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septiembre 28, 2024

CLI INTERPRETAR EL EVANGELIO A LA LUZ DEL AMOR


Sobre
 Marcos 9, 38-43.45.47-48


Cuando salí del armario tuve que aprender a interpretar los Evangelios de manera diferente, de forma fuesen para mí Palabra alegre y en gran medida provocadora; la Palabra de Dios, ya a la luz del día, sin las tinieblas del ropero donde todo me llegaba tenebroso y distorsionado, había tomado otro sentido.

Buena parte del final de mi-vida-dentro-del-armario fui catequista. Y en esta etapa no me sentí nunca realmente feliz, en el pleno sentido de la palabra. Ciertamente, mi experiencia fue por un lado gratificante —pues aprendí mucho y recibí aún más—, por otro respetable (así lo creo) y evidentemente respetuosa —nunca me aparté de lo doctrinal, muy a mi pesar, porque en muchas ocasiones la doctrina casaba muy mal con mi experiencia. Finalmente, todo ello me llevó a enfrentarme a la verdad y a decidir ponerme ante Dios, con las cartas boca arriba,

De alguna forma también tuvo un aspecto instrumental, pues fue el martillo que golpeó el clavo que me hizo sentir el dolor y notar cómo brotaba la sangre en la herida; fue la mecha que prendió el explosivo, una herramienta que se hizo a fragua lentamente hasta poder ser eficaz. Un decirme "¿qué hago yo aquí?" para después, enseguida, buscar la salida.


Mi periodo de catequista de jóvenes no me ayudó a ver en los Evangelios un mensaje acogedor. Solo observaba en la Palabra amenazas del tipo "si no dejas de ser así..." 

Y evidentemente, no podía dejar de ser como era. De ahí mi tristeza, mi infelicidad en ese tiempo de animador pastoral, por mucho que disimulase todo tipo de sentimientos utilizando las caretas que, con eficacia, había aprendido a usar desde pequeño para aparentar la "normalidad" de un chico heterosexual. Lo que anunciaba a esas chicas y a esos chicos no era la alegría del Evangelio. Y aquí quiero perdón por no haber sido valiente a tiempo, en especial por no haber sido tan fuerte como para ofrecer una palabra de esperanza a las chicas y chicos LGBTIQ+ que pasaron junto a mí, mientras miraba a otro lado para no ponerme en evidencia.


Sale esto en mi oración sobre el texto de Marcos porque esta lectura es una de las que me producían escalofríos. Claro es, siempre me la habían enseñado (y yo “profesionalmente” así la transmitía) en el sentido amenazante, alimentando el papel de víctima que de manera conformista había aceptado ser. Cada uno de los aspectos que caracterizaban mi identidad homosexual tenían que ser amputados para poder entrar en el Reino. Tuerto, cojo, manco debía ser, renunciando a todo eso que me habían dicho que eran "comportamientos intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural". Pero que para mí eran tan naturales como mi color de piel, y tan inevitables como el color de mis ojos.


Es como el pasaje de Mateo 16... "el que quiera venir conmigo que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga". Estos textos siempre han sido oportunamente utilizados para indicar el camino a las personas LGBTIQ+, si querían seguir fieles al Reino de Dios. En ambos casos, la doctrina da por hecho que, como homosexual, tengo “cosas que podar y arrancar” y, también, que tengo “una cruz que he de cargar resignadamente toda mi vida” porque solo así llegaré a salvarme.


Al salir del armario necesitaba oxígeno. Y paradójicamente lo encontré en las mismas palabras de Jesús que antes me agobiaban. A eso me refería cuando decía que tuve que aprender a leer los Evangelios de otra forma, desbaratando el lenguaje inquisidor, transformándolo en un mensaje positivo y alentador. Descubriendo el escándalo del Evangelio. Eliminando el título de juez implacable que había dado a Dios Padre y explorando la infinita humanidad de Cristo, que era mi hermano y cuya fraternidad me parecía gozosamente novedosa.

De repente los Evangelios no me atacaban ni me ofrecían pesadas cargas difíciles de llevar, sino que me brindaban instrumentos para poner en valor mis dones al servicio del Maestro, y curaban mi sensación de víctima, hasta el punto de poder perdonar a quienes alguna vez se creyeron verdugos y pensaron hacerme daño.


Quienes hemos pasado por este proceso de sanación y de descubrimiento del Evangelio como provocador, por cuanto significa de liberación para el hombre y la mujer, sentimos la clara necesidad de anunciarlo. Porque manifiestamente hemos sido redimidos por Cristo y queremos contarlo. Pero no pertenecemos a los doce. Eso asusta al grupo oficial y el Juan de turno, alarmado, cuenta que algunos que no pertenecen a lo “tradicionalmente admitido” están anunciando que Jesús es el Salvador de todas y de todos sin excepción. Y, lo que es peor, que están expulsando demonios —siglos de sentimiento de culpabilidad, complejos, desesperanzas, humillaciones, cargas pesadas y complicadísimas de llevar—, y lo hacen en nombre de Cristo.


También desde este punto concreto contemplo el texto de Marcos. Pero lo miro con gratitud. Porque estoy convencido de que Jesús volvería a contestar igual, «no se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede hablar mal de mí».

Probablemente también diría «al que tenga ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo echaran al mar con una rueda de molino al cuello».

Las personas LGBTIQ+ somos esos pequeños, esas pequeñas de la Iglesia que estamos poco más que percibiendo cómo nos ama Dios a través de nuestro hermano Jesús de Nazaret.

Experimentar esta certeza es hacernos uno en el Salvador.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Juan le dijo: —Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo porque no va con nosotros. Jesús respondió: —No se lo impidáis. Aquel que haga un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. Quien no está contra nosotros, está a nuestro favor. Quien os dé a beber un vaso de agua en atención a que sois del Mesías os aseguro que no perderá su paga. Si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen [en mí], más le valdría que le atasen una piedra de molino en el cuello y lo arrojaran al mar. Si tu mano te hace caer, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida que con las dos manos ir a parar al horno, al fuego inextinguible. Si tu pie te hace caer, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la vida que con los dos pies ser arrojado al horno. Si tu ojo te hace caer, arráncatelo. Más te vale entrar con un solo ojo en el reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al horno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga..

septiembre 21, 2024

CL SER L@S ÚLTIM@S


Sobre Marcos 9, 30-37
 

Cuando estás en el armario no hay orden de importancia: eres el de delante y el de detrás, cabeza y cola, primero y final. Tenía, en todo caso, la sensación de ser el último mono en una sociedad que no me aceptaba a ninguno de los niveles. Pero al fin y al cabo ese sentimiento era personal y no pretendía comunicárselo a nadie, ni trascendía del ámbito del armario donde seguía siendo el primero a la vez que el último.


Salir del armario supone dejar atrás el cómodo mundo donde te sientes protegido. En cualquier caso también significa apagar todas las alarmas y alertas. Salí del armario suficientemente curado como para desconectar los sensores de ofensas. Tenía otras heridas abiertas que sanaron con el tiempo y confieso que aún hoy quedan cicatrices que supuran o duelen cuando aprieto. Poco más.


Pero de repente no era el último. Me puse el primero. Salir del armario sanamente (es decir, sin sentirte coaccionado sino como decisión íntima, fruto de un proceso de discernimiento personal), tiene casi siempre un efecto de euforia que se traduce en victimismo. De pronto era capaz de contar a cualquiera lo mal que lo había pasado durante tantos años de mi vida, todo por culpa de una sociedad heteropatriarcal y conservadora, etc, etc. O en el plano religioso, no me dolían prendas en criticar abiertamente a la Iglesia, que con su afán de anteponer la tradición al Evangelio frustraba la vida de muchos creyentes, cuando no los alejaba e incluso los empujaba a perder la fe. 

El victimismo evoluciona rápido transformándote en sentenciador y, quienes poco antes eran los verdugos, ahora son las nuevas víctimas. Una especie de dinámica violenta que se parece mucho a la venganza, al ojo por ojo, diente por diente del Antiguo Testamento.

Ahora era el primero, el centro de atención. Confraternizaba con otras personas como yo y juntos nos pusimos los primeros. Incluso asociamos nuestra honesta actitud de servicio a ese primer puesto, al que agregábamos solidariamente a quien se fuera uniendo. Así, todas y todos éramos los primeros, que bastante dolor habíamos pasado ya como para seguir estando al final de la cola.


Hay quien se queda ahí. Pero las personas LGBTIQ+ cristianas deberíamos dar un paso más. Precisamente porque el motor de Jesús es la fraternidad. Y la fraternidad junto a la misericordia nos hace iguales, incluso más: iguales en Él. Descubrir eso me llevó un tiempo. Acostumbrado a vivir en términos de angustia, mis reacciones partían del resentimiento. Comprender que era urgente perdonar, y perdonar mil veces, es un proceso que demanda mucha oración, hasta que eres capaz de disculpar las ofensas y de olvidar los agravios, porque las afrentas provienen de tu hermana, de tu hermano en Cristo. Ya no es necesario buscar víctimas. No hay que sacrificar a nadie.


Contemplar este texto de Marcos desde el punto en el que me encuentro ahora me permite entender qué quiso decir el Maestro, cuando explicaba a los doce la razón por la que debían ser los últimos. 

Aún con la dificultad de partir de una experiencia de “último”, como perteneciente a un grupo social y religiosamente excluido, después de transformar el sentimiento de víctima en juez fratricida y, finalmente, porque he sido capaz de cambiar mi resentimiento en perdón, ahora puedo hacerme servidor, preocuparme y ocuparme de quienes necesitan abrazos como el que Jesús dio a aquel chaval, un niño de su época y de su cultura, último entre los últimos, escenificando que solo de esta manera te haces el primero. Contrariamente a lo que pueda pensarse, Jesús no nos impide ser importantes. Tan solo nos indica un nuevo modo de serlo.


A las personas LGBTIQ+ cristianas nuestra experiencia de “armarización”, de general desprecio y exclusión tanto social como religiosa hacia nosotras, nos permite entender perfectamente qué significa ser el último. Quedarnos ahí es fracasar como hombres y mujeres y supone no haber entendido lo que Jesús quiso decirnos: efectivamente había de pasar por la Pasión para poder servir a las hermanas, a los hermanos hasta el extremo, haciéndose en último, poniéndose al servicio.

Imitar a Jesús en eso (algo que no siempre consigo) me hace más feliz y definitivamente más libre.

© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


Desde allí fueron recorriendo Galilea, y no quería que nadie lo supiera. A los discípulos les explicaba: —Este Hombre va a ser entregado en manos de hombres que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días, resucitará. Ellos, aunque no entendían el asunto, no se atrevían a preguntarle. Llegaron a Cafarnaún y, ya en casa, les preguntó: —¿De qué hablabais por el camino? Se quedaron callados, pues por el camino iban discutiendo quién era el más grande. Se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: —El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos. Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo: —Quien acoja a uno de estos niños en atención a mí, a mí me acoge. Quien me acoge a mí, no es a mí a quién acoge, sino al que me envió. 

septiembre 14, 2024

CXLIX JESÚS, ¿QUIÉN DICES QUE SOY YO?


Sobre
 Marcos 8, 27-35

«¿Quién decís vosotros que soy yo?» La pregunta que Jesús hace a sus amigos los deja trastornados. Y era necesaria, obviamente, porque quería saber en qué punto se encontraba y si, quienes estaban caminando junto a Él, tenían claro lo que implicaba andar por el sendero que habían iniciado. Hacía poco tiempo que Jesús había salido de su vida oculta, de su armario singular, en el que estuvo sin darse a conocer —que sepamos, según los evangelios— al menos desde la pista que nos da Lucas cuando narra que se perdió de sus padres con doce años, y lo encontraron en el Templo de Jerusalén sentado entre los maestros haciéndoles preguntas.


Él no estuvo escondido por temor a nada, sino porque todavía no había llegado el momento de darse a conocer.

Por el contrario, yo sí me oculté por miedo a ser excluido, despreciado, señalado y marcado, como le sucede a muchas personas LGBTIQ+ hoy. Todavía me apuré refugiándome muy al fondo del armario a causa de los condicionantes religiosos que agravan el sentimiento de culpabilidad hasta límites dolorosos, como también experimentan hoy en día muchas personas LGBTIQ+ cristianas.


La respuesta a la pregunta personal "¿quién creen (mi familia, mis amigos, mis compañeros, mis educadores y conocidos, ...) que soy yo"— era justamente la que me tenía paralizado. Estaba asustado por si ese dictamen fuera hiriente y traumático, y pudiera traducirse en consecuencias desoladoras, como había podido observar en otras personas. Un vecino de casa era abiertamente homosexual y los mayores nos advertían que no subiéramos a solas con él en el ascensor. Mi amigo Gonzalo tiene una inevitable pluma desde que era un crío, y las vejaciones y burlas en clase y los vestuarios eran continuas. No estaba dispuesto a arriesgarme tanto. Tenía miedo.


Por supuesto dentro del armario era imposible no enfrentarse a esa pregunta de Jesús tal cual. Y muchas veces reflexioné sobre ello. ¿Quién era Cristo para mí? Yo no había perdido la fe y nadie iba a echarme de la Iglesia mientras fuese capaz de guardar mi armario cerrado. Pero mi respuesta a su pregunta directa evolucionaba a medida que mi resentimiento —a causa del daño que me estaba haciendo el ingrediente religioso— crecía en mis tripas como la espuma. 


Jesús para mí llego a ser aquel por el que sus seguidores más piadosos rechazaban a las personas LGBTIQ+; Jesús era la razón de ser por la que los escribas y sacerdotes de nuestra época habían dejado escrito que mis actos son "intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural y no pueden recibir aprobación en ningún caso" (Cfr. CCE 2357). Esa era finalmente mi respuesta enojada a la pregunta de Jesús. Es decir, Jesucristo cada vez era menos en mi vida.


Solamente cuando di otra vuelta a la pregunta y me interesé en saber quién decía Jesús que era yo, pude reconciliarme y comenzar a calmar el dolor. No fue un proceso fácil. Hubo un gran desierto. Pero ineludiblemente ahí estaba esperándome paciente, y en ese instante ocurrieron dos cosas: contesté afirmando que Él era el Mesías, El Salvador, el reencarnado por Dios hecho hombre también para mí, como para toda la humanidad sin excepción. Y la segunda cosa que sucedió es que alcancé el suficiente valor para salir del armario como hombre tal cual soy, pero sobre todo como hombre que cree en Dios, en el Dios de todas y de todos. Me gusta contar que el Señor me llevó al desierto y allí me sedujo, habló a mi corazón y le respondí, ese precioso texto de Oseas que me marcó para siempre.


Desapareció el resentimiento en la medida en que supe discernir entre lo que es cosa de Dios y lo que es cosa de los hombres. Dios evidentemente no ha escrito ese trágico y doloroso epígrafe del catecismo. Dios tampoco está en quienes agitando el signo de la Cruz siguen atacando incluso con violencia a las personas LGBTIQ+. Ese convencimiento de que Dios no tiene nada que ver porque de ninguna forma esos comportamientos y actitudes son obra suya, me ha permitido también perdonar. Al separar a Dios de todo eso quedan al descubierto los hombres, y puedo perdonar a cualquier ser humano con mayor o menor esfuerzo. Finalmente, al desaparecer el resentimiento también se esfuma el sentimiento de víctima. Queda una profunda paz liberadora.


Contemplar este texto de Marcos, situarme allí y observar la escena con los cinco sentidos, me sobrecoge porque actualiza su pregunta en mí, la escucho, veo las dudas de los discípulos como las propias mías, y soy testigo de cómo se remueve Pedro cuando oye de boca de Jesús quién es realmente Él y cuánto ha de suceder. Confirmo mi deseo de conocer internamente a Cristo que se ha hecho hombre por mí, para más amarle y seguirle. Cristo, que me quiere como soy, sin condiciones. La voz de Jesús es firme y dulce a la vez. Invita a la libertad, a confiar, a dejarse hacer en sus manos. Así que cuando dice que quien quiera ir con Él ha de tomar su cruz, me acuerdo de cuántas otras cargué sin contar con sus brazos y me imagino lo bueno que será compartir con Él ese leño todo el tiempo que haga falta.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Jesús emprendió el viaje con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Felipe. Por el camino preguntó a los discípulos: —¿Quién dice la gente que soy yo? Le respondieron: —Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que uno de los profetas. Él les preguntó: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro: —Tú eres el Mesías. Entonces les ordenó que a nadie hablaran de esto. Y empezó a explicarles que aquel Hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y después de tres días resucitar. Les hablaba con franqueza. Pero Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo. Mas él se volvió y, viendo a los discípulos, reprendió a Pedro: —¡Aléjate de mi vista, Satanás! Tus pensamientos son los de los hombres, no los de Dios. Y llamando a la gente con los discípulos, les dijo: —Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por la Buena Noticia, la salvará. 

septiembre 07, 2024

CXLVIII ¡ABRE EL CORAZÓN!


Sobre
 Marcos 7, 31-37


Uno de los significados de la palabra libertad es confianza. Otro es franqueza. Pero en el armario no puedes hablar confiadamente. En el armario no puedes significarte con franqueza. Porque siempre temes que alguien pueda hacerte daño, hacerte hueco, hacerte polvo. Hacerte un cero a la izquierda.

En el armario era incapaz de manifestarme con libertad. Con la libertad más básica, que es la que me hubiera permitido contar quién era y qué era, qué sentía, qué amaba, qué esperaba, qué soñaba. Esa libertad que a un lado y otro de mi familia, de mi pupitre, de mis amigos, de mi entorno del día a día desde que fui consciente de mi homosexualidad, veía cómo disfrutaban las demás personas mientras yo era incapaz de mover los labios y contar, decir, relatar, narrar y gritar hasta que mi garganta enrojeciera y mi voz se quebrara.


No hace mucho, alguien especulaba sobre el carácter reflexivo y a veces introvertido de muchas personas LGBTIQ+. Y probablemente sea esta la razón. Especialmente en las personas creyentes como era mi caso. Para mí no sólo los obstáculos sociales eran terribles, sino que además a ello se añadían la culpabilidad religiosa, el sentimiento de pecado y la amenaza de condenación. El catecismo aún afirma que las personas LGBTIQ+ mantenemos un comportamiento intrínsecamente desordenado. Entonces busqué en el diccionario qué es algo intrínseco, y se trata de lo que es interno, propio, característico, esencial, connatural, peculiar, privativo, íntimo, exclusivo, básico.

Así que... me hacían pensar que ser homosexual era algo (todo lo anterior) desordenado, y por eso tenía miedo a hablar y también por ello guardé silencio.


Orando la lectura de Marcos no me ha sido difícil ponerme delante de Jesús e imaginar cómo se sintió aquel hombre cuando el Maestro le tocó los oídos y la lengua recuperando los sentidos.

La consciencia de ser sordo es más sutil. Sé que si hubiera estado alerta ante los signos que Dios iba poniendo en mi vida, si le hubiera escuchado en vez de seguir lamentándome detrás de la puerta del armario, habría podido hablar antes.

Cuando Jesús pone su saliva en mi lengua es justo cuando mis oídos se disponen a escuchar. Siempre el canto de Oseas: Me llevó al desierto, me habló al corazón y le respondí. Escuché al Señor y contesté.


Los armarios los construyen los miedos: miedo a la crueldad y la impiedad de los hombres y también al Dios del Antiguo Testamento. Miedo a seres de carne y hueso que podrían hacer la vida imposible a quienes no se ajustan a los estereotipos marcados. Miedo al Dios que subscribe que el comportamiento de las personas LGBTIQ+ es naturalmente desordenado. El miedo a su vez engendra mudos que perpetúan vidas escondidas donde tendrán que ocultar sus verdades, desde donde no serán capaces de gritar quiénes son hasta que el Salvador los acaricie y les grite «¡effetá!, ¡ábrete!»


Cuando rompí mi armario y recobré la palabra, no llegué a tiempo de hablar y contar a mi madre todo eso que durante tantos años fui incapaz de balbucir porque era mudo. Esta triste sensación de llegar tarde es la que me empuja ahora a anunciar que Dios despeja los oídos y afina las voces, revela la salvación y hace libres a todas las personas, sin excepción.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Después salió de la región de Tiro, pasó de nuevo por Sidón y se dirigió al lago de Galilea atravesando la región de la Decápolis. Le llevaron un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera las manos sobre él. Lo tomó, lo apartó de la gente y, a solas, le metió los dedos en los oídos; después le tocó la lengua con saliva; levantó la vista al cielo, suspiró y le dijo: —Effatá, que significa ábrete. [Al punto] se le abrieron los oídos, se le soltó el impedimento de la lengua y hablaba normalmente. Les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más insistía, más lo pregonaban. Llenos de asombro comentaban: —Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.