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noviembre 29, 2025

CLXXXIV. ¡VELAD! (viene a liberarnos)


Sobre
 Mateo 24, 37- 44



Suelo contar que estos pasajes de los Evangelios, en los que Jesús hace mención al fin de los tiempos o a la llegada inesperada de la muerte, me producían un inmenso temor cuando estaba en lo más hondo del armario, más aún siendo un niño y un joven asustado.

Cuando los escuchaba en la Eucaristía, en celebraciones, oraciones, o los leía en la incansable búsqueda de algo que calmase mi sed de respuestas, siempre me surgía una duda: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”. 


Según la “logica religiosa” en la que me habían educado, no cabía que siendo homosexual pudiera aspirar a gozar de la presencia de Dios. 

Siendo un niño, un chaval, cuando comprendí que lo que me pasaba era algo mío, tan irremediable como inconfesable que urgentemente debía pasar a lo secreto, me imaginaba que al morir de repente, Dios me diría que los maricas no podían entrar en el cielo. A partir de ahí todo lo demás era secundario. Podría haber sido buena persona, pero ser homosexual restaba puntos a toda mi vida. 

Una vez, con poco más o menos catorce años, escuché decir a mi profesor de lengua y literatura algo que se me quedó grabado. Esta persona hablaba de García Lorca ponderando su estilo literario y su obra. Después de alabarlo un buen rato sentenció: “pero era homosexual”. Así que todo lo bueno que había en Lorca como persona, como creador, como ser humano quedaba inhabilitado, porque su identidad sexual prevalecía como signo negativo, era razón de condena y pesaba como una losa ocultando su grandeza.


Estas cosas y otras no hacían más que reconocer mi armario como el lugar donde debería seguir escondiendo todo lo que de verdad yo era. 


El armario ya es terrible para cualquier persona LGBTIQ+, pero para las creyentes —en nuestro caso las católicas— lo es aún más. Porque a la presión familiar y social se une la doctrina de la Iglesia y su más que discutible interpretación de la Palabra de Dios en referencia a las personas no heterosexuales. Durante muchos años me hicieron sentir un desgraciado por ser como era, y continuamente pedía al Padre que me hiciese “normal”, porque tenía miedo a que mi familia lo supiera, a que mis amigos se burlaran, a sufrir en definitiva, pero sobre todo porque no vería a Dios, pues todo apuntaba a que Él no quería a las personas como yo. Entonces surgía esa pregunta: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”.

Este sentimiento, mezcla de indefensión y tremenda fragilidad, alimenta la soledad afilada y lacerante que hace perder poco a poco la esperanza. Por eso cuando con dieciséis años tomé aquellas pastillas para terminar cuanto antes, lo hice porque me daba vergüenza que se enterara mi familia, tenía miedo de que mis amigos me hicieran daño y también porque me habían hecho creer que Dios no me amaba como yo era y por eso nada merecía la pena.

Otra vez siento afirmar que sigue habiendo personas LGBTIQ+ que dejan de ver la luz de Dios porque se la ocultan, porque se la esconden. Hoy sigue habiendo personas LGBTIQ+ que prefieren morir a vivir sin esperanza.


Ahora sé que mis muchos años de armario, plagados de experiencias de todo tipo, sólo tienen sentido desde Cristo. La fe que me transmitieron mis padres se quedó fuera del armario y tuve que volver a creer una vez me encerré en él, empezando desde cero, en total soledad, soportando obstáculos, sorteando escollos y salvando dificultades. Desde luego la fe no me ha sido dada sino que la tuve que conquistar después de vencer muchas batallas a solas. Mi fe me la dio el bautismo pero realmente yo no me he sentido bautizado hasta que no salí del armario, porque es cuando noté el fuego del Espíritu atravesándome, dándome fuerzas para reaccionar y comenzar a caminar. Por eso mi fe es tan fuerte. Me ha costado tanto conservarla que nada ni nadie podrá arrebatármela.


Todos los armarios de las personas LGBTIQ+ cristianas tienen mucho de lo que dice Jesús, porque en realidad son un largo tiempo de espera en continua alerta: “estad en vela, vigilad, estad preparados”. Pero de eso fui consciente cuando entendí que su promesa, en la que anunciaba que el Hijo del hombre vendría muy pronto, no se refería a ningún acontecimiento apocalíptico sino a algo muchísimo más cercano a mí: el instante de reconocer que Jesús daba sentido a mi existencia y no cualquiera de las cosas que me habían hecho temblar toda la vida.

Jesús llevaba mucho tiempo diciéndome que vigilara el momento. Yo pensaba que pedía que me arrepintiese de ser como soy, pero me estaba advirtiendo de que buscara la oportunidad de reaccionar y saltar, de salir a la vida, de ser yo mismo y por eso de gozar de Él como no lo había hecho desde que era muy niño. 



La llegada del Hijo del Hombre será como en tiempos de Noé: en [aquellos] días anteriores al diluvio la gente comía y bebía y se casaban, hasta que Noé se metió en el arca. Y ellos no se enteraron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos. Así será la llegada del Hijo del Hombre. Estarán dos hombres en un campo: a uno se lo llevarán, al otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán, a la otra la dejarán. Así pues, velad, porque no sabéis el día que llegará vuestro Señor. Y sabéis que, si el amo de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría velando para que su casa no fuese asaltada. Por tanto, estad preparados, porque este Hombre llegará cuando menos penséis. 

noviembre 21, 2025

CLXXXIII. HOY (y siempre) ESTAMOS CON ÉL


Sobre
 Lucas 23, 35-43



Jesús fue un fracasado para muchos, para la inmensa mayoría de sus seguidores. Sólo unos cuantos continuaron creyendo en Él durante su pasión y después de su muerte en cruz. Casi todas las demás personas que lo habían acompañado pensaron que en el Gólgota terminaba todo. Un loco más que se había atrevido a enfrentarse a los poderes religiosos y políticos diciéndoles a la cara la verdad y poniéndoles en evidencia. Como sucedió con Juan, el Bautista, a quien también asesinaron los poderosos por bocazas. Jesús murió prácticamente solo.


Según los Evangelios, junto a Cristo agonizante se encontraban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, María Magdalena y el discípulo a quien tanto amaba. Frecuentemente nos olvidamos de que también estaban a su lado dos crucificados más. En cualquier caso no era lo que se esperaba para la muerte de un rey. No era un funeral de Estado ni se hicieron presentes los sumos sacerdotes implorantes. La gente que acudió lo hizo atraída por el poco probable espectáculo de que Dios abriera los cielos y mandara una legión de ángeles a liberar al Mesías. Pero no sucedió. Jesús expiró y no ocurrió nada.


Es muy provocador que nuestra fe tenga como principal símbolo una cruz. Un instrumento de martirio cuya finalidad es acabar en la muerte segura del ajusticiado, se traduce en signo de vida. Como decía San Pablo, predicamos lo que es escándalo para unos y necedad para otros. Convertimos escándalo y necedad en trono del Reino porque advertimos que en la muerte de Jesús se inicia la vida para los pobres de espíritu, para los mansos, para los que lloran, para los que tienen hambre y sed de justicia, para los misericordiosos, para los limpios de corazón, para los pacíficos y también para los que sufren persecución.


Esto me recuerda que no hace mucho me preguntaron la razón por la que me expongo tanto. No entendí muy bien a qué se referían. Querían saber por qué contaba tanto de mí, de tan dentro de mí. Les dije que he muerto tantas veces que necesito narrar todas esas en las que a cambio he resucitado. Me he sentido en tantas ocasiones frustrado que no puedo perder ocasión para compartir cómo se puede salir adelante.

Y me acuerdo de ello porque esa respuesta tiene mucho que ver con el episodio que describe Lucas sobre lo que sucedió en el Gólgota. Jesús aparece clavado en la cruz agonizando, ofreciendo una imagen de fracaso que hace estremecer a las inmensa mayoría de las personas que creyeron y confiaron en Él, hasta el punto de que se esconden renegados abandonándolo a su suerte, pero esperando en lo secreto que todo lo que predicó fuese verdad.


Las personas que en algún momento de nuestra vida hemos tenido la suerte —digo bien— de sentirnos profundamente solas, excluidas, alejadas, marginadas, gozamos de un sentido especial para advertir la esperanza en momentos en los que todo parece que se hunde y se acaba. No me equivocaré demasiado si en el delincuente también crucificado que se dirige a Jesús pidiéndole que se acordase de Él cuando regresara, estamos las mujeres y hombres LGBTIQ+. 


Nos resultan muy familiares expresiones del tipo “sálvate tú, sálvate a ti mismo” que gritaban a Jesús mientras agonizaba. Tanto que para muchas y muchos ha sido una constante en nuestra vida el buscar los medios para no perdernos y perderlo todo, para no alejarnos definitivamente. Por eso es muy fácil identificarnos con ese hombre ajusticiado que reconoce en Jesús al Rey del Mundo y le dice “acuérdate de mí”.


El preso bueno tiene muy poco que ofrecer. Tan solo un poco de vida y toda su fe. En eso descansa su confianza en Jesús reconociéndole como el único que puede salvarlo. Las personas LGBTIQ+ compartimos con este hombre que muere junto a Jesús una experiencia de soledad y abandono muy similar, que lejos de convertirnos en víctimas nos hace ser mujeres y hombres privilegiados porque así hemos conocido de primera mano la bondad y la misericordia de Dios.


Nuestras experiencias vitales con frecuencia están salpicadas de dolor y de cruces. Es prodigioso experimentar cómo Cristo da sentido a todo cuando responde “hoy mismo estaremos juntos”, porque esa frase que pronunció dirigiéndose a su compañero del Gólgota nos la está susurrando a cada una y cada uno de nosotros integrándonos en su Reino, incluyéndonos sin excepciones.


No puede entenderse a Jesucristo como Rey del Universo en un Mundo con exclusiones, en una Iglesia de rechazos y fronteras. Las personas LGBTIQ+, como otras realidades que comparten con nosotras cargas incomprensibles, formamos parte del Reinado de Dios. Negar esa evidencia es falsear el mensaje de Jesús y callar la promesa que hizo en la cruz. Su frase, “hoy mismo estaremos juntos”, actualiza su deseo de que se nos considere iguales en una Iglesia abierta y valiente, misericordiosa y profética. 



En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido." Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo." Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos." Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros." Pero el otro lo increpaba: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada." Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino." Jesús le respondió: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso."

noviembre 14, 2025

CLXXXII. TODO LLEGA


Sobre
 Lucas 21, 5-19



No hace tanto tiempo que puedo rezar sosegadamente a partir de un texto de la Palabra de Dios en el que se haga mención al fin del mundo. 

Cuando era un niño, con la certeza no pronunciada de mi identidad sexual, y sin capacidad para comunicar o compartir esas sensaciones y sentimientos, todo mi temor era el no poder alcanzar a ver al Padre, porque todo apuntaba a que iría directamente a acompañar a Satanás. 


Ese presentimiento se prolongó durante la adolescencia, enriquecido por una idea de infierno alimentada de una educación religiosa en la que las personas como yo eran viciosas, invertidas, desviadas, enfermas, promiscuas, y muchos más adjetivos que eran sinónimos de la palabra marica.

Me daba miedo que cualquier persona de mi círculo sospechara que yo era así. Pero lo que de verdad me aterraba era la imposibilidad de evitar serlo.

Cuando salí del armario, con algo más de cuarenta años, y comencé a sanar heridas, cuando me tranquilicé y me dispuse a interpretar qué había pasado con mi vida, no fue difícil darme cuenta de que el fin del mundo y el infierno era precisamente lo que había dejado atrás. Es una reflexión que durante años he orado intensamente, agradecidamente, porque Dios ha dado luz a una parte larga y triste de mi historia, otorgando sentido a todo.


Hay una frase bellísima en el pasaje de Lucas, que ilustra lo que muchas personas cristianas LGBTIQ+ podemos haber sentido desde Dios hacia nosotras, lo que el Padre dice a nuestros oídos y nos mueve mejor aún, nos conmueve hasta el punto de hacernos salir de nuestras oscuras cárceles del miedo. Es esta: “con vuestra perseverancia os salvaréis". 

Y, ciertamente, las personas LGBTIQ+ cristianas conocemos lo que es perseverar en la fe, hasta el punto de no abandonar y mantenernos fieles a la promesa de Jesús, pese a las contrariedades, las desaprovaciones, las omisiones y los miedos impuestos. 

Con vuestra perserverancia os salvaréis. Jesús precisamente quiere tranquilizar a quienes lo escuchan, como diciéndoles "mirad, no os agobiéis ni os asustéis por el estruendo de la vida, porque al final, si persistís, todo va a acabar bien".


El problema es que durante una buena parte de mi vida no tuve ocasión de entender eso que Jesús estaba susurrándome, porque el ruido de una religión que manipulaba el temor de Dios me hacía creer que verdaderamente el sol, la luna, las estrellas caerían sobre mí y no podría hacer nada para impedirlo.


Superar toda esa angustia supone un proceso de conversión, tras el que nada es igual que antes, especialmente en la percepción de Dios. Imagino que representa el mismo cambio en la idea del Padre que experimentaron quienes seguían a Jesús durante su vida pública, lo escucharon y percibieron de qué manera sus palabras y actos agitaban los corazones. 


El sentimiento profundo de cobrar animo, levantar la cabeza y notar cómo se hace realidad la liberación es un regalo que las personas LGBTIQ+ cristianas, fortalecidas por esa experiencia transformadora, hemos recibido de manos del propio Dios. Quizá por eso el Adviento que se acerca siga removiéndome tanto. Es cierto que el anuncio de la venida del Mesías supone cada vez una renovación de esa promesa que nos asegura la liberación. Recordar de qué forma Jesús nació en mi corazón como novedad reveladora del amor que Dios me tiene es, por encima de todo, suficiente razón para la esperanza.



En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: "Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido."
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?"
Él contesto: "Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento está cerca; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida."
Luego les dijo: "Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas."

noviembre 08, 2025

CLXXXI. SOMOS TEMPLO DE DIOS


Sobre
Juan 2, 13-22

El pasaje que relata Juan es necesario para comprender cómo entendía y vivía Jesús su propia relación con el Padre, y cuál era su plan para transformar la idea de Dios que hasta ese momento era la oficial, la que había ido pasando de generación en generación trufándose de tradiciones y ritos, cimentando el Dios-Juez al que temían y alzaban sacrificios. 

De hecho parece demostrado que este suceso no ocurrió en el orden cronológico que lo presenta el Evangelio, sino justo antes de la Pasión. Lo que hizo y dijo Jesús en el Templo tambaleó al poder religioso y confirmó que era un peligro para la jerarquía dominante. Es cuando necesariamente decidieron deshacerse de Él.

Hay tres asuntos que Jesús espolea: el poder del dinero, el uso que se hace del Templo (legalmente) como lugar de negocio y, por último, el reconocimiento del hombre y la mujer como verdaderos Santuarios de Dios.

Por primera vez alguien sacaba a Yahvé de los altares y lo ponía en el centro de los corazones de todas las mujeres y los hombres, sin excepción alguna. La sola insinuación de algo así era blasfema. Y cuando dice que podría destruir el edificio y levantarlo nuevo en tres días, firmó su sentencia de muerte. Efectivamente, para fundar un nuevo Templo habría de morir y resucitar tres días después. Él era el Templo y, por extensión, nos hacía parte de Él a toda la humanidad.

Hasta aquí una exégesis más de un texto muy conocido. Pero, ¿dónde me lleva este pasaje? ¿qué dice a nuestros corazones?

Mi historia como persona LGBTIQ+ creyente –y por lo que hemos compartido, la de muchas más– es experiencia de Jesús que arrasa con el Templo y que propone al ser humano como lugar donde Dios habita. Porque hasta el momento de mi vida en el que soy consciente de eso, y me lo creo, andaba escondido procurando aparentar quien no era, para que los mercaderes y demás dirigentes de ese lugar no me miraran mal, juzgaran mis actos o me echaran de allí. Y sólo cuando hago mío el sentimiento de que Dios vive en mí y me ama como obra perfecta suya, sólo entonces comprendo que soy también piedra de este edificio nuevo que Jesús había levantado.

Durante años me habían hecho ver que no merecía ser hijo de Dios. Lo que yo sentía, lo que mi afectividad dictaba, parte importante e indivisible de mi vida parecía estar condenada a mantenerse escondida para siempre, eternamente perdonada en esos terribles ratos de confesión en los que condescendientemente me decían que Dios me quería, pero… ¡había tantas cosas que no podía vivir si quería que Dios no me abandonara!

Descubrirme Templo del Padre fue una auténtica liberación. Las personas LGBTIQ+ somos Templo de Dios, y ese sentimiento vívido y ardiente es un regalo de Jesús al que no renunciamos.

Ni los actuales mercaderes que negocian lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito o no a partir de discutibles tradiciones, ni los que se arropan en el nombre del Padre para juzgarnos como causa de todos los males, ni la religión que oculta al Dios del Evangelio podrán apartarnos del amor de Dios.

Es por esto que los creyentes LGBTIQ+ mantenemos viva una fe a prueba de cualquier obstáculo: porque sabemos que sólo cuando el viejo Templo cae actúa Dios, y en tres días nos invita a su casa, a su mesa, a su abrazo.


Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas; a los que vendían palomas les dijo: —Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado. Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. Los judíos le dijeron: —¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? Jesús les contestó: —Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: —Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días? Pero él se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de la muerte, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús. Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del hombre.