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mayo 25, 2024

CXXXIII DIOS UNO EN TRES


Sobre
 Mateo 28, 16-20



Tuve la suerte de entender desde muy pequeño toda esta complicación de tener un Dios que está dividido en tres pero que es uno. Mi catequista de Primera Comunión nos lo explicó mediante un cuento que ahora mismo no soy capaz de poner en pie, pero que estaba muy alejado de las cosas serias y enrevesadas que aparecían en el catecismo, como lo de que Dios es uno y trino, algo que a un chaval de 8 años le parecía un poco raro, aunque en Dios todo era posible. El catecismo de la época tenía infinidad de preguntas con sus respuestas, que debíamos aprender de memoria y soltar como papagayos. Había varias dedicadas al misterio de la Trinidad. Una concretamente decía: “¿Qué es la Santísima Trinidad?” Y la respuesta apuntaba: “La Santísima Trinidad es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero”.

Hasta aquí todo iba más o menos bien. Pero se complicaba un poco más a medida que el catecismo avanzaba.

Otra pregunta y su solución decía así: “¿Por qué decimos que la Santísima Trinidad es un misterio? - Decimos que la Santísima Trinidad es un misterio, porque ninguna inteligencia creada puede entenderlo en este mundo”. Y para liarnos del todo, había una que sentenciaba una vida llena de dudas: “¿Entenderemos en el cielo el misterio de la Santísima Trinidad? - En el cielo entenderemos el misterio de la Santísima Trinidad, como ya lo entienden los Ángeles y los Santos”.

El caso es que mi catequista decidió que sería un suplicio aguantar desde nuestros 8 años hasta el final de la vida para entenderlo todo en el cielo y, por si acaso no íbamos allí, decidió contarnos la verdad en ese momento. Lo hizo, como dije, mediante un cuento que no recuerdo muy bien, pero sí estoy seguro de que hablaba de la generosidad de Dios como creador, quien nos ama tanto que Él mismo se hace hombre dándose por nosotros hasta la muerte, y Él mismo se hace Espíritu Santo para quedarse en el mundo. No estoy convencido de que su cuento fuese aprobado por un consejo de teólogos, pero pedagógicamente fue mucho mejor y más eficaz que el catecismo.


Sea como sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, uno en tres, la verdad es que nunca tuve conflicto para integrar este dogma en mi fe. Probablemente si no fuera así, hace mucho tiempo que habría abandonado. Porque a lo largo de mi vida han sido numerosos los desencuentros con Dios, todos ellos con el fondo de mi identidad sexual. 

Es común a la mayoría de las personas LGBTIQ+ creyentes preguntarse en algún momento de la vida la razón por la que Dios Padre nos ha creado tan desgraciadas por diferentes a las normas tradicionales. Y también, recriminar al Hijo de Dios, Jesús, porque su mensaje de amor incondicional entre hermanos no funciona. 

Los creyentes LGBTIQ+ vamos salvando estos conflictos con el Padre y el Hijo porque –inconscientemente– nunca nos dejamos abandonar por el Espíritu. Por eso jamás perdimos del todo la fe, por mucho que nos alejamos irritados del Padre o del Hijo.

Ahora, escarbando en mi historia me hago consciente de ello: es el Espíritu Santo quien se aferró a mí incluso en los momentos en los que salí huyendo y me creí totalmente alejado de Dios. Sin embargo Dios mismo se encontraba conmigo, Dios creador, Dios hecho hombre paciente, Dios callado para no asustarme, Dios Espíritu esperándome a que estallara agotado y entonces, cuando eso sucedió, inesperadamente su luz me descubrió el camino para regresar al Padre y al Hijo, y me regaló la fuerza, el conocimiento pleno de Dios, la aceptación absoluta de que soy una creación perfecta, admirable del Padre.

También, en ese instante el misterio de la Trinidad ya no es tal, sino la certeza de que de una u otra forma Dios como Padre, como Madre, como Hijo o como Espíritu Santo, está con nosotras y nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. 


Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que les había indicado Jesús. Al verlo, se postraron, pero algunos dudaron. Jesús se acercó y les habló: —Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo. 

mayo 18, 2024

CXXXII VEN, ESPÍRITU SANTO


Sobre
 Juan 20, 19-23


A menudo cuando hago meditación personal, traigo a la oración un verano en el que tuve la osadía de pedir explicaciones a Dios, decidido a reencontrarle o bien abandonar la búsqueda definitivamente. Deseaba que Él me aclarara cómo podía dar sentido a mi vida sin tener que renunciar a quien era y a como era. Me había marchado de Maranathá, mi comunidad. Había dejado mi labor como catequista. Había abandonado los sacramentos. Todo porque me sentía vacío. Hastiado y agotado de tanto tiempo aparentando lo que no era.

Con Dios me limité a hablar. Hablaba yo, sin parar. Y cada vez le recriminaba cuánto me había hecho sufrir durante toda mi vida por haberme creado homosexual y cuánto sufría todavía por ello.

Pero no recibía respuestas. Entonces me fui a buscarlas a Loja, un pueblo de Granada, en una experiencia de ruidoso silencio en medio de la cual confiaba encontrar alguna luz. Era el verano de 2003.

Allí fue donde, estando dentro del armario con las puertas cerradas, Jesús entró y me dijo “la paz esté contigo”. Dios se sirvió de pequeños detalles para tranquilizarme y reposarme.


Después me mostró las heridas de las manos y el costado. Vi que en sus heridas estaban mis heridas. Todo lo que me había hecho daño durante mi vida estaba ahí, en las manos y el costado de Jesús. Cada minuto de miedo y soledad. Cada lágrima. Todas las dudas. Las heridas de Jesús eran las mías y ahí estaba todo mi sufrimiento, con el suyo. Él sufría conmigo, y me llamaba a aceptarme, a dejar de compadecerme, a no seguir culpando a nadie. Me impulsaba a ser yo mismo, sin miedo. Sus heridas garantizaban cómo me amaba. Tanto que había dado su vida por mí, y por mí al completo, sin despreciar nada de cuanto soy.

Entonces me alegré porque estaba reconociendo al Señor. Sentí cuánto le había echado de menos y cómo le necesitaba. Volvía a casa como el hijo pródigo, y el Padre estaba esperando a la puerta para recibirme. Ahora lloraba de alegría.


Aún dentro del armario, con las puertas cerradas por temor a los que estaban fuera, Jesús sopló su aliento sobre mí, y me dijo: recibe el Espíritu Santo. En ese momento me llené de su fuerza y perdí el miedo. Mi fe se hizo fuerte, enraizó profundo y mi voz pudo pronunciar otra vez el nombre de Jesús, el Salvador.

El Espíritu me sacó del refugio donde toda mi vida había estado oculto. Ya no temía a nadie. No me hacían daño las armas de quienes antes podían causarme dolor.


Para mí, Pentecostés conmemora este paso de tener miedo a tener vida. De no ser yo a ser yo mismo. De dudar a creer. De desesperar a confiar. De sufrir a gozar. De la tristeza a la alegría. De querer morir a querer vivir.

Mi particular Pentecostés sucedió un verano, porque estaba cansado y desesperado, defraudado, muerto de miedo, y en ese momento preciso me empeñé en buscar razones para no perder definitivamente la fe que se me apulgaraba en un armario cerrado a cal y canto.

Pero Pentecostés puede suceder cualquier día.

Basta confiar. Sólo es necesario dejarse hacer, ponerse en manos del Padre. Es cuando el Espíritu Santo sopla. Y viene. Viene siempre.



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos.

mayo 12, 2024

CXXXI ID POR TODO EL MUNDO


Sobre
 Marcos 16, 15-20



Expulsar demonios, hablar en lenguas desconocidas, agarrar serpientes con las manos, beber veneno sin peligro o imponer las manos a los enfermos y lograr su curación eran cualidades casi mágicas que el autor de este texto atribuía a quienes creyeran y fuesen bautizados. Sólo así serían salvados. Es decir, la inmensa mayoría de las personas cristianas no vamos a salvarnos, porque no disfrutamos de ninguno de esos dones. Al menos yo no, desde luego en el sentido literal. ¿O sí?

Hoy sé que sí, que es cierto. Porque, de hecho, pude expulsar los demonios del miedo, del rencor, de la desesperanza, del cansancio, de la falta de fe. Tantos demonios como ganas de abandonar, de rendirme, de morir o de huir.
Hablé lenguas desconocidas cada vez que supe entender que las palabras que me herían no tenían derecho a hacerme sentir peor persona; también cuando aprendí a leer las señales de peligro y supe contestar pronunciando perfectamente “yo soy la mejor versión de mí mismo”. Agarré serpientes con las manos: la serpiente del odio, del desprecio, del insulto, de la murmuración, de la burla, de la discriminación… La serpiente de la rabia. Las agarré con las manos.
Bebí el veneno del resentimiento y no me hizo mal. No pudo conmigo.
Impuse las manos a otras personas que buscaban salida, que precisaban una luz que les mostrase el camino para ser ellas mismas sin perder de vista al Creador, sin olvidar ni renunciar a la fe.
Descubrir esto ahora, y que se revele en mí como experiencia de vida, hace que me envuelva un inmenso sentimiento de gratitud a Dios, por cuanto me ha regalado todo eso que parecía imposible.

Hay algo que une a la mayoría de las personas LGBTIQ+, y especialmente a las creyentes: si somos honestos, hemos de reconocer que en algún momento de nuestras vidas pedimos a Dios que nos cambiara, que borrara nuestra identidad de lesbiana, gay, bisexual, transexual, …, y nos permitiera gozar de una existencia sin miedos, sin escondites, sin disfraces, sin dificultades. Confieso que estuve, más de una vez, largos ratos con Dios en oración pidiéndole que, si era posible, me cambiara de raíz porque ya no podía aguantar más, porque ya no sabía ni siquiera si merecía ser escuchado, si me oía, si me prestaba atención.
Y hubiera dado cualquiera de mis súper poderes, el don de lenguas, la expulsión de demonios, lo que fuera, con tal de ser como mi amigo Carlos que tenía novia, y no tenía nada que ocultar como yo hacía, siempre cauto, siempre disimulando, siempre aparentando quien no era.

Atravesar desiertos, la soledad, obliga a enfrentarse a uno mismo y con ello a los miedos, los temores, las sombras. Y definitivamente nos dirige hacia los oasis, los pozos donde, de repente, encuentras a Dios esperando y te hace ver que, por mucho que huyes, Él te encuentra, te cura, te renueva y te dice: no temas a los demonios, habla, cuenta tu historia, atraviesa nidos de serpientes, no temas al veneno que te ofrezcan, y además ten presente que tu testimonio será igual a mis manos, porque yo estaré contigo, yo soy tu Dios.

Ya no hablo solo por mí cuando afirmo que las personas LGBTIQ+ cristianas estamos llamadas a hacer realidad todos estos dones, y lo estamos manifestando, los estamos haciendo visibles.
Cumplimos por eso la voluntad de Jesús, quien nos dice “id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura”.
Para nosotras, para nosotros la Buena Noticia es que Dios nos quiere tal como somos, sin juzgarnos, sin oponer resistencia a nuestra forma de sentir o de amar. Esto tan sencillo le está siendo ocultado y arrebatado a muchas personas que esperan una Palabra de esperanza para recuperar al Dios Padre y Madre que les robaron.



Y les dijo: —Id por todo el mundo proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad.  Quien crea y se bautice se salvará; quien no crea se condenará. A los creyentes acompañarán estas señales: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes; si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se sanarán. El Señor Jesús, después de hablar con ellos, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la Palabra con las señales que la acompañaban.

mayo 04, 2024

CXXX SENTIRME AMADO


Sobre 
Juan 15, 9-17


Lo más hermoso que le puede suceder a una persona es sentirse amada. Ser amada en plenitud, es decir, ser aceptada sin reparos, reconocida tal como es, respetada sin condiciones. Ese es el amor al que se refiere Jesús y no a otro. Amor incondicional. Amor sin prejuicios. Amor sincero. Amor desinteresado.

No soy consciente de cuándo me sentí por primera vez realmente así, amado en plenitud. No me refiero al enamoramiento, eso es más eléctrico, más pasional e incontrolable. Hablo del amor sin interés.

Por supuesto, el amor de mis padres, de mi familia, de las personas cercanas, es una constante en mi vida. Pero dentro del armario siempre, siempre, siempre existía el miedo a revelar el gran secreto, eso que me señalaría, me pondría un sello visible y me haría foco de burlas, desprecios y humillaciones, como estaba harto de ver les sucedía a los gays que se atrevían a salir o eran sacados a trompicones del armario.

Yo no me atreví a contarlo. Precisamente por el temor a que hacerlo rompiera el frágil equilibrio que mantenía vivo eso que yo llamaba amor de los demás y por los demás. Hasta pasado mucho tiempo no pude saber si el amor mutuo hubiera sido el mismo antes que después de contar mi verdad.

De adolescente más de una vez soporté asustado las charlas acusadoras sobre lo terrible de ser un desviado, un pervertido sodomita, y cuánto entristecía a Dios este tipo de comportamientos enfermos. Al rato esa misma persona que me había hundido convenciéndome de lo horrible que yo era, podía proclamar con la mayor naturalidad la lectura de Juan, “amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Entonces me preguntaba cómo podían amarme y cómo podía amarme Dios. Según eso, nunca iba a suceder.

Recuerdo a Thalía, una chica transexual de 17 años. Se suicidó incapaz de soportar la presión y el acoso que sufría. Una persona joven más, y ya no sé cuántas, que se desespera y decide morir porque es mejor que vivir así, en un infierno.
Cuando a la presión social se une la culpabilidad religiosa, es todavía peor; porque quienes alimentan esa desesperanza nos hacen confundir el infinito amor que Dios tiene a todas sus criaturas, y lo traducen en rechazo y vergüenza. El “amaos los unos a los otros como yo os he amado” pierde todo su sentido trascendente y es un fraude. Entonces prefieres morir, como Ekai, como Thalía, como yo con dieciséis años.

Debo dar gracias a Dios porque conmigo evitó que consiguiera irme. Me salvó de la muerte, me salvó de mis miedos, me salvó de las fieras y no me perdió de vista en mis travesías por desiertos enormes. No lo elegí yo a Él, sino que fue Él quien me eligió a mí.

Al final, en el lugar más inhóspito siempre hay un pozo de agua fresca. Sacié mi sed y tomé fuerzas para recuperar fe y vida. Ahí encontré el amor de Dios y supe que las palabras de Jesús –como el Padre me amó, así os amo yo– las pronunció pensando en las personas a las que nos fue arrebatada la posibilidad de ser naturalmente, desde muy jóvenes, desde siempre, amadas tal como somos.


Como el Padre me amó así yo os he amado: permaneced en mi amor. Si cumplís mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he cumplido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre. No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto, un fruto que permanezca; así, lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederé. Esto es lo que os mando, que os améis unos a otros.