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marzo 30, 2024

CXXV TRES CLAVES PARA RESUCITAR


Sobre
Juan 20, 1-9


Una: Sufrir.


La pasión y muerte de Jesús no tiene sentido si no es a través de la resurrección. Esto que parece tan obvio para cualquier persona cristiana, no lo es para muchas mujeres y muchos hombres LGBTIQ+ que, en diferentes situaciones, viven un continuo sufrimiento durante toda su vida. Creer en la resurrección de Jesús requiere mucha fe. Mucha más cuando la pasión y el martirio forma parte de lo cotidiano.

En la realidad LGBTIQ+ puede ocurrir que pensemos que efectivamente creemos, y afirmemos que de verdad Cristo vive, pero nos quedemos atrapados en la pasión y vayamos muriendo sin dar el paso a la Pascua. En cierta medida no puede ser de otra forma, es consecuencia de la crónica vital de tantas personas que no pueden superar los escenarios de miedo, espacios de temor y entornos de rechazo en los que se desenvuelven.

La comunidad LGBTIQ+ aún sufre excesivas afrentas a nivel social como para considerarse libre. No me acojo al recurso del victimismo, sino a los datos objetivos que ofrece el propio Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos cada año, o a las frecuentes noticias en los diarios de nuestro país con sucesos lgbti-fóbicos de diverso tipo. 


¿Y en cuanto a la fe? Tampoco ejerzo de mártir si aseguro que las personas LGBTIQ+ aún estamos marcadas y desposeídas de la presunción de inocencia que disfrutan las heterosexuales. Si no fuese así no habría sido necesaria la declaración del papa Francisco, afirmando que quien rechaza a los homosexuales no tiene corazón humano. No se dirigió en especial a los no creyentes, de quienes no se espera ningún compromiso más allá del que surja del deber cívico o moral. Francisco habla a los cristianos, que se deben al Evangelio. 

En mi propia experiencia he recibido más golpes de quienes dicen creer en Jesús y abrazar su Palabra que de quienes no creen en Dios y actúan desde su propia conciencia. Me duele especialmente porque el daño me lo han causado mis propios hermanos en la fe, sólo porque mi orientación sexual no satisface las directrices que marca la Doctrina y, por tanto, mis comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. 

Desde esa perspectiva es lógico que haya católicos, tanto laicos como religiosos y entre estos, tanto curas de parroquia como obispos, que crean conveniente ofrecernos como obra de misericordia la oportunidad de curarnos, porque somos enfermos. La salvación del alma viene por añadidura.


Con todo este panorama es difícil evitar que existan armarios, sobreabundantes en los entornos religiosos. Hace unos años se difundió una entrevista de la BBC a un católico cofrade que afirma vivir perfectamente siendo homosexual en el espacio de su Hermandad. Pero no quiso hablar ante las cámaras a rostro descubierto ni dar su nombre para evitar problemas. Viendo la entrevista nadie puede dudar de la fe de esta persona, pero ¿qué religión es esta que se adueña de Dios para impedir en su nombre que las personas sean ellas mismas y puedan dar la cara sin temor a ser juzgadas? 

Esto no pasa de la pasión y muerte. Para llegar a la resurrección hace falta mucha más fe. Pero es imposible alcanzarla cuando se ponen tantas trabas para la esperanza y se ofrecen muchas más razones para dejar de creer que otra Iglesia es posible.


Dos: Creer


En el armario es prácticamente imposible creer. Si de verdad hubiese creído, habría salido de él mucho antes. Creer en mí, creer en Él. Creer.

Tener fe es otra cosa. Es esperar esperanzado. Nunca perdí la fe, ese grano de trigo que me entregaron de pequeño y que fue menguando hasta convertirse en una minúscula semilla de mostaza. Aún así confieso que dentro del armario nunca creí de verdad en Jesús como salvador de mi vida, porque lo único que me había llegado a los oídos es que para mí no había salvación si perseveraba en esta orientación sexual. Y eso era algo que no podía evitar. Yo siempre sería homosexual y Cristo —me decían— no quiere eso.

El armario ocultaba a Dios y alumbraba todo lo que justificaba mi condena. Por eso digo que era imposible creer si creer es proclamar que Dios me ama tal como soy, tal como siento, tal como amo. 

Yo empecé a creer de verdad, con convicción, y a sentir que la semilla de mostaza rompía e iban brotando raíces, tronco, ramas y hojas, cuando me alejé de la Iglesia. Me duele mucho reconocer eso, pero asombrosamente esta es una reacción común a muchas personas cristianas LGBTIQ+. Hay quien nunca regresa, gente especialmente descorazonada y defraudada con una realidad que les ha grabado a fuego experiencias de rechazo y desprecio. 

Otras personas, como yo, nos fiamos del Espíritu. Dios se valió de mi soledad para que pudiese escuchar su voz. El desierto es terreno fértil para reconocerse débil ante el Creador y, a la vez, notarse increíblemente valioso para Él. Para mí el desierto no significó distanciarme de Dios —pues más bien mi intención era encontrarle—, sino alejarme de la Iglesia que me causaba daño. Recuerdo que esto mismo se lo conté a un sacerdote; me pidió perdón porque se sentía cómplice de todo ese entramado de normas, tradiciones y doctrina que me había causado tanto dolor. “A veces —me dijo— la Iglesia parece una estructura absurda y complicada que oculta lo importante: el Evangelio. Pero en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”. 

Es verdad. Encontrar a Dios significó dos cosas: primero, reconocerme como hijo querido y amado por Él, que no juzga mi forma de ser, amar o sentir; y segundo, necesitar de la Iglesia para, desde ahí, poder encauzar mi fe enfocándola hacia los demás anunciando que, efectivamente, otra Iglesia es posible. La mostaza había crecido. Ahora creía de verdad.


Tres: Vivir.


Resucitar es volver, regresar. Significa hacer vida la palabra de Jesús: “Si el grano de trigo no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto”. 

Para las personas LGBTIQ+ resucitar es también recuperar la alegría de vivir. Por lo general, las mujeres y los hombres LGBTIQ+ cristianos que vuelven a la vida de Jesús han (hemos) peleado mucho por no perder la fe, y eso nos hace ricos en experiencia de Dios, porque hasta que no resucitamos con Él no nos reconocemos en plenitud. 

Sufrir las dificultades de ser LGBTIQ+ en medio de una sociedad a veces hostil, y en el seno de una Iglesia que se muestra oficialmente condescendiente y en gran medida excluyente, es muy duro. Pero esos conflictos han hecho posible que para mucha gente se activase la necesidad de buscar otras realidades de Iglesia, realidades que existen y se hacen fuertes. Como decía aquel sacerdote, “en la Iglesia también hay buena gente, gente de Dios”. Por tanto, somos instrumentos imprescindibles en el proceso de resurrección de la Iglesia de Jesús.

Resucitar, recuperar la alegría de vivir, reconquistar la Iglesia como casa de todas y todos y reconocer a Jesús como Señor de nuestras vidas es una misma cosa. Creo que no es lícito evitar el compromiso que se nos demanda. Hemos resucitado para dar testimonio de que Cristo vive y por Él vivimos. Convirtamos los corazones de piedra en la sonrisa del Creador. ¡Hay que vivir! Ya hemos muerto muchas veces. 


El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

marzo 23, 2024

CXXIV TRES PISTAS SOBRE LA PASIÓN: DE LA NEGACIÓN AL PERDÓN


Sobre
 Marcos 14,1-15,47


La crónica de la pasión y muerte de Jesús tiene muchos detalles que esperan ser descubiertos para dar luz y sentido a diferentes sucesos de nuestra vida. Cada lectura revela alguna novedad que nos asombra y conforta. En esta reflexión quiero compartir tres momentos que, partiendo del relato de la pre-Pascua que nos ofrecen los cuatro evangelistas (hoy no me ceñiré solo a la lectura del día), pueden orientar mi historia como persona LGBTIQ+: las negaciones de Pedro, Cristo portando la cruz y las palabras de Jesús, «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».


1. Reconocer a Jesús


No es extraño que las personas LGBTIQ+ cristianas coincidamos en la experiencia de distanciamiento con respecto a Dios y la Iglesia. Habitualmente equiparamos esa secuencia de alejamiento y posterior regreso con la parábola del hijo pródigo. Pero a mí me atrae otro pasaje que está dentro del relato de la pasión: las negaciones de Pedro.

Desde siempre me siento muy identificado con Pedro: cabezota, desconfiado, temeroso; pero esa identificación ha evolucionado con el tiempo. También (supongo) gracias a la oración. 

Antes de salir del armario veía en mí al Pedro cobarde que no es capaz de dar la cara por Jesús. Así era yo, una persona atemorizada que no se atreve a decir a nadie quién es en verdad y, por descontado, que es incapaz de discernir el lugar de Dios en su vida.

Ahora sé que el Padre no tuvo nada que ver con que estuviese tantos años dentro de un armario. Realmente a quienes tenía miedo de que pudieran hacerme daño era a las mujeres y hombres, incluyendo personas de Iglesia, que manifestaban algún tipo de aversión hacia mí o hacia lo que yo significaba. 

Dios —por mucho que se empeñaran algunos en hacérmelo creer— no tiene nada que ver en ello. Aún así, la reacción más común es culpar al Padre e iniciar un proceso de negación respecto a lo que Él es y representa. 

Cuando preguntaban a Pedro, negaba tercamente que conociera al Señor. Yo también he negado a Jesús diciéndole “esto es demasiado, no quiero arriesgar, no te conozco, te abandono”. No quería saber nada.

Pero cada cual conoce los cantos del gallo que dan paso a la urgencia por recuperar a Dios en su vida. Pedro volvió en sí con el tercer canto, dándose cuenta de que solo Jesús podía dar sentido a su existir. Rescató el valor necesario para ser él mismo sin renunciar al Maestro y recuperar su papel de testigo. 

Para mí fue la necesidad apremiante de reconocerme persona valiosa y, en consecuencia, obra preciosa del Padre. Saberme amado por Dios tal como soy, con mi propia identidad, con mis valores y errores, me puso en camino y al mismo tiempo me ayudó a dar testimonio de lo que el Mesías había hecho en mí, como le sucedió a Pedro.


2. Cargar la cruz


Con quince años busqué una iglesia donde pasar desapercibido, para poder confesarme. Temía contar nada a sacerdotes con los que trataba en el colegio, obsesionado por mantener en secreto lo que estaba sintiendo. No temía tanto que me delataran como que nunca supieran que era uno de esos invertidos, pecadores condenados, según lo que les había escuchado que eran los hombres y mujeres LGBTIQ+. Imaginaba sus miradas acusadoras cada vez que me cruzara con ellos por los pasillos. En realidad esta es la carga de ofuscación que lleva en la mochila cualquier persona que malvive en el armario y yo no era la excepción: una desconfianza que convive con el temor a ser descubierto y el miedo al daño que eso pudiera causarme.

Fui a una parroquia en un barrio al otro extremo de la ciudad. Vi que era un cura joven y respiré tranquilo presintiendo que podría darme algunas palabras de ayuda. Pero fue todo lo contrario: se cercioró de que comprendiera que mi alma estaba en serio peligro, y me arengó sobre los terribles efectos para mi vida si mantenía ese instinto desviado. También me hizo ver lo triste que estaba Jesús por mi causa.

Le conté que no podía evitar lo que sentía, y entonces me dijo: —Esta es tu cruz. Coge tu cruz y pórtala sacrificándote por Cristo. 


Jamás he regresado a aquella parroquia ni he vuelto a ver a ese sacerdote que consiguió entristecerme y desalentarme aún más de lo que ya estaba. Pero cuando visito algún templo y veo una imagen de Jesús portando la cruz, me acuerdo de ese momento y espontáneamente rezo por todas las cruces que hay en esa que porta el Maestro. Cuando ese cura me invitó a coger la cruz de mi homosexualidad, estaba dando por hecho que mi identidad sexual era algo malo y perverso, un instrumento de martirio que debía llevar toda mi vida soportando sacrificadamente, ofreciéndoselo a Dios para eximir este pecado abominable. 

Eso que daba por seguro aquel sacerdote no sólo no sirvió para nada a un chaval asustado de quince años, sino que lo hundió en la angustia de sentirse un error.

Ser LGBTIQ+ no es una cruz. Por el contrario, sí es una cruz soportar el desprecio, la intolerancia, el rechazo, la exclusión, los murmullos, los golpes, las burlas por ser diferente. Una cruz es el armario. Una cruz es la soledad. Una cruz es el miedo.

Cuando Jesús carga la cruz camino del Gólgota lleva sobre sí todas esas cruces, las de las personas LGBTIQ+, las de todos los sufrientes, las de las periferias de la Iglesia.


3. Perdonar


Creo que el perdón es la última tarea pendiente de la comunidad LGBTIQ+ cristiana. Sé por experiencia que las mujeres y hombres LGBTIQ+ guardamos suficientes razones para alimentar el rencor y el resentimiento que, muchas veces, cuesta trabajo dominar.

En el colectivo LGBTIQ+ sufrimos rechazo así como violencia verbal y física, especialmente grave si en vez de vivir en un país libre lo haces en cualquiera en los que ser LGBTIQ+ es un delito o está penado con la muerte.

Esto es alarmante. Pero es escandaloso que desde la Iglesia se mantengan y validen mensajes excluyentes y ofensivos, presentando a las personas LGBTIQ+ como raros, enfermos y contrarios a la fe auténtica. Según el Catecismo, nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. Ese y otros documentos, intervenciones, homilías, crean en el Pueblo de Dios la percepción de que las personas LGBTIQ+ somos seres anómalos que no vivimos según los valores de los Evangelios. Así es difícil eliminar el rencor. Cuando una herida cura, se abre otra.


La comunidad LGBTIQ+ cristiana debe generar corrientes de perdón, más allá de entrar en el juego de la ofensa. Una vez sabemos que somos obra del Padre, y que asumimos que nada podrá separarnos del amor de Dios, sólo queda llevar a la práctica no ya las palabras de Jesús cuando dice “Orad por los que os calumnian”, o “Perdonad setenta veces siete”, sino sobre todo las que pronuncia desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Esa frase significa que debemos amar a los enemigos, a quien nos hace mal, a quien nos calumnia, a quien nos rechaza y excluye. No es suavizar la denuncia profética sino revestir de misericordia nuestra voz y con ella todas nuestras acciones. 


Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba extrañado. Por la fiesta solía soltarles un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio —al pretorio— y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!». Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecían vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos, burlándose: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban. Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: «Eloí Eloí, lemá sabaqtaní?». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»).  Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, llama a Elías».  Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».

marzo 16, 2024

CXXIII DE LA MUERTE A LA VIDA


Sobre 
Juan 12, 20-33

En realidad nunca tuve miedo a la muerte como tal estando en el Armario, en ese largo desierto. Aunque me aterraba la idea de morir e ir (tal como pintaba todo) al infierno. Pero ese es otro sentir diferente. 
Por el contrario, sí que palpé alguna vez el miedo a la muerte de los otros, de los demás: de mis padres, de mis hermanos, de mis amigos, de quien amaba… 
Tengo claro que yo nunca tuve miedo a morir. Por el contrario, en mi adolescencia sí deseé mi muerte. 

En un retiro de esos que llevábamos a cabo durante el curso en el colegio donde estudiaba, el director espiritual empleó buen tiempo en abordar el tema de la moral sexual, como si el sexto mandamiento fuese el pilar fundamental de la fe. Por supuesto, entre otras materias, abordó el asunto de las relaciones prematrimoniales, y se dedicó con fervor a hablar sobre el pecado nefando (que es como los teólogos de antes se referían a las prácticas homosexuales). Nefando, por cierto, significa abominable, execrable, ignominioso, infame, perverso y vergonzoso. Entre otras acepciones igual de exquisitas.
 
Con dieciséis años ya era bastante consciente de mi identidad sexual. Por mucho que hubiera asumido que ese fuera un terrible secreto que guardar, quizá para toda la vida. 
La discutible pericia pedagógica de aquel sacerdote me hizo sentir un ser despreciable, no ya para la sociedad entre la que se encontraban mis compañeros de clase, sino sobre todo ante Dios, para quien era un error, un indigno hijo suyo, un desviado, un degenerado.

La certeza de que nunca podría ser yo mismo, porque el miedo desgarraba cualquier posibilidad de sincerarme con nadie, y ahora la seguridad de que el Padre me despreciaba y aborrecía, hicieron que pensara en acabar con mi vida. Era una buena idea. Sencillamente no tenía esperanza en nada.

Pero Dios tenía otro plan para mí, y aquel intento no pasó de un sobresalto, un lavado de estómago y una docena de sesiones con un psicólogo.

Muchos, muchos años después, conversando con una de las personas que me ayudaron a recuperar y sentir la caricia de Dios, le conté ese instante de mi vida y cómo aquella vez pensé, con un puñado de pastillas en el estómago, que estaría muy bien que el Padre me salvara de lo que se me venía encima… 
Mi amigo recordó esta lectura de Juan 12. Entonces ya no era el chaval de dieciséis primaveras asustado, sino uno de esos gentiles que dicen a Felipe que quieren ver a Jesús, quien comienza a hablar de que el grano de trigo ha de morir para dar fruto. No bastaron un puñado de Valium, daba lo mismo porque al fin y al cabo un adolescente homosexual humillado que no consigue morir así, lo hace poco a poco en vida hasta tocar fondo en la juventud, o en la adultez, que eso da igual porque al final lo que cuenta es que hasta que no mueres, no das fruto.

Infinidad de chicas y chicos LGBTIQ+ se suicidan al cabo de cada año en los tres mundos porque no encuentran fuerzas ni razones para vivir su verdad. La estadística va colmada de jovencísimos creyentes que se van sin que nadie les haya explicado que el Padre los ama, los quiere tal como son y solo desea que mueran a la oscuridad para dar fruto en la luz, que dejen de esconderse y consientan brotar en sus vidas los tallos del Espíritu.

Cuando una persona LGBTIQ+ permite que Dios entre en su historia vital es justo cuando deja de preocuparse por su propia vida, y entonces la gana. En ese momento precisamente, las mujeres y hombres LGBTIQ+ creyentes comenzamos a correr la misma suerte que Jesús y experimentamos nítidamente ser honrados por el Padre. Así lo cuenta Juan en este pasaje, según palabras del Maestro. Y podemos narrarlo en propia vida. Lejos de lamentar nuestras vicisitudes, damos gracias porque por ellas se nos reveló la fe en el Dios bueno, en Abbá, el Dios de la misericordia.


Había unos griegos que habían subido para los cultos de la fiesta. Se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: —Señor, queremos ver a Jesús. Felipe va y se lo dice a Andrés; Felipe y Andrés van y se lo dicen a Jesús. Jesús les contesta: —Ha llegado la hora de que este Hombre sea glorificado. Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo la conserva para una vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde yo estoy estará mi servidor; si uno me sirve, lo honrará el Padre. Ahora mi espíritu está agitado, y, ¿qué voy a decir? ¿Que mi Padre me libre de este trance? No; que para eso he llegado a este trance. Padre, da gloria a tu Nombre. Vino una voz del cielo: —Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré. La gente que estaba escuchando decía: —Ha sido un trueno. Otros decían: —Le ha hablado un ángel. Jesús respondió: —Esa voz no ha sonado por mí, sino por vosotros. Ahora comienza el juicio de este mundo y el príncipe de este mundo será expulsado. Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí –lo decía indicando de qué muerte iba a morir–. 

marzo 09, 2024

CXXII LA LUZ DE DIOS


Sobre 
Juan 3, 14-21


Los Evangelios, la Biblia entera, están colmados de textos que para las personas creyentes LGBTIQ+ son, de alguna forma, fuente de angustia. 

Las más de las veces por cómo son interpretados y utilizados esos pasajes para justificar con ellos la tradición, las normas religiosas y los comportamientos morales que, sin más dilema, son inconfundiblemente contrarios a la naturaleza de quienes, como yo, asistimos asustados a una condena eterna. Durante muchos años en absoluto silencio.

Con otros relatos, quizá menos dramáticos, simplemente porque hemos sido educadas y orientados en el convencimiento de que nuestra identidad sexual nos hace pecadores, y cualquier juicio de Dios será adverso a nuestro deseo de entrar en el Reino al final de nuestras vidas.


Esto de que la Palabra de Dios cause tristeza y pesadumbre parece un contrasentido, pero no es en nada un absurdo para las mujeres y hombres LGBTIQ+. Los párrafos de antes, comencé escribiéndolos en pasado, pero después recordé que en el presente, y con lamentable frecuencia, las personas LGBTIQ+ tenemos que justificarnos para continuar siendo catequistas, partícipes de una comunidad de fe, sacerdotes o religiosas... Debemos demostrar que somos tan legítimas y tan válidos como si fuésemos heterosexuales. Acreditar ante los hombres lo que ante Dios no es necesario probar. Salir a la luz, pero a hombres y mujeres LGBTIQ+ nos dirigen focos más intensos.


Este pasaje de Juan es uno de esos textos. De los menos dramáticos. De los sutiles. A primera vista esperanzador. De hecho, cuando ahora lo llevo a la oración no encuentro más que razones para la esperanza en un Dios bueno que hace todo lo posible por que hombres y mujeres vivan en la luz. 

Sin embargo, mi experiencia anterior, en el armario, era totalmente la contraria, de abatimiento y desánimo. Para mí, todo este texto quedaba sometido a una frase, casi al final: Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones.  

Me atrevo a decir que no somos pocas las personas LGBTIQ+ que nos parábamos, bloquedas, ante este versículo.


Es verdad: durante buena parte de nuestra historia de vida rehuimos la luz. Primero apagamos las lámparas que iluminaban esa parte de nuestras vidas que no era bien aceptada. Después, nos evadimos de Dios poco a poco, contaminados por ese enredo impuesto que confunde religión y Dios y que termina por difuminar al Padre entre tantas condiciones para sentirlo cerca.


Temía que a plena luz se me notara la pluma o una mirada o cualquier cosa que me delatara. Y a la vez, comencé a rendirme a la evidencia de que por mi naturaleza era inevitable obrar mal, y no me quedaba más salida que detestar la luz de Dios, porque me daba miedo que mi conducta quedara al descubierto. Durante toda mi vida me habían enseñado que las personas como yo actuaban mal a los ojos de Dios. ¿Cómo creer lo contrario?


Afortunadamente llegó un momento en el que fui consciente de que era imposible que Dios fracasase tan escandalosamente conmigo. No me creía que el Padre me desestimase como alguien perfecto, fruto de su creación, solo porque no sentía ni amaba como lo hacía la mayoría. Me enfadé mucho con ese Dios que me ponía obstáculos, que me castigaba a renegar de mí mismo. Es terrible padecer a un Dios juez durante toda la vida, permanentemente censurando mis sentimientos, mi sensibilidad, mi afectividad.


Pero la fe me salvó. La fe del que discute con Dios porque sabe que algo fallaba en ese argumento de los maestros de la Ley. Y esa fe del cabezota me salvó. Supongo que como al leproso extranjero, como a la mujer de mala fama que en casa de Simón se afanó en lavar los pies al Señor, como a la hemorroisa, como al ciego de Jericó,…


La fe me salvó. Ese hilo de fe que no terminó de romperse, que cobijaba al Padre paciente que me cuidó y se ocupó de calmar la sed durante tanto desierto, que me llevó en brazos delicadamente para que ni siquiera lo percibiera, y me recibió en casa celebrando una fiesta por mi vuelta.


Ese es el Dios que me sedujo, el que se manifiesta en Jesús, el que es luz y encendió mi luz, animándome a arder en ella y a abrasar por donde paso. El que se empeñó en convencerme de que en mí no había nada malo, nada escandaloso.


Este es el Padre que a los creyentes LGBTIQ+ recupera para sí, quien nos empuja a actuar desde la verdad y en la luz nos espolea a anunciar a otras gentes que Dios salva, Dios ama, Dios no condena a nadie que crea en Él.



Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado este Hombre,  para que quien crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio versa sobre esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz. Y es que sus acciones eran malas. Quien obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no delate sus acciones. En cambio, quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios. 

marzo 02, 2024

CXXI LAS PERSONAS LGBTIQ+ SOMOS TEMPLOS DE DIOS


Sobre 
Juan 2, 13-25

El pasaje que relata Juan es trascendente para entender qué deseaba Jesús, cuál era su fundamento para transformar la idea de Dios que hasta ese momento era la oficial, la que había ido pasando de generación en generación trufándose de tradiciones y ritos. De hecho parece demostrado que este suceso no ocurrió en el orden cronológico que lo presenta el Evangelio, sino justo antes de la Pasión. Lo que hizo y dijo en el Templo tambaleó al poder religioso y confirmó que Jesús era un peligro para la jerarquía dominante. Había que deshacerse de Él.

Hay dos asuntos que Jesús espolea: el poder del dinero y el uso que se hace del Templo (legalmente) como lugar de negocio; también el empoderamiento del ser humano como verdadero Santuario de Dios.

Por primera vez alguien sacaba a Yahvé de los altares y lo ponía en el centro de los corazones de todas las mujeres y los hombres, sin excepción alguna. La sola insinuación de algo así era blasfema. Y cuando dice que podría destruir el edificio y levantarlo nuevo en tres días, fue su sentencia de muerte. Efectivamente, para fundar un nuevo Templo habría de morir y resucitar tres días después. Él era el Templo y, por extensión, nos hacía parte de Él a toda la humanidad.

Hasta aquí un comentario más de un texto muy conocido. Pero, ¿dónde me lleva este pasaje?

Mi historia como persona LGBTIQ+ creyente –y por lo que hemos compartido, la de muchas más– es experiencia de Jesús que arrasa con el Templo y que propone al ser humano como lugar donde Dios habita. Porque hasta el momento de mi vida en el que soy consciente de eso, y me lo creo, andaba escondido procurando aparentar quien no era, para que los mercaderes y demás dirigentes de ese lugar no me miraran mal, juzgaran mis actos o me echaran de allí. Y sólo cuando hago mío el sentimiento de que Dios vive en mí y me ama como obra perfecta suya, sólo entonces comprendo que soy también piedra de este edificio nuevo que Jesús había levantado.

Durante años me habían hecho ver que no merecía ser hijo de Dios. Lo que yo sentía, lo que mi afectividad dictaba, parte importante e indivisible de mi vida parecía estar condenada a mantenerse escondida para siempre, eternamente perdonada en esos terribles ratos de confesión en los que condescendientemente me decían que Dios me quería, pero… ¡había tantas cosas que no podía vivir si deseaba que Dios no me abandonara!

Descubrirme Templo del Padre fue una auténtica liberación. Las personas LGBTIQ+ somos Templo de Dios, y ese sentimiento vívido y ardiente es un regalo de Jesús al que no renunciamos.

Ni los actuales mercaderes que negocian lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito o no a partir de discutibles tradiciones, ni los que se arropan en el nombre del Padre para juzgarnos como causa de todos los males, ni la religión que oculta al Dios del Evangelio podrán apartarnos del amor de Dios.

Es por esto que los creyentes LGBTIQ+ mantenemos viva una fe a prueba de cualquier obstáculo: porque sabemos que sólo cuando el viejo Templo cae actúa Dios, y en tres días nos invita a su casa, a su mesa, a su abrazo.


Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas; a los que vendían palomas les dijo: —Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado. Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. Los judíos le dijeron: —¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? Jesús les contestó: —Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: —Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días? Pero él se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de la muerte, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús. Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del hombre.