Sobre Juan 20, 19-23
A menudo cuando hago meditación personal, traigo a la oración un verano en el que tuve la osadía de pedir explicaciones a Dios, decidido a reencontrarle o bien abandonar la búsqueda definitivamente. Deseaba que Él me aclarara cómo podía dar sentido a mi vida sin tener que renunciar a quien era y a como era. Me había marchado de Maranathá, mi comunidad. Había dejado mi labor como catequista. Había abandonado los sacramentos. Todo porque me sentía vacío. Hastiado y agotado de tanto tiempo aparentando lo que no era.
Con Dios me limité a hablar. Hablaba yo, sin parar. Y cada vez le recriminaba cuánto me había hecho sufrir durante toda mi vida por haberme creado homosexual y cuánto sufría todavía por ello.
Pero no recibía respuestas. Entonces me fui a buscarlas a Loja, un pueblo de Granada, en una experiencia de ruidoso silencio en medio de la cual confiaba encontrar alguna luz. Era el verano de 2003.
Allí fue donde, estando dentro del armario con las puertas cerradas, Jesús entró y me dijo “la paz esté contigo”. Dios se sirvió de pequeños detalles para tranquilizarme y reposarme.
Después me mostró las heridas de las manos y el costado. Vi que en sus heridas estaban mis heridas. Todo lo que me había hecho daño durante mi vida estaba ahí, en las manos y el costado de Jesús. Cada minuto de miedo y soledad. Cada lágrima. Todas las dudas. Las heridas de Jesús eran las mías y ahí estaba todo mi sufrimiento, con el suyo. Él sufría conmigo, y me llamaba a aceptarme, a dejar de compadecerme, a no seguir culpando a nadie. Me impulsaba a ser yo mismo, sin miedo. Sus heridas garantizaban cómo me amaba. Tanto que había dado su vida por mí, y por mí al completo, sin despreciar nada de cuanto soy.
Entonces me alegré porque estaba reconociendo al Señor. Sentí cuánto le había echado de menos y cómo le necesitaba. Volvía a casa como el hijo pródigo, y el Padre estaba esperando a la puerta para recibirme. Ahora lloraba de alegría.
Aún dentro del armario, con las puertas cerradas por temor a los que estaban fuera, Jesús sopló su aliento sobre mí, y me dijo: recibe el Espíritu Santo. En ese momento me llené de su fuerza y perdí el miedo. Mi fe se hizo fuerte, enraizó profundo y mi voz pudo pronunciar otra vez el nombre de Jesús, el Salvador.
El Espíritu me sacó del refugio donde toda mi vida había estado oculto. Ya no temía a nadie. No me hacían daño las armas de quienes antes podían causarme dolor.
Para mí, Pentecostés conmemora este paso de tener miedo a tener vida. De no ser yo a ser yo mismo. De dudar a creer. De desesperar a confiar. De sufrir a gozar. De la tristeza a la alegría. De querer morir a querer vivir.
Mi particular Pentecostés sucedió un verano, porque estaba cansado y desesperado, defraudado, muerto de miedo, y en ese momento preciso me empeñé en buscar razones para no perder definitivamente la fe que se me apulgaraba en un armario cerrado a cal y canto.
Pero Pentecostés puede suceder cualquier día.
Basta confiar. Sólo es necesario dejarse hacer, ponerse en manos del Padre. Es cuando el Espíritu Santo sopla. Y viene. Viene siempre.
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos.
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