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mayo 30, 2025

CLXXI. TAMBIÉN VOSOTRAS Y VOSOTROS SOIS MIS TESTIGOS


Sobre
 Lucas 24, 46-53


El relato del Evangelio narra cómo Jesús se despide de los discípulos y asciende a los cielos. Parece que fuese el final feliz de una historia memorable. En realidad es el inicio. Todo queda por hacer, y esos hombres que tras la marcha del Mesías se fueron al templo para bendecir a Dios, tenían por delante el encargo increíble de transmitir el mensaje de Cristo.

Jesús había marcado la vida de todas las personas que estuvieron con Él durante sus años de vida pública. Aún así no son conscientes de la trascendencia de su tarea hasta que el Maestro no es ejecutado y se les aparece resucitado. Más aún, no entienden qué han de hacer y, sobre todo, no encuentran las fuerzas necesarias para vencer el miedo, hasta Pentecostés. Entonces el Espíritu hace que nada les importe más que ser testigos de Jesús.


Para una gran parte de las personas LGBTIQ+ cristianas, el proceso de fin de una etapa e inicio de otra completamente nueva, así como el reconocimiento de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas y todo aquello a lo que estamos llamados, es algo así como lo que experimentaron aquellas mujeres y hombres cuando se dieron cuenta de que Jesús ya no estaba con ellos físicamente; después pasaron un tiempo de dudas y temores, escondidos hasta que el Espíritu les otorgó la capacidad de superar el pánico y les reveló su misión.


Las personas LGBTIQ+ cristianas salimos del armario empujadas por la necesidad de ser nosotras mismas, de liberar nuestra mente, nuestro corazón, recuperar nuestra consciencia de ser auténticas mujeres y verdaderos hombres dejando atrás toda una historia de disfraces y caretas, dobles vidas, dobles morales y tristeza. Pero también porque necesitamos encontrarnos con Dios, reconocer la voz del Buen Pastor, atisbar la figura del padre esperando al hijo menor, tocar el manto del Mesías, recuperar la vista y volver a la vida como Lázaro. Creo que las personas LGBTIQ+ cristianas tenemos mucho de Lázaro, aparentemente fuera de la vida a la espera de que llegue Jesús y nos saque de las tinieblas devolviéndonos a la verdad.


Salir del armario supone actualizar muchos aspectos de la vida. Sin embargo, al menos para mí no sucedió eso con Dios, a quien estuve esperando tanto tiempo hasta que descubrí que era Él quien estaba aguardando a que reconociera su voz y decidiera volver. Antes de dar el paso de visibilizarme, me había puesto al día con el Padre, celebró una fiesta a mi vuelta. 

Me acostumbré a su presencia como al aire nuevo que respiraba. Pero cuando me enredé en las tareas de normalizar mi visibilidad, de repente me encontraba contemplando cómo Jesús ascendía y se marchaba. Había sido tan intensa la relación con Él en los últimos tiempos que ahora echaba de menos su presencia tangible. Por sorpresa era consciente de que esa relación de encuentros y desencuentros con Él, esa seguridad de que finalmente estaría con los brazos abiertos reservando el ternero cebado, todo eso ya no sería igual. Ahí me hallaba observando la ascensión. ¿Y ahora qué?


Dice el Evangelio que los apóstoles se fueron a Jerusalén rebosantes de alegría, y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios. Sabemos que eso duró poco, pues cuando llegaron las dificultades se escondieron sin saber qué hacer, y así estuvieron hasta que el Espíritu Santo les zarandeó y les otorgó los dones precisos para dar la cara, salir a la calle y anunciar el Reino de Dios. Eso mismo me sucedió después de un tiempo de júbilo y euforia. Ahora que no andaba con caretas, disfraces ni nada que no fuera mi yo vulnerable, tenía que enfrentarme sin armaduras a la doble salida del armario: por una parte ante familia, amigos, relaciones sociales; por otro lado, ante las personas LGBTIQ+ que había ido conociendo y que ahora cuestionaban mi fidelidad a un Dios no visible y a una Iglesia más madrastra que madre, especialmente belicosa frente a la realidad LGBTIQ+ en esos primeros años de la década del dosmil.


En el relato de la ascensión, Jesús dice a los apóstoles que son sus testigos. Por extensión, cada una y cada uno de nosotros lo somos. Puede que la dura realidad nos devuelva a la experiencia del miedo, del temor, y nos tiente la seguridad de un armario resguardado, una casa con la puerta atrancada, o un “tirar la toalla” ante la dificultad de equilibrar fe y vida coherentemente. Pero sin lugar a dudas Jesús espera de cada una y de cada uno de nosotros que seamos sus testigos, y lo contrario sería despreciar su confianza en que de verdad lo somos. Ese es el mensaje trascendente de la ascensión: que somos sus pies, sus manos, su voz, todo lo físico, lo humano que de Él no vamos a poder contemplar más, porque la humanidad de Dios en Jesús la heredamos nosotros, y sin nuestro testimonio Jesús no dejaría de ser más que la historia interesante de un “simple” profeta. 


Hay algo más que probablemente sólo las personas LGBTIQ+ hayamos percibido y grabado en nuestros corazones con el matiz de liberación e integración que desprende. Algo que es una constante en la vida de Jesús: su mensaje jamás pone reparos sobre a quién va dirigido. Él no discrimina entre mujeres ni hombres, judíos o gentiles, esclavos o libres. Cabe entender que tampoco lo hizo en razón de la identidad sexual, puesto que es razonablemente obvio que se cruzaría con personas no heterosexuales y eso no supuso ningún problema para Él, pues no hay una sola mención a esa realidad en todos los Evangelios. Para Él todas las criaturas de Dios son igual de dignas y honrosas, obras perfectas del Padre. Por eso sus palabras se dirigían a todo el mundo sin excepción. Y su llamada a ser testigos la hace a todas y todos. No solo a la clase religiosa, ni a los poderosos, sino a todas y todos y con clara preferencia invita a quienes habitan en las periferias, los excluidos y desfavorecidos.

Por eso mismo la bendición que deja antes de irse va destinada a toda la humanidad, elevando a todas las mujeres y hombres a la consideración de seres perfectos, obra de Dios. Algo escandaloso para los que no ven más allá de los ritos y tradiciones, pero increíblemente hermoso para los despreciados y marginados por siglos. Ya lo dicen las citas evangélicas que se leyeron estos días: “vuestra tristeza se convertirá en alegría”.  Doy fe de esa Palabra. 


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto."

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.

Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.

Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

mayo 24, 2025

CLXX - GUARDAR LA PALABRA


Sobre
 Juan 14, 23-29


Este tipo de lecturas de los Evangelios me producían mucha contrariedad cuando estaba dentro del armario. Sobre todo en los años en los que con más dificultad sobrellevaba la certeza de que mi identidad homosexual era inapelable, inevitable, y chocaba violentamente con lo que le dictaba a mi corazón una fe tamizada de condenación por ser tal como era. 

Desde pequeño me dediqué a buscar en las Escrituras fragmentos en los que Jesús dijera algo contrario a las personas que eran como yo. Evidentemente no encontré nada, pero creó en mí un interés por la Palabra que casi nunca decayó, ni siquiera en los momentos más bajos. Más adelante la lectura se hizo meditación y gustaba de escribir todo lo que eso me decía, como si fuese una oración sobre papel. Conservo algunos de esos escritos en varios cuadernos. 

De estas líneas manuscritas a las que ahora quiero referirme, calculo que tendría catorce años cuando las escribí. Supongo que lo hice bastante alterado tras ser testigo de alguna crueldad contra Gonzalo, un compañero de clase bastante amanerado, rasgo que le convertía en diana de burlas y golpes, a menudo ante la indiferencia de los educadores. Creo que Gonzalo fue la primera persona a quien traicioné vergonzosamente. Nunca salí en su defensa porque estaba aterrado ante la posibilidad de que descubrieran que yo era igual que él. El miedo me atenazó una y otra vez, porque fueron muchos los martirios de Gonzalo. Hace poco tiempo tuve oportunidad de pedirle perdón y hablar. 


Pues bien, las notas dicen así (me permití corregir la sintaxis adolescente): 


"No entiendo cómo puede haber personas que dicen amar a Dios y no aman a los hermanos. Cuando vamos los viernes a misa en el colegio, toda la clase forma una gran fila para comulgar. Antes, el cura ha estado hablando del amor de Dios y del amor al prójimo, pero él mismo estuvo delante cuando Carlos pegó a Gonzalo llamándole maricón sin hacer nada para defenderlo. Gonzalo no había hecho nada. Estaba quieto y solo, como siempre. Pero Carlos y toda su pandilla de matones volvieron a reírse de él. Dice el cura que el cristiano debe amar pero sobre todo debe guardar las palabras de Jesús. ¿Cómo es posible tanta contradicción? ¿Cómo decir que se ama al hermano, que se ama a Dios, pero seguir golpeando e insultando a Gonzalo?”


Eso que describí con poco más o menos catorce años, lo suscribiría ahora mismo. Siguen habiendo muchos Carlos y su pandilla de fanfarrones. Aún hay muchas personas que miran a otro lado sin hacer nada, incluso poseyendo la capacidad instrumental de evitar situaciones de inmisericordia. Hay demasiados Gonzalos sufriendo el rechazo y desprecio de quienes se creen perfectos. Lo que es peor, todavía hay cristianos que transitan entre una fe inalterable y una incoherencia pasmosa. No es posible ser cristiano y amar a la Iglesia si odiamos y agredimos al prójimo incluso en nombre de Dios.


Si no guardamos la Palabra de Jesús, no le amamos. Guardar la Palabra de Jesús es sobre todo amar a Dios y amar al prójimo. Pero a todos los prójimos, sin excepción. Esta es la característica esencial del cristiano. Por eso me sigue causando la misma contrariedad que cuando era un chaval escuchar cómo se proclama esta Palabra y a continuación se la desposee de todo su sentido y poder. Los cristianos no podemos hacer excepciones a la hora de amar. Sin embargo las fronteras de la Iglesia siguen clamando, mendigando, un poco de amor que no sepa a condescendencia.


El poder del amor se sustenta en el Espíritu Santo. Dice Jesús que el Espíritu será quien nos lo enseñe todo. Y es verdad. Pocos días después de la resurrección de Jesús, fue el Espíritu quien abrió las mentes y los corazones de sus amigos en Pentecostés. Ahí entendieron qué significaba todo esto que les había sucedido durante los últimos años y cuál iba a ser su misión a partir de ese instante. 

Mi vida, como la de la mayoría de las personas creyentes LGBTIQ+, no puede compararse ni por asomo a la de ningún apóstol del Maestro, pero ciertamente he tenido una larga, complicada y enriquecedora experiencia de Dios que no he sabido interpretar hasta que, de alguna forma, el Espíritu Santo ha ido desgranando eso que me ha pasado, que en su momento no supe dar sentido ni entendí su trascendencia y que ahora daba luz a cuanto me ocurría.


El Espíritu es portador de paz. Jesús habla de la paz en la segunda parte del relato. He intentado poner fecha a la primera vez que fui consciente de estar en paz, y estoy seguro de que fue cuando me decidí a salir del armario. Primero, encontré una paz desconocida con Dios, a quien temía. Segundo, encontré la paz con las personas cercanas a medida que iba visibilizándome con ellas. Tercero, encontré la paz conmigo mismo. En los tres casos coincide que encontré la paz a medida que iba perdiendo el miedo. La Paz ahuyenta el miedo. Con miedo es imposible avanzar, tomar decisiones, vivir. Jesús venció al miedo y en esto no podemos fallarle, porque además nos pide expresamente que no tiemble nuestro corazón ni se acobarde.


El Espíritu me presentó a Jesús y por él dejé de tener miedo. No es casual que en esta lectura en la que se describen parte de las últimas palabras de Jesús antes de ser ejecutado, el Maestro haya escogido hablar del amor como motor de todo, del Espíritu como dador de todos los dones que favorecen el valor de reconocerse a uno mismo como obra de Dios, y de la paz que aleja el miedo. 

De todo, seguramente, lo más importante es perder el miedo. Porque sin miedo es posible dejar que actúe el Espíritu, y sin miedo es también posible amar sin condiciones. Cuando tenía miedo estaba frustrado porque no era capaz de nada. Ahora intento dar la cara. No tiembla mi corazón ni se acobarda. El Espíritu guía mis pasos y me fio.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo."

mayo 17, 2025

CLXIX. LO SUBVERSIVO ES AMAR SIN CONDICIONES


Sobre
 Juan 13, 31-33a.34-35



Si me pidieran que resumiese en una frase, en una sola línea, el total de todo el mensaje de Jesús expresado en las Escrituras, elegiría la petición que aparece en este texto de Juan: “Amaos los unos a los otros”. Cualquier otra cosa que haya hecho o dicho Cristo en toda su vida pública se reduce a eso, a amarse como Él nos ha amado, es decir, incondicionalmente.


Parece que este es el corazón de nuestra fe: una mitad amar a Dios; la otra amar a los demás seres humanos como Jesús hizo hasta que fue ejecutado, y aún después. 

No creo que haya nadie que lo dude. Quien quiera llamarse cristiano debe cumplir necesariamente con esto.


Estando en el armario me preguntaba la razón por la que muchos hombres y mujeres cristianas no se comportaban con la necesaria misericordia ante las personas LGBTIQ+. En relación a ese pensamiento me han sucedido varias cosas en mi vida. Pero quizá la que más me ha conmovido siempre (y por eso no puedo evitar compartirlo una y otra vez), también la que más dolor y rabia me ha provocado, fue la que tiene que ver con Álvaro.


Conocí a Álvaro cuando ambos teníamos dieciocho años. Él era creyente como yo. También estaba dentro del armario, aterrado ante la posibilidad de que alguien se enterase. Ni él ni yo habíamos encontrado jamás a nadie con quien hablar confiadamente de lo que sentíamos y nos sucedía. También conversábamos sobre Dios, de las palabras de Jesús en los Evangelios y acerca de lo lejano que nos parecía el día en que pudiéramos expresarnos tal como éramos de verdad sin temor a nada. Nos encantaba el texto de Juan 13, tan directo, tan claro, tan amablemente provocador. Y lamentábamos la forma en que ese mandato de Jesús era sistemáticamente incumplido por muchos de quienes se llaman a sí mismos seguidores de Cristo.

Nos hicimos muy amigos, sentíamos algo muy especial el uno por el otro. Esa relación se mantuvo durante muchos años.


Los padres de Álvaro eran muy religiosos. Un día, cuando teníamos veintitrés años, la madre de Álvaro encontró una carta que él me estaba escribiendo. Cuando regresó a casa, su padre y su madre estaban esperando para pedirle explicaciones. No tuvo opción y les confesó lo evidente. Sus padres lo echaron de casa esa misma tarde. No querían un hijo gay. 

En aquellos años no teníamos móviles. Álvaro no sabía dónde ir. Estuvo buscándome durante horas  hasta que me encontró. Era un mar de lágrimas. Su dolor se me clavaba en el pecho.


Los padres de Álvaro nunca permitieron que volviese a casa. Las pocas veces que al principio se vieron, solamente había reproches sobre “su vicio” y su “pecado”. Mientras tanto, ellos siguieron en su comunidad cristiana, con sus ritos, sus celebraciones, sus eucaristías y sus cantos, pero su hijo no pudo volver con ellos porque les había defraudado, porque era un desviado, un condenado, un pecador.


Álvaro encontró refugio en casa de uno de sus tíos, una persona encantadora que se llamaba Roberto y su mujer. El tío Rober no creía en Dios y se burlaba explícitamente de su hermana, la madre de Álvaro, por sus creencias fanáticas. Siempre me ha parecido paradójico que mi amigo fuese tratado de forma tan escandalosamente inmiseriocorde por parte de sus cristianísimos padres, mientras su tío Rober y su mujer, públicamente ateos, le acogían amorosamente. ¿Quién estaba amando a los demás como pedía Jesús? ¿Sus padres, con fe inquebrantable y cumplidores de ritos y tradiciones? ¿O sus tíos, ateos declarados y totalmente ajenos al Evangelio y su doctrina?


Años después Álvaro fue a Estados Unidos a completar estudios y perdimos el contacto asiduo de siempre, aunque no totalmente. Seguíamos intercambiando cartas y hablando de vez en cuando por teléfono. Un día me llamó llorando. Le habían diagnosticado el VIH. Álvaro murió por complicaciones derivadas del SIDA dos años después, en 1990. En el entierro estuvieron Rober y su mujer, pero los padres no aparecieron. 


En el texto del Evangelio de hoy, Jesús dice “os doy un mandamiento nuevo”. Esa palabra, “nuevo” jamás deja de ser trágicamente actual porque este mandamiento de Jesús nunca deja de ser novedad. El amaos los unos a los otros es algo que no termina de llevarse a la práctica. Cada vez que nos olvidamos de amar incondicionalmente estamos borrando en el tiempo las palabras de Cristo, y la siguiente vez serán novedad, y así siempre. La historia de Álvaro es lamentablemente habitual. Terrible cuando sucede en cualquier familia, pero un escándalo si está ocurriendo en una familia cristiana y precisamente a causa de las creencias religiosas. Amar sin condiciones al prójimo es seguir en lo más básico a Jesús. No hacerlo es traicionarle.


Cuando Álvaro y yo hablábamos en torno a la utopía del amor incondicional que proponía Cristo, jamás sospechamos que iba a golpearnos tan fuerte la incoherencia y la falta de misericordia. Nunca imaginamos que quedaríamos tan profundamente defraudados. 

Álvaro, pese a todo, nunca perdió la fe. Con el tiempo llegó a perdonar a sus padres, incluso sin que ellos le diesen oportunidad para decírselo. Álvaro recuperó la paz y estoy seguro que murió tranquilo, con la certeza de que iba a encontrarse con Dios. Justo un día antes de fallecer me hizo prometer que yo también perdonaría a sus padres. Le contesté que sí, pero la verdad es que no pude hacerlo hasta mucho después.


“… Como yo os amado”. Esa parte no la incumple el Maestro. Él ama incansablemente, Jesús es fiel. Su amor sí es incondicional. Él no abandona. Siempre acoge. Siempre espera. Es padre y madre que nunca pierde a un hijo, por nada lo descuida, no renuncia a él, no lo desatiende. 


Álvaro disfruta de la cercanía del Padre. Sé que desde allí me anima a amar ilimitadamente. No hay otra opción si quiero seguir a Jesús y llamarme cristiano. Amar sin excepción, sin distinción. Muy especialmente a quien desprecia mi identidad homosexual. A ese, amarle más aún. A ese, con mayor misericordia. Ahí está el fondo subversivo del mensaje de Jesús, lo que desconcierta, lo que conmueve y convierte corazones. El amor sin esperar nada a cambio. La primicia del mandamiento nuevo. La novedad de amar sin más. Amar a corazón abierto. Amar.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros."

mayo 09, 2025

CLXVIII. LAS OVEJAS ROSAS


Sobre
 Juan 10, 27-30



Durante la mayor parte de los años en los que he sido consciente de mi identidad homosexual he tratado de dirigirme a Dios buscando respuestas. A veces susurrando, en ocasiones gritando, muchas llorando, nunca las encontré.

Cuando era un niño me sentía terriblemente solo pese a estar rodeado de gente que me quería, me apreciaba y valoraba. Estaba solo ante mi verdad porque el temor a recibir daño cuando contase que era gay me paralizaba completamente. Así que decidí mantener el armario cerrado por siempre. Tenía miedo de que si se enteraban de que era un marica dejaran de quererme, de apreciarme y valorarme.

Mi único diálogo sincero era con Dios. Le gritaba, le gritaba, le gritaba sin escuchar su voz a cambio.


El texto de Juan 10, como otros tantos de las Escrituras en los que se asemeja a Jesús con el Buen Pastor, me tranquilizaba porque de alguna forma me hacía sentir protegido por el Padre, pese a su silencio. No acababa de entender la razón por la cual no me liberaba de ser así. Le rogaba que me hiciera como cualquier otro chico “normal”. Estaba seguro de que sufriría menos y quizá fuera más feliz.

Con esta idea fui creciendo, manteniendo mi armario cada vez más opaco, mi vida cada vez más vacía, mi esperanza cada vez más rota y mi fe cada vez más débil.

Pasó mucho tiempo y pasé por mucho más hasta que decidí visibilizarme. Tenía 43 años y necesitaba con urgencia ser yo mismo. Estaba agotado de mantener historias paralelas. Aunque todavía tenía miedo a las burlas, los desprecios o los rechazos, me urgía ser por primera vez en la vida sincero conmigo mismo y con los demás. 

Estaba convencido de que en este paso tenía que implicar a Dios. Soy creyente, mi fe pudo estar alguna vez al nivel del suelo, pero nunca la perdí. Así que en ese momento en el que estaba, lo bastante alejado como para no ver al Padre en el horizonte, me adentré en el desierto a ver si lo encontraba. Durante mi búsqueda le llamaba sin cesar, pero siempre me respondía el silencio.


En ese tiempo de páramo fortalecí los ratos de oración y esos momentos fueron cada vez más ricos y frecuentes. Al principio sólo era yo hablando, pidiendo, voceando, suplicando, gritando irritado para que Dios dijera algo. Después poco a poco dejé que la paz ganara espacio y ofrecía al Padre lo mismo que Él me daba: silencio. Era mi manera de enfrentarme a Dios.

Ese intenso verano de 2003 fue muy importante para mí por muchos motivos. Todos ellos, de una u otra forma, fueron instrumentos que me empujaron a ir acercándome a Dios sin moverme de donde estaba, porque en realidad nunca había estado lejos de mí. 

Uno de tatos pasajes que más me conmovieron es el de Juan 10 de este domingo. Fue una sorpresa descubrir algo tan obvio. Porque durante años y años estuve hablando a Dios, gritándole, pataleando, chillándole y nunca obtuve respuesta. Cuando lo que tenía que hacer era estar atento a su voz y nada más.


Las palabras de Jesús en el evangelio de Juan, pese a tantas veces como las había leído y orado, son una auténtica sorpresa. “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco”… 

No era yo quien debía empeñarme en alzar la voz esperando respuesta. El Padre estaba hablándome todo el rato y no había sabido reconocerlo. Fue una inmensa alegría darme cuenta de que durante tanto tiempo estuvo esperándome hasta que fuese capaz de dejar a un lado mi arrogancia, abandonar mis prejuicios y el papel de sufriente que había asumido desde hacía mucho.


Apreciar la voz del Padre que me llama y me conoce fue una de las razones para salir  del armario sin renunciar a mi fe. Porque es la fe lo que da sentido a mi visibilidad y no otra cosa. 

Pero hay más. Juan añade: “y ellas me siguen”. Verdaderamente es lo que da sentido a todo. ¿De qué sirve escuchar a Dios si no soy capaz de ser su testigo? El seguimiento a Jesús es siempre arriesgado. Quizá para las personas LGBTIQ+ el riesgo tenga un matiz especial. Un amigo me dice que los cristianos LGBTIQ+ comprometidos no es que seamos valientes, sino que somos más bien temerarios, quizá porque nuestra experiencia vital habitó muchas trincheras y superó muchas batallas. 


Ahora ya no tengo miedo. He curado las heridas. Nada me impide reconocer la voz del Pastor y me siento orgulloso de ser una de las ovejas rosas que no podrán serle arrebatadas al Padre. Porque el Padre y el Pastor son uno. ¿Quién me separará del amor de Dios?


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, dijo Jesús: "Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano.
Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Yo y el Padre somos uno."

mayo 03, 2025

CLXVII. ¿DE VERDAD ME AMAS?


Sobre
 Juan 21, 1-19



Cuando escucho contar a personas LGBTIQ+ cómo vivieron su identidad sexual o de género antes de salir del armario, siempre me invade una sensación de angustia por todo el dolor encerrado en tanto tiempo sin poder ser uno mismo. Sé que mi propia historia puede resultar también una revelación de tristeza, más aún siendo creyente, porque ya no solo temía visibilizarme ante familia, amigos, sociedad, sino que además soportaba el peso de la religión que gobernaba mi fe culpabilizándome y condenándome por ser, sentir y amar como persona homosexual.


Hasta los 43 años estuve escondido y avergonzado. Si alguna vez creí que Jesús pudiera decir algo a mi vida, había perdido toda esperanza de que sucediera. Más bien todo lo que tenía que ver con Él me sonaba a fracaso y mentira.

La escena de los discípulos de Jesús pescando en el lago de Tiberiades en esa noche que cuenta Juan, me recuerda a todo eso. Ellos también estaban tristes, desencantados, desorientados. Aguardaban a que el Mesías diera sentido a sus vidas, renovara el motor del mundo, les hiciera auténticamente libres. Pero se estaba despidiendo. ¿Y ahora qué? Ni siquiera el saber que Cristo estaba vivo -porque le habían visto en anteriores apariciones- los empujaba a reaccionar. Seguían pensando que finalmente se iría definitivamente y los dejaría solos. Totalmente fracasados, recogían sus redes sin un solo pez en ellas.


De repente sucede: alguien a quien no reconocen les pregunta por la pesca de la noche; contestan que no sacaron nada. Entonces les pide que echen la red del otro lado. Cuando la retiran rebosante de peces entienden que ese que les hizo hacer lo mismo pero de otra forma, es el Señor. Confiar en Él había hecho que todo cambiara una vez más.

Como en el camino de Emaús, Jesús no es reconocido a primera vista. Ha de suceder algo trascendente, inesperado, provocativo, que abra los ojos a las personas que están con Él y se den cuenta de que vive, de que aún les arde el corazón cuando está cerca. Puede que esta vez les diga algo que les anime especialmente, incluso les de la noticia de que seguirá con ellos por siempre.


Suelo contar que el tiempo previo a mi salida del armario fue lo más parecido a una travesía por el desierto. Pero también pudiera asemejarse a continuas noches costeando el lago de Tiberíades en el barco, echando las redes y recogiéndolas vacías. Tanto mi desierto, como mi pesca en el lago, como la primera parte de la escena del relato de Juan, reflejan mucho fracaso. Miedo, incertidumbre, decepción, pero sobre todo fracaso. Los apóstoles tenían la certeza de que Jesús vivía, pero no comprendían la razón por la que estaban solos y, sobre todo, qué iba a suceder a partir de ahora. En mi caso nunca dejé de creer en Dios, pero tampoco entendía cómo podía permitir que me sintiese así, y necesitaba urgentemente una Palabra suya que diera sentido a mi vida. Lo ansiaba tanto, con tanta fuerza y durante tanto tiempo que desesperé.

Desierto, lago, barca, redes, no son más que instrumentos que el Espíritu pone para encontrar al Padre, de la manera más insospechada, en las situaciones más imprevistas, como una sorpresa que ya no se espera. 


Efectivamente, para quien desde que siendo un chaval ha ido percibiendo problemas para hacer visible su identidad sexual y de género, ha ido empapándose de miedo a que unos y otros le hicieran daño, fue recibiendo mensajes de condena y continuas imágenes de Dios como juez que castiga implacablemente a las personas LGBTIQ+... evidentemente cuando aparece Jesús de Nazaret es un acontecimiento admirable que cubre de esperanza todo lo que antes era un infierno. Bien vale un vasto desierto donde dejarse seducir por el Señor y sentir cómo suavemente habla al corazón. Y bien vale echar cien veces la red a un lado hasta que Jesús se hace presente para decirte que confíes y pruebes de otra forma. 

Las mujeres y hombres LGBTIQ+ cristianos somos testigos privilegiados de Jesús como sorpresa en nuestras vidas, sobre todo porque nos salva justo cuando más lo necesitamos y por eso también cuando estamos a punto de creer que nada va a cambiar.


Salir del armario para un creyente es también una expresión de fe inmensa. Fui plenamente consciente de ello una vez que me dijeron algo así como “si después de todos los obstáculos, las dificultades, los inconvenientes, los agravios, los ultrajes que como homosexual tienes que soportar muy especialmente desde el mundo religioso, si después de todo eso sigues creyendo en Dios y amando a la Iglesia, es porque tu fe está a prueba de todo”. Personalmente no me considero un hombre de fe inquebrantable, pero considero que es cierto que un cristiano sólo puede salir del armario apoyándose en su fe y confiando en Dios. 

Todo esto para decir que cuando por fin decidí salir, no pasó mucho tiempo hasta que Jesús se puso ante mí y me preguntó si le amaba. Cada vez que lo hacía me pillaba enojado y disparando tiros contra el obispo de turno que había llamado depravados pervertidos a la comunidad homosexual. Otra vez más me preguntó Jesús si le amaba y yo estaba buscando cómo acusar de hipócritas incoherentes a un grupo religioso que jaqueó nuestra web. Y así muchas más veces y en todas ellas le contestaba que sí, que le amaba. Pero no era cierto.


Tardé en comprenderlo. Salí del armario cargado de resentimiento y envenenado de rencor, revestido como una víctima que reclama venganza. Esa, sin embargo, no era una actitud creyente y cuando lo entendí y pude liberarme de ese peso agobiante, sentí mucha paz. Fue un proceso largo que Juan resume en tres veces preguntándole el Maestro a Pedro si le amaba o no, y que en mí fueron doscientas, pero al final comprendí lo que Jesús buscaba.

Ya no era un verdugo sino un testigo. Podía responder al Maestro como por fin hizo Pedro: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” con el corazón sosegado y libre de rabia. 

Creo que ahí y no antes rompí la puerta del armario definitivamente, haciéndome consciente de lo que el Padre espera de mí. Antes creía que esperaba imposibles. Ahora sé que espera mi calma, mi sosiego, mi armonía, mi respuesta plácida al Jesús resucitado que me sacó de desierto y fue, por eso, la sorpresa de mi vida.



© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice: "Me voy a pescar."
Ellos contestan: "Vamos también nosotros contigo."
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis pescado?"
Ellos contestaron: "No."
Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis."
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor."
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: "Traed de los peces que acabáis de coger."
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice: "Vamos, almorzad."
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" Él le contestó: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis corderos." Por segunda vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Él le contesta: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Él le dice: "Pastorea mis ovejas." Por tercera vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras." Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme."