los primeros, que bastante dolor habíamos pasado ya como para seguir estando al final de la cola.
Hay quien se queda ahí. Pero las personas LGBTIQ+ cristianas deberíamos dar un paso más. Precisamente porque el motor de Jesús es la fraternidad. Y la fraternidad junto a la misericordia nos hace iguales, incluso más: iguales en Él. Descubrir eso me llevó un tiempo. Acostumbrado a vivir en términos de angustia, mis reacciones partían del resentimiento. Comprender que era urgente perdonar, y perdonar mil veces, es un proceso que demanda mucha oración, hasta que eres capaz de disculpar las ofensas y de olvidar los agravios, porque las afrentas provienen de tu hermana, de tu hermano en Cristo. Ya no es necesario buscar víctimas. No hay que sacrificar a nadie.
Contemplar este texto de Marcos desde el punto en el que me encuentro ahora me permite entender qué quiso decir el Maestro, cuando explicaba a los doce la razón por la que debían ser los últimos.
Aún con la dificultad de partir de una experiencia de “último”, como perteneciente a un grupo social y religiosamente excluido, después de transformar el sentimiento de víctima en juez fratricida y, finalmente, porque he sido capaz de cambiar mi resentimiento en perdón, ahora puedo hacerme servidor, preocuparme y ocuparme de quienes necesitan abrazos como el que Jesús dio a aquel chaval, un niño de su época y de su cultura, último entre los últimos, escenificando que solo de esta manera te haces el primero. Contrariamente a lo que pueda pensarse, Jesús no nos impide ser importantes. Tan solo nos indica un nuevo modo de serlo.
A las personas LGBTIQ+ cristianas nuestra experiencia de “armarización”, de general desprecio y exclusión tanto social como religiosa hacia nosotras, nos permite entender perfectamente qué significa ser el último. Quedarnos ahí es fracasar como hombres y mujeres y supone no haber entendido lo que Jesús quiso decirnos: efectivamente había de pasar por la Pasión para poder servir a las hermanas, a los hermanos hasta el extremo, haciéndose en último, poniéndose al servicio.
Imitar a Jesús en eso (algo que no siempre consigo) me hace más feliz y definitivamente más libre.
© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com
Desde allí fueron recorriendo Galilea, y no quería que nadie lo supiera. A los discípulos les explicaba: —Este Hombre va a ser entregado en manos de hombres que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días, resucitará. Ellos, aunque no entendían el asunto, no se atrevían a preguntarle. Llegaron a Cafarnaún y, ya en casa, les preguntó: —¿De qué hablabais por el camino? Se quedaron callados, pues por el camino iban discutiendo quién era el más grande. Se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: —El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos. Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo: —Quien acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge. Quien me acoge a mí, no es a mí a quién acoge, sino al que me envió.
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