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agosto 31, 2024

CXLVII TRADICIÓN Y DOCTRINA O EVANGELIO


Sobre
 Marcos 7, 1-8.14-15.21-23


Mi particular estancia en el armario —al igual que le sucedió a otras personas creyentes LGBTIQ+— tuvo un momento de inflexión. Sucedió cuando asumí que no era Dios quien me obligaba a esconder y ocultar tanto de mí mismo. No era Dios sino la tradición disfrazada de Palabra de Dios lo que impedía que fuera yo y no un burdo espectro de lo que debía ofrecer.

Era la tradición, la religión y no la fe, la causa por la que había sido incapaz de reconocer la mano del Padre en mí, y así poder glorificarlo por haberme creado obra perfecta suya, eso que cualquier heterosexual experimenta con todo gozo de detalles en su vida desde el minuto uno, y que tuve que esperar hasta cumplir más de cuarenta años para saber qué se siente.


Desde el momento en que sucedió, tomé la determinación de abrir las puertas y salir. Es curioso pero de repente, en cuanto fui capaz de recuperar la voz de Dios en mí y la voz hizo eco, todos los riesgos me parecieron menores, insignificantes. No me importaba lo que dijeran mis amigos, lo que pensara mi familia o si se enteraban en el trabajo. Porque evidentemente el armario fue construido no sólo por causa de la fe, sino por miedo a la burla, al desprecio, a la exclusión... pero todo eso pasó a un segundo plano cuando —utilizando el Canto de Oseas que martilleaba en mi cabeza, imparable, aquel verano de hace años— el Señor me sedujo, me llevó al desierto, habló a mi corazón y le respondí.


En mi incansable búsqueda de razones para no perder la fe —indagando durante años en las Escrituras a ver dónde aparecía Jesús diciendo que ser homosexual fuese algo malo— una de mis varias lecturas favoritas era esta de Marcos.

Desde pequeño se me había hecho creer que ser gay era igual a comer con manos impuras, sin lavar. Y me decían con altiva insistencia que no seguía la tradición, es decir, que mi sentimiento, mi afectividad, mi querer..., todo yo era contrario a lo que la tradición religiosa, siglo tras siglo, dictaba que debiera ser un varón.

Pero Jesús rompe con eso. La frase de Isaías que utiliza es absolutamente clara: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí.»


Leer este pasaje me reconfortaba porque me ponía de su parte y me excarcelaba de las leyes vacías en las que literalmente se dejaba a un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres.

Jesús se desentendía de la doctrina no porque fuera mala, sino porque se había convertido en un fin en sí misma en lugar de ser mero instrumento de cercanía a Dios.

Imaginaba al Maestro junto a mí dirigiéndose a quienes pudieran señalarme por ser diferente: «vosotros os centráis en la tradición y os olvidáis de la misericordia», y soñaba con que ese anhelo fuera realidad algún día.


Pasó el tiempo. Las personas LGBTIQ+ católicas continuamos a la espera de que la Iglesia sea franca, clara, contundente, misericordiosa, coherente, y se atreva a otorgar sin falsas condescendencias, sin adornos, sin condiciones, sin reparos, el derecho a sentirnos hijas e hijos de Dios bajo el techo de Pedro. No somos casos clínicos. No merecemos desprecios. No queremos sufrir.


La lectura de Marcos sorprende porque no ha perdido ni un minuto de actualidad. La tradición mantiene en su lugar de privilegios y desventajas a hombres y mujeres, LGBTIQ+ y heterosexuales, etc. Separa entre puros e impuros. Pero no es así. «Los malos propósitos —dice Jesús— nacen del corazón del hombre». La tradición, la doctrina, lo justifica todo con tal de sostenerse incluso por encima de la Palabra. Yo, como muchas y muchos otros, doy testimonio del terrible dolor que eso produce.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Se reunieron junto a él los fariseos y algunos letrados venidos de Jerusalén. Vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas –es de saber que los fariseos y los judíos, en general, no comen sin antes lavarse cuidadosamente las manos, observando la tradición de sus mayores; y si vuelven del mercado, no comen si no se lavan totalmente; y observan otras muchas reglas tradicionales, como el lavado de copas, jarras y ollas [y mesas]–. De modo que los fariseos y los letrados le preguntaron: —¿Por qué no siguen tus discípulos la tradición de los mayores, sino que comen con manos impuras? Les respondió: —Qué bien profetizó Isaías de vuestra hipocresía cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Descuidáis el mandato de Dios y mantenéis la tradición de los hombres. Llamando de nuevo a la gente, les dijo: —Escuchad todos y atended. No hay nada afuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que sale del hombre es lo que lo contamina. De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, blasfemia, arrogancia, desatino. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre 

agosto 24, 2024

CXLVI NO TIRAR LA TOALLA


Sobre
 Juan 6, 60-69


Antes de salir del armario, y también después, más de una vez me encontré pronunciando la frase que Juan pone en boca de los discípulos que querían abandonar a Jesús: «esta doctrina es inadmisible». La diferencia es que estos que habían seguido al Maestro durante un tiempo, de repente se daban cuenta de que lo que Él les planteaba era cambiar radicalmente de estilo de vida para así ser instrumentos que transformasen el mundo. Eso era inaceptable para ellos porque les suponía mucho más de lo que estaban dispuestos a dar. 


Aquellos discípulos que acusaban a Jesús de radical y se escandalizaban por lo que el Maestro decía acerca de la bondad del Padre y la vida eterna, pervivieron en el tiempo, y gente como esa consiguió que lo que el Mesías dijo, hizo y quedó recogido en las Escrituras se tergiversase tanto que, paradójicamente, seamos muchas las personas que clamamos para que esta doctrina de escasa misericordia y abundantes normas superadas, esta doctrina inadmisible, sea revisada y humanizada. Que se haga tan humana como el propio Jesús, que se hizo uno entre hombres y mujeres para hacernos ver que Dios no era el juez dramático, inflexible, severo e intolerante que se nos hace creer, sino más bien un Padre bueno, el Abbá de Jesús, el papá que tan nerviosos ponía a los fariseos de entonces y tanto encrespa a los fariseos de ahora.


Ciertamente, dentro del armario no vivía el concepto de seguir a Jesús, pues me importaba mucho más la "simpleza" de no alejarme de Él. Las tentaciones de abandonar eran tan numerosas como cada motivo para seguir escondido. No encontraba en los Evangelios ni una sola razón que justificara una doctrina tan feroz contra los homosexuales, pero debía de ser algo muy grave para que la Iglesia se ocupara con tanta pasión por el sexto mandamiento y sus derivados.


Al salir del armario no cambió demasiado la situación. Me había hecho visible y esa doctrina ya no daba miedo, pero producía rabia. Por otro lado, sucedió como en el pasaje de Juan que hoy nos ocupa: no me asustaba lo que proponía Jesús y llegado el momento no deseaba irme y abandonar sino seguir adelante. Dentro del armario no podía más que mantenerme encendido, pero ahora quería arder, dar fuego de ese que había ido alimentando tantos años en la fragua, oculto y callado. La Doctrina de Jesús frente a la doctrina que me había tenido enterrado tantos años. ¿Cómo iba a echarme atrás ahora? ¿Cómo marcharme, Señor? ¿A dónde iría? Tus Palabras son espíritu y vida. Yo creo. Sé que eres el Santo de Dios.


Puede que nuestro seguimiento a Jesús escandalice a los discípulos que reniegan de la apuesta incondicional del Maestro por quienes habitamos los márgenes de la Iglesia. Una razón más para no tirar la toalla y seguir ofreciendo a las personas creyentes LGBTIQ+ un espacio seguro en el que compartir la alegría del Evangelio, y desde el que trabajar por una Iglesia realmente inclusiva. ¡Hay tanto por hacer!


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Muchos de los discípulos que lo oyeron comentaban: —Este discurso es bien duro: ¿quién podrá escucharlo? Jesús, conociendo por dentro que los discípulos murmuraban, les dijo: —¿Esto os escandaliza? ¿Qué será cuando veáis a este Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da vida, la carne no vale nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos de vosotros que no creen –desde el comienzo sabía Jesús quiénes no creían y quién lo iba a traicionar–. Y añadió: —Por eso os he dicho que nadie puede acudir a mí si el Padre no se lo concede. Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con él. Así que Jesús dijo a los Doce: —¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: —Señor, ¿a quién iremos? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios. 

agosto 17, 2024

CXLV ¿QUIÉN NOS APARTARÁ DEL PAN DE VIDA?


Sobre
 Juan 6, 51-58

Orando sobre este texto del Evangelio de Juan me viene al recuerdo otra experiencia, común seguramente a muchas personas cristianas LGBTIQ+. Quizá de las más tristes, porque nos privó del nexo tangible y perfecto con Jesús a quienes conservamos la fe sin dejárnosla hecha trizas en algún cruce del camino.


Desde que tuve consciencia de mi homosexualidad, siendo un niño, y como en todos lados me decían que andaba en pecado, dejé de comulgar. Muchas veces había intentado confesar “mi falta” para obtener la absolución y poder recibir la comunión con tranquilidad de conciencia, pero al acudir al confesionario nunca encontré más que condescendencia, cuando no desprecios o amenazas, y consejos para ponerme en manos de alguien que pudiera ayudarme a superarlo y a curarme hasta ser una persona normal.

Por eso eludía el sacramento de la reconciliación y, cuando era inevitable –estudié en un colegio religioso–, me guardaba de contar nada sobre lo que sentía para evitar conflictos. Dejé de asistir a la Eucaristía y, si obligadamente lo hacía, no comulgaba.


Mi armario a los doce o trece años era ya un gran castillo de altas murallas. Comenzaba a dominar la capacidad de esconder parte de mí mismo y simular aquello que yo no era, al mismo tiempo que iba acumulando dudas, miedo y angustia.

A los dieciséis era una caldera a presión con todas las válvulas cerradas y sucedió lo previsible. Pensé que era la única salida. Gracias a Dios fui torpe y mi plan no salió bien.

Aún con todos estos acontecimientos, no perdí la relación con Dios. Estas semanas con los textos de Juan he recordado con frecuencia ese trance y cómo después exploraba en las Escrituras buscando argumentos que demostraran que el Padre me quería tal como era.


Poco más tarde de todo eso, durante una de las misas en el colegio sucedió algo que me hizo sentir la necesidad vital de comulgar. En las poco frecuentes y siempre obligadas confesiones, seguía sin hablar de mi homosexualidad, por lo que el único asunto sobre el que no había recibido el perdón por parte de un sacerdote era ese aspecto de mi vida. Para entonces ya se había creado en mí una conciencia clara acerca de mi identidad sexual y estaba seguro de que ésta no me hacía despreciable ante el Señor. De repente una de las frases de la celebración, pronunciada mecánicamente durante años, resonó con fuerza en mi corazón y me agitó. Fue un segundo, y en ese instante parecía que todo se parase dando sentido a las palabras del centurión a Jesús cuando le pidió que curase a su siervo más amado: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará”. Me levanté y me atreví a comulgar. 

Así fue durante muchos años. Seguí comulgando sin dejar en el confesionario “mi gran pecado”, mi homosexualidad, eso que era la razón de ser de mi armario en todos los sentidos. Y continué pidiendo al Hijo de Dios una palabra suya que sanara esa sensación de estar comiendo el Pan vivo sin permiso, a la luz de todos pero secretamente, a escondidas.


Ahora miro atrás. Hago oración por esos años en los que pude forjar mi fe grabándola a fuego. Todo tiene su razón de ser. Todo tiene sentido. Y me conmueve comprobar cómo Dios no me perdió de vista, procurando el Pan de Vida para mí, la verdadera comida, el alimento que me hizo fuerte para ser yo mismo y desde donde compartir mi particular historia de salvación para que otras y otros mantengan viva la esperanza. Hay muchas personas LGBTIQ+ que en un momento determinado de sus vidas decidieron abandonar los sacramentos. Es urgente legitimar una tierra de acogida donde no falte pan y vino, donde la presencia del cuerpo y de la sangre de Jesús sea palpable, real, evidente. Donde compartir la vida sea un sacramento. Donde no se escatime en abrazos. Donde no se mire la mochila. Donde no haya extrañas ni extraños.

Jesús es pan recién horneado. ¿Quién osa poner condiciones para que todo el mundo se acerque a tomar un trozo? ¿Quién nos apartará del Pan de Vida?


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne. Los judíos se pusieron a discutir: —¿Cómo puede éste darnos de comer [su] carne? Les contestó Jesús: —Os aseguro que si no coméis la carne y bebéis la sangre de este Hombre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por él, así quien me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo y no es como el que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan vivirá siempre.  

agosto 10, 2024

CXLIV ¿QUÉ MURMURÁIS?


Sobre
 Juan 6, 41-50


De niño mi oración era sencilla. Supongo que inocente e ingenua. De esos años y en ese aspecto prácticamente no guardo ningún recuerdo importante. Solo cuando empecé a ser consciente de mi homosexualidad mi oración personal abandonó esa simplicidad de la niñez. Sobre todo al comprender que ser como soy era algo inevitable. En ese momento —aunque todavía no era ni mucho menos un adulto— la oración se hizo seria y dramática.

Entonces empecé a orar pidiendo a Dios que me hiciera diferente, que me quitara de raíz esos sentimientos y esos deseos, y que me transformara en un chaval como mis amigos, como otros chicos que conocía y ya empezaban a hablar de chicas, a relacionarse con ellas, y también comenzaban a burlarse de otros que eran homosexuales y habían sido reconocidos o delatados.


Rezaba para que Dios me curara y quitase de mí este pecado del que tantas veces me hablaban, que sería la causa de mi perdición, de mi entrada directa al infierno. Rezaba también para que nadie sospechara de mí, para que este fuera mi secreto inconfesable, pero secreto al fin y al cabo.

Mi oración se hizo interior, intima, reflexiva y, por eso, oculta y reservada. Envidiaba a quienes compartían sus rezos, preces o agradecimientos a Dios de forma espontánea y sincera en la eucaristía y otros encuentros. Yo no podía nombrar mis peticiones al Padre sin temor a escandalizar o —aún peor descubrirme. En las celebraciones me quedaba bloqueado aún cuando estaba deseando explotar y contarlo todo para descansar.


Dentro del armario te haces cobarde. El miedo se acrecienta, pese a estar bien oculto. Como el ladrón que siempre teme ser atrapado. Y cuando se es un adolescente ahogado en las propias dudas, incapaz de comunicarse, creído en que fallaba a todo el mundo y se arruinaba ante Dios, lo más fácil es fracasar también consigo mismo y llegar al límite.

Es curioso que ese momento dramático venga a mí con tanta frecuencia últimamente. Sé que, aunque no sirvió para romper el armario, tras aquello empecé a buscar al Padre con la certeza de que lo encontraría, y la seguridad de que sería Él quien me ayudaría a salir y me empujaría a poder ser yo mismo. Aún quedaría mucho para ese momento, un largo camino de desierto, pero es otra historia. Mientras tanto comencé a devorar las Escrituras, buscando razones para avalar mi certeza de que Dios me quería tal como era y que ser así no era malo a sus ojos.


El texto de Juan 6 me gustaba especialmente. Las palabras de Jesús acerca de quienes no le aceptaban y murmuraban sobre Él me parecían muy cercanas y esa experiencia me era familiar. Además me parecía muy curioso que quienes dudaban de Jesús lo hicieran precisamente porque conocían a sus padres y, por tanto, dudaban de su divinidad. Esa defensa de la humanidad que Jesús hace de sí mismo me hacía más fuerte en mi fragilidad. Su humanidad me confortaba y refrescaba la memoria de que compartíamos el mismo Padre.

Este pasaje me atrajo durante mucho tiempo porque me daba pistas para acercarme a Jesús a través de Dios. Orar al Padre para que me diera a conocer a Jesús me permitió ahondar en su humanidad, sobre la que aquellos fariseos murmuraban, la humanidad que compartía con el propio Jesús, humanidad que me hacía débil y quebradizo, poseedor de defectos y valores y también de mi identidad homosexual, obra del Padre como de cualquier otro rincón de mí mismo.


Y aún más, este texto de Juan me cautivaba porque en aquellos años tenia auténtica hambre de Dios, y cuando leía que Él era el pan de vida me invadía una paz intensa que creció hasta convertirse en una convicción que nunca me abandonó, ni siquiera en los momentos más oscuros.

Ahora entiendo bien qué significaba para Jesús no renunciar a su humanidad. Su decisión me invitó a no renegar de lo que yo soy, a ponerlo en valor, a reconocer la obra de Dios en todo mi ser. En definitiva, a apreciar que su pan de vida es alimento que me sostiene y me empuja a anunciar su bondad para que todas y todos, sean como sean, crean en Él.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Los judíos murmuraban porque había dicho que era el pan bajado del cielo; y decían: —¿No es éste Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo dice que ha bajado del cielo? Jesús les dijo: —No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si antes no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré el último día. Los profetas han escrito que todos serán discípulos de Dios. Quien escucha al Padre y aprende vendrá a mí. No es que alguien haya visto al Padre, sino el que está junto al Padre; ése ha visto al Padre. Os aseguro que quien cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del cielo, para que quien coma de él no muera. 

agosto 03, 2024

CXLIII EL PAN DE VIDA




Sobre
 Juan 6, 24-35

Dentro del armario se acumulan muchas tensiones, que generan dolor y se traducen especialmente y entre otras cosas en una terrible desconfianza hacia todo el mundo. Por eso al salir del armario tuve que aprender, primero, a confiar en las personas. Era un ejercicio necesario que empecé a trabajar incluso antes de dar el paso, una vez me convencí de que iba a hacerlo. 


Como creyente, aunque con mis creencias muy lastimadas, estaba seguro de que debía apoyarme en esa maltrecha fe que conservaba, y en la Palabra de Jesús, quizá porque no me quedaba otra salida, a menos que siguiera la tentadora senda de mandar a Dios lejos de mi vida y apostatar como estaban haciendo algunos amigos.

Decidí prolongar mi complicada relación con el Padre y seguir otro camino. Tuve que hacerlo en arriesgada soledad, desde la agitada aunque cómoda poltrona de mi armario privado, hasta alcanzar el desierto, cruzarlo fatigosamente y llegar por fin a la orilla del lago. Allí estaba Él y yo con los demás que le seguían, yo con hambre y Él realizando un signo compartiendo pez y pan hasta sobrar varias cestas.


Orando el texto de Juan y llevándolo a mi vida comprendo que, efectivamente, salí con hambre de saber fiarme de los demás. Un hambre casi física que pude saciar con panes y peces.

Colmado de este Jesús que me dio de comer, corrí a buscar más. Como esas gentes que no se apartaban del Maestro porque habían apreciado sus habilidades casi mágicas, destreza que les evitaría pasar hambre nunca más, así fui a esperarlo a la otra orilla, sin tener muy claro si me guiaba la necesidad de dejar de escuchar el ruido de mis tripas o si me movía la intuición de que iba a encontrar a quien cambiaría el sentido de mi vida.


Y sucedió más o menos de esta forma: pensaba que las palabras de Jesús acogiéndome serían como el maná, saciarían mi hambre cotidiana que mezclaba la necesidad de ser aceptado, ser redimido y poder confiar de nuevo en las personas. Pero Jesús no me ofreció eso, es decir, no me ofreció la paz que esperaba, sino el riesgo de tomarlo como Pan de Vida.

Probablemente sea tan importante el instante en el que Jesús se da como algo más que una "simple” comida a orillas del lago, como el momento en el que descubro que se estaba terminando la etapa en la que despreocupadamente esperaba todo hecho para mí, y se iniciaba el tiempo en el que el Pan de Vida me empuja a anunciar que Dios es amor, es riesgo, es acogida, es vida, es mucho más que centenares de peces y trozos de pan que calman el hambre un rato para más tarde volver.


A eso estamos llamadas las personas LGBTIQ+ cristianas: a ser instrumentos de esperanza. No a quedarnos en el hambre de un momento que vuelve a las pocas horas de comer, sino a gozar del Pan de Jesús, una vez sabemos que en Él confiamos la certeza de que somos hijas e hijos queridos por Dios.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron en los botes y se dirigieron a Cafarnaún en busca de Jesús. Lo encontraron a la otra orilla del lago y le preguntaron: —Rabí, ¿cuándo llegaste aquí? Jesús les respondió: —Os aseguro que me buscáis, no por las señales que habéis visto, sino porque os habéis hartado de pan. Trabajad no por un sustento que perece, sino por un sustento que dura y da vida eterna; el que os dará este Hombre. En él Dios Padre ha puesto su sello. Le preguntaron: —¿Qué tenemos que hacer para trabajar en las obras de Dios? Jesús les contestó: —La obra de Dios consiste en que creáis a aquél que él envió. Le dijeron: —¿Qué señal haces para que veamos y creamos? ¿En qué trabajas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo. Les respondió Jesús: —Os lo aseguro, no fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo. Le dijeron: —Señor, danos siempre de ese pan. Jesús les contestó: —Yo soy el pan de la vida: el que acude a mí no pasará hambre, el que cree en mí no pasará nunca sed.