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diciembre 27, 2025

CLXXXIX. FAMILIAS DIVERSAS, SAGRADAS FAMILIAS


Sobre
 Mateo 2,13-15.19-23


Al orar con el relato de Mateo sobre la huida a Egipto y el regreso a Nazaret, el texto enseguida se abre como una revelación silenciosa sobre la fragilidad y la diversidad de las familias en las que Dios decide habitar. No se trata de una escena edulcorada ni ideal: es una familia amenazada, desplazada, obligada a tomar decisiones difíciles para proteger la vida que se le ha confiado.

La Sagrada Familia aparece aquí lejos de cualquier modelo cerrado o idealizado. Es una familia en tránsito, que huye por miedo, que cruza fronteras, que aprende a vivir como extranjera. En ese movimiento forzado, Dios no se ausenta: permanece. El Hijo de Dios crece en medio de la precariedad, del desarraigo y de la inseguridad. El Evangelio muestra así que la bendición divina no se apoya en la estabilidad social ni en la corrección de las formas, sino en el amor que cuida y protege la vida.

Desde la experiencia de las personas LGBTIQ+, este pasaje resuena con especial fuerza. Muchas familias diversas conocen también la amenaza, el cuestionamiento y la necesidad de buscar espacios seguros donde amar y criar sin miedo. Han tenido que cruzar sus propios “Egiptos”: contextos sociales, religiosos o educativos donde no se les reconocía dignidad ni legitimidad. Y, como en el relato evangélico, ese camino no las aleja de Dios, sino que se convierte en lugar de encuentro con Él.

El texto de Mateo sugiere que Dios no bendice un único modelo familiar, sino la fidelidad al cuidado mutuo. Familias con dos madres o dos padres, familias diversas, elegidas o reconstruidas, participan de la misma verdad profunda: allí donde hay amor que protege, Dios habita. No son realidades secundarias ni toleradas, sino espacios auténticos de gracia.

El regreso a Nazaret refuerza esta intuición. Nazaret es un lugar insignificante, marcado por el prejuicio. Sin embargo, es allí donde Jesús crece, se forma y aprende a amar. Dios elige lo pequeño, lo cuestionado, lo que no encaja en las expectativas dominantes. Así, el Evangelio afirma que ninguna familia queda fuera de la bendición por su forma o composición.

Este pasaje invita a una reconciliación serena entre fe y diversidad. Permite contemplar todas las familias actuales —incluidas las familias LGBTIQ+— como realidades igualmente dignas, igualmente amadas y bendecidas por Dios. No es la conformidad a un esquema lo que hace sagrada a una familia, sino el amor que sostiene la vida día a día.

En la huida, en el regreso y en la vida cotidiana de esta familia evangélica se revela un Dios que acompaña, que protege y que se queda. Un Dios que sigue naciendo y creciendo en hogares diversos, frágiles y verdaderos.


Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.»

José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: «Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto.»
Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuélvete a Israel; ya han muerto los que atentaban contra la vida del niño.»
Se levantó, cogió al niño y a su madre y volvió a Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y, avisado en sueños, se retiró a Galilea y se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría Nazareno.

diciembre 23, 2025

CLXXXVIII. LA LUZ BRILLA EN LA TINIEBLA (Navidad)


Sobre
Juan 1, 1-18


“Y la Palabra se hizo carne"

No eligió una carne ideal, correcta, aceptada por todos. Eligió la carne real. Vulnerable. Cuestionada. Expuesta. Por eso no puedo leer este texto sin pensar en nuestras vidas LGBTIQ+, tantas veces tratadas como si fueran un problema que Dios debería corregir y no una historia que Dios desea habitar.

Antes de que nadie nos pusiera nombre, antes de que la Iglesia nos señalara, antes incluso de que aprendiéramos a desconfiar de nosotros mismos, la Palabra ya estaba. Y en ella estaba la vida. Nuestra vida también. No una vida a medias, no una vida tolerada, sino una vida querida desde el principio.

El nacimiento de Jesús es una denuncia silenciosa pero radical: Dios no se revela en la pureza, ni en la norma, ni en la exclusión, sino en la carne. Y cuando Dios se hace carne, desautoriza cualquier teología que desprecie cuerpos, afectos o identidades. Toda fe que humilla, que margina o que obliga a vivir escondidos no nace de la Encarnación.

“Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron.”

Esta frase tiene nombres y rostros. Son las personas LGBTIQ+ expulsadas de comunidades cristianas. Somos las que aprendimos a rezar pidiendo no existir así. Son las que aún hoy escuchan que su amor es un pecado estructural, un trastorno que curar, una ofensa a Dios. Jesús conoce ese rechazo desde su nacimiento. Y no se pone del lado de quienes excluyen en nombre de Dios, sino de quienes quedamos fuera.

Pero el prólogo del evangelista Juan no se queda en el rechazo. Afirma algo profundamente subversivo: a quienes acogen la Palabra se les concede ser hijas e hijos de Dios. No a quienes controlan, juzgan o vigilan. A quienes acogen. Y muchas personas LGBTIQ+ hemos acogido a Dios desde la intemperie, desde la herida, desde la resistencia. Eso también es fe. Aun más, es una fe adulta.

La Palabra se hace carne y acampa. No funda una fortaleza doctrinal. Acampa entre quienes no tienen lugar seguro. Por eso me atrevo a decir que Cristo sigue naciendo hoy en los cuerpos y las historias LGBTIQ+ que luchan por vivir con verdad, con dignidad y con amor.

“La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la venció.”

Esta no es una frase piadosa. Es una promesa para quienes han sido empujados a la sombra. La luz no se apagó cuando nos dijeron que no éramos personas bienvenidas. No se apagó cuando nos pidieron silencio. No se apagó cuando confundieron fidelidad a Dios con violencia espiritual.

Creer en el nacimiento de Jesús, desde nuestra experiencia LGBTIQ+, es afirmar que Dios no está en contra de nuestras vidas, sino comprometido con ellas. Que nuestro existir no es una deficiencia ni nuestros gritos son un error teológico, sino un lugar donde la Palabra sigue encarnándose. Y que mientras haya una persona LGBTIQ+ creyendo, amando y resistiendo, la Encarnación no habrá terminado.

Dios sigue naciendo. También aquí. También así. Y nadie, en absoluto, tiene autoridad para negarlo.


En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio d él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

diciembre 20, 2025

CLXXXVII. DIOS CON NOSOTR@S (una propuesta para orar)


Sobre
Mateo 1, 18-24


Esta vez te propongo una meditación personal, escrita para ser leída despacio, en voz baja, cuidando el silencio interior. El tono es íntimo, orante y vulnerable, en la línea de Dios sin Armario, donde la Palabra se cruza con la propia vida sin explicaciones innecesarias.

Espero te sea útil. Me encantará que lo disfrutes. Feliz Navidad.


Me detengo.
Respiro hondo.
Y dejo que esta escena del Evangelio se acerque a mi propia historia.

María está embarazada.
Y no hay palabras suficientes para explicarlo.
Solo una certeza que nadie entiende.
Solo una verdad que no encaja.

Pienso en cuántas veces mi propia vida ha sido así:
una verdad gestándose en silencio,
un secreto sagrado que no sabía cómo nombrar,
una identidad que no cabía en las expectativas de los demás.

María no se defiende.
No justifica.
No discute.
Simplemente es.

Y José…
José tiene miedo.
Miedo al qué dirán.
Miedo a equivocarse.
Miedo a amar algo que no comprende del todo.

Cuántas veces he sido yo José conmigo mismo:
queriendo apartar con discreción lo que me descoloca,
intentando ser “correcto”,
pensando que quizá Dios esperaba otra cosa de mí.

Pero en medio del sueño —siempre en medio del sueño, nunca desde el ruido—
Dios habla:
No temas.

No temas a lo que ha nacido en ti.
No temas a lo que no encaja.
No temas a ese amor,
a esa verdad,
a esa identidad que no elegiste pero que te habita.

Lo que hay en ti
no es un error.
No es un fallo del plan.
No es una amenaza para Dios.

Es Espíritu.

José despierta
y hace algo profundamente subversivo:
confía.
Se queda.
Abraza la vida tal como viene.

Quizá hoy el Evangelio no me pide entenderme del todo,
ni tener todas las respuestas,
ni reconciliar cada herida con la Iglesia.

Quizá solo me pide esto:
no huir de mí.
No rechazar lo que Dios no ha rechazado.
No vivir pidiendo perdón por existir.

Jesús nace en un contexto frágil,
ambiguo,
malinterpretado.

Como tantas vidas LGBTIQ+ creyentes.

Y aun así,

Dios no cambia de plan.
No se retracta.
No se avergüenza.

Permanece.

Hoy escucho para mí estas palabras:
No temas.
No temas ser quien eres delante de Dios.
No temas amar desde donde estás.
No temas creer que también en tu historia
Dios está salvando.

Me quedo en silencio.
Y dejo que esta verdad repose en mí
como una vida nueva
que no necesita defenderse
para ser sagrada.


El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto.
Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros».»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.

diciembre 12, 2025

CLXXXVI. VOCES EN EL DESIERTO


Sobre
Mateo 11, 2-11


Cuando hago oración contemplando este pasaje de Mateo, siento que Jesús me habla desde un lugar donde la vida se abre paso a pesar de todas las resistencias. Él envía a los discípulos, anuncia que los ciegos ven, que los cojos caminan, que los excluidos recuperan dignidad… y algo dentro de mí se mueve. Porque también yo he vivido —y aún vivo— momentos en los que me han querido convencer de que mi identidad LGBTIQ+ es una especie de cojera espiritual, una herida que tendría que ocultar o corregir para pertenecer de lleno a la comunidad creyente.

Pero Jesús, en este texto, no habla de corregir; habla de liberar. No pone condiciones; despliega posibilidades. Y al ver cómo se acerca a quienes estaban al margen, me descubro a mí mismo entre esas personas que, desde la periferia, esperan una palabra que no condene, sino que devuelva luz a los ojos y firmeza a los pasos.

Cuando Jesús elogia la figura de Juan, reconociendo su fuerza y su coherencia, pienso en todas las personas LGBTIQ que también han sido voz en el desierto, reclamando espacios de dignidad dentro de una Iglesia que muchas veces no ha sabido escucharnos. Y entonces, este pasaje se vuelve para mí una llamada: no basta con recibir consuelo; también soy invitado a ser testigo de ese Reino que ya está brotando donde hay justicia, verdad y amor sin condiciones.

Este texto me pide valentía. Me pide no esconderme. Me pide vivir mi fe sin renunciar a quién soy. Jesús no envió a sus discípulos a anunciar un mensaje de miedo, sino de vida que se expande. Y yo, desde mi historia LGBTIQ+, quiero creer que también estoy enviado; que mi visibilidad no es un obstáculo, sino una forma concreta de mostrar que el Reino incluye a todas y a todos.

Así, cuando escucho que el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan, lo interpreto desde mis luchas cotidianas: cada vez que alguien intenta arrebatarme la dignidad, la fe o el derecho a existir plenamente, sé que mi resistencia —mi decisión de seguir creyendo, amando y viviendo con autenticidad— es también un acto de fidelidad a ese Reino.

Y por eso, hoy oro desde lo íntimo: que mi vida, mi fe y mi identidad sean un pequeño signo de ese Evangelio que sana, libera y devuelve sitio a quienes durante demasiado tiempo hemos sido empujadas y empujados a la orilla.


En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti.» Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»


diciembre 06, 2025

CLXXXV. LOS QUE USAN A DIOS COMO ARMA (nido de víboras)


Sobre
Mateo 3, 1-12


Este pasaje del Evangelio es raro que no impacte, pero esta frase concreta siempre me remueve: “Raza de víboras… den fruto que pruebe su conversión”

Antes me incomodaba porque pensaba que se trataba de un mensaje duro, casi amenazante. Pero hoy, después de lo que viví hace días, ese texto me habla de otra manera, mucho más cercana, más encarnada.

Estábamos celebrando la Eucaristía. Una misa sencilla, humilde, en la que casi todos éramos personas LGBTIQ que buscamos lo mismo: un espacio donde poder orar sin miedo, donde dejar que Dios nos nombre por dentro sin filtros ni máscaras. Justo cuando el sacerdote finalizó la homilía y nos invitaba a compartir lo que la Palabra nos había dicho, una persona arropada por dos más comenzó a hablar gritando, llamándonos pecadores, enfermos, abominaciones. Nos señalaba con el dedo como si ellos fueran dueños del juicio de Dios, como si entre ellos y el cielo hubiera un acceso directo.

Sentí el corazón encogido. No tanto por lo que decían —porque ya había escuchado insultos antes— sino por la manera en que lo decían: con rabia, sin querer vernos, sin preguntarse siquiera si allí había dolor, fe, búsqueda… vida. En ese instante entendí algo que antes solo había leído desde fuera: eso es el “nido de víboras” del que habla Juan el Bautista. No una categoría de personas, sino una actitud espiritual: la de quienes usan a Dios como arma, la de quienes confunden pureza con superioridad, la de quienes se sienten autorizados a aplastar el corazón ajeno.

Y sin embargo, mientras los escuchaba, hubo algo dentro de mí que se mantuvo firme. Una especie de certeza suave: “Dios no está en sus gritos. Dios está aquí, en nuestra vulnerabilidad compartida, en la mesa que intentan romper, en la dignidad que intentan negar.” Esa certeza me sostuvo, y también me ayuda a mirar el texto del Evangelio de hoy de otra manera.

Cuando Juan dice “den fruto que pruebe su conversión”, ahora lo entiendo como una invitación para mí. No una condena. No una amenaza. Sino una llamada a que mi fe tenga raíces reales: paz, honestidad, apertura, una vida que hable de reconciliación en vez de venganza. A que no deje que el veneno de esos insultos se convierta en veneno dentro de mí.

Porque la verdad es esta: la violencia que otros ejercen en nombre de Dios puede tentarme a responder con la misma dureza. Puedo convertirme yo mismo en víbora si dejo que el resentimiento me gobierne. Y ahí es donde el Evangelio se vuelve medicina. Me recuerda que mi identidad más profunda no nace del rechazo que recibo, sino del amor en el que fui creado.

Aquella misa terminó distinta de como empezó, pero no destruida. Cuando salieron los que gritaban, nos quedamos en silencio, respirando hondo. Y en ese silencio sentí que el Reino que anuncia Juan el Bautista —ese Reino que está “cerca”— no es algo lejano: estaba allí, en esa comunidad herida que aun así seguía de pie, sosteniéndose unas y unos a otros.

Y pensé: quizá este sea el fruto que se nos pide. No perfectos. No intactos. Sino fieles. Personas que, a pesar del miedo, siguen buscándose en Dios. Personas que, aunque otros nos nombren con desprecio, seguimos creyendo que somos amadas y amados.

El texto del Evangelio de hoy me invita a no escuchar un discurso de fuego. Escucho una invitación a vivir desde la verdad y no desde la vergüenza. A dejar atrás los disfraces. A no responder al veneno con veneno. Y, sobre todo, a creer que Dios se revela justo ahí donde muchos no mirarían: en un grupo de creyentes LGBTIQ que, en una misa interrumpida por el odio, decide seguir cantando bajito, con más ternura que miedo.


Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.»»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizará, les dijo: «¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: «Abrahán es nuestro padre», pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga.»

noviembre 29, 2025

CLXXXIV. ¡VELAD! (viene a liberarnos)


Sobre
 Mateo 24, 37- 44



Suelo contar que estos pasajes de los Evangelios, en los que Jesús hace mención al fin de los tiempos o a la llegada inesperada de la muerte, me producían un inmenso temor cuando estaba en lo más hondo del armario, más aún siendo un niño y un joven asustado.

Cuando los escuchaba en la Eucaristía, en celebraciones, oraciones, o los leía en la incansable búsqueda de algo que calmase mi sed de respuestas, siempre me surgía una duda: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”. 


Según la “logica religiosa” en la que me habían educado, no cabía que siendo homosexual pudiera aspirar a gozar de la presencia de Dios. 

Siendo un niño, un chaval, cuando comprendí que lo que me pasaba era algo mío, tan irremediable como inconfesable que urgentemente debía pasar a lo secreto, me imaginaba que al morir de repente, Dios me diría que los maricas no podían entrar en el cielo. A partir de ahí todo lo demás era secundario. Podría haber sido buena persona, pero ser homosexual restaba puntos a toda mi vida. 

Una vez, con poco más o menos catorce años, escuché decir a mi profesor de lengua y literatura algo que se me quedó grabado. Esta persona hablaba de García Lorca ponderando su estilo literario y su obra. Después de alabarlo un buen rato sentenció: “pero era homosexual”. Así que todo lo bueno que había en Lorca como persona, como creador, como ser humano quedaba inhabilitado, porque su identidad sexual prevalecía como signo negativo, era razón de condena y pesaba como una losa ocultando su grandeza.


Estas cosas y otras no hacían más que reconocer mi armario como el lugar donde debería seguir escondiendo todo lo que de verdad yo era. 


El armario ya es terrible para cualquier persona LGBTIQ+, pero para las creyentes —en nuestro caso las católicas— lo es aún más. Porque a la presión familiar y social se une la doctrina de la Iglesia y su más que discutible interpretación de la Palabra de Dios en referencia a las personas no heterosexuales. Durante muchos años me hicieron sentir un desgraciado por ser como era, y continuamente pedía al Padre que me hiciese “normal”, porque tenía miedo a que mi familia lo supiera, a que mis amigos se burlaran, a sufrir en definitiva, pero sobre todo porque no vería a Dios, pues todo apuntaba a que Él no quería a las personas como yo. Entonces surgía esa pregunta: “Si hoy Dios me llama y muero, ¿qué podré presentarle?”.

Este sentimiento, mezcla de indefensión y tremenda fragilidad, alimenta la soledad afilada y lacerante que hace perder poco a poco la esperanza. Por eso cuando con dieciséis años tomé aquellas pastillas para terminar cuanto antes, lo hice porque me daba vergüenza que se enterara mi familia, tenía miedo de que mis amigos me hicieran daño y también porque me habían hecho creer que Dios no me amaba como yo era y por eso nada merecía la pena.

Otra vez siento afirmar que sigue habiendo personas LGBTIQ+ que dejan de ver la luz de Dios porque se la ocultan, porque se la esconden. Hoy sigue habiendo personas LGBTIQ+ que prefieren morir a vivir sin esperanza.


Ahora sé que mis muchos años de armario, plagados de experiencias de todo tipo, sólo tienen sentido desde Cristo. La fe que me transmitieron mis padres se quedó fuera del armario y tuve que volver a creer una vez me encerré en él, empezando desde cero, en total soledad, soportando obstáculos, sorteando escollos y salvando dificultades. Desde luego la fe no me ha sido dada sino que la tuve que conquistar después de vencer muchas batallas a solas. Mi fe me la dio el bautismo pero realmente yo no me he sentido bautizado hasta que no salí del armario, porque es cuando noté el fuego del Espíritu atravesándome, dándome fuerzas para reaccionar y comenzar a caminar. Por eso mi fe es tan fuerte. Me ha costado tanto conservarla que nada ni nadie podrá arrebatármela.


Todos los armarios de las personas LGBTIQ+ cristianas tienen mucho de lo que dice Jesús, porque en realidad son un largo tiempo de espera en continua alerta: “estad en vela, vigilad, estad preparados”. Pero de eso fui consciente cuando entendí que su promesa, en la que anunciaba que el Hijo del hombre vendría muy pronto, no se refería a ningún acontecimiento apocalíptico sino a algo muchísimo más cercano a mí: el instante de reconocer que Jesús daba sentido a mi existencia y no cualquiera de las cosas que me habían hecho temblar toda la vida.

Jesús llevaba mucho tiempo diciéndome que vigilara el momento. Yo pensaba que pedía que me arrepintiese de ser como soy, pero me estaba advirtiendo de que buscara la oportunidad de reaccionar y saltar, de salir a la vida, de ser yo mismo y por eso de gozar de Él como no lo había hecho desde que era muy niño. 



La llegada del Hijo del Hombre será como en tiempos de Noé: en [aquellos] días anteriores al diluvio la gente comía y bebía y se casaban, hasta que Noé se metió en el arca. Y ellos no se enteraron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos. Así será la llegada del Hijo del Hombre. Estarán dos hombres en un campo: a uno se lo llevarán, al otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán, a la otra la dejarán. Así pues, velad, porque no sabéis el día que llegará vuestro Señor. Y sabéis que, si el amo de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría velando para que su casa no fuese asaltada. Por tanto, estad preparados, porque este Hombre llegará cuando menos penséis. 

noviembre 21, 2025

CLXXXIII. HOY (y siempre) ESTAMOS CON ÉL


Sobre
 Lucas 23, 35-43



Jesús fue un fracasado para muchos, para la inmensa mayoría de sus seguidores. Sólo unos cuantos continuaron creyendo en Él durante su pasión y después de su muerte en cruz. Casi todas las demás personas que lo habían acompañado pensaron que en el Gólgota terminaba todo. Un loco más que se había atrevido a enfrentarse a los poderes religiosos y políticos diciéndoles a la cara la verdad y poniéndoles en evidencia. Como sucedió con Juan, el Bautista, a quien también asesinaron los poderosos por bocazas. Jesús murió prácticamente solo.


Según los Evangelios, junto a Cristo agonizante se encontraban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, María Magdalena y el discípulo a quien tanto amaba. Frecuentemente nos olvidamos de que también estaban a su lado dos crucificados más. En cualquier caso no era lo que se esperaba para la muerte de un rey. No era un funeral de Estado ni se hicieron presentes los sumos sacerdotes implorantes. La gente que acudió lo hizo atraída por el poco probable espectáculo de que Dios abriera los cielos y mandara una legión de ángeles a liberar al Mesías. Pero no sucedió. Jesús expiró y no ocurrió nada.


Es muy provocador que nuestra fe tenga como principal símbolo una cruz. Un instrumento de martirio cuya finalidad es acabar en la muerte segura del ajusticiado, se traduce en signo de vida. Como decía San Pablo, predicamos lo que es escándalo para unos y necedad para otros. Convertimos escándalo y necedad en trono del Reino porque advertimos que en la muerte de Jesús se inicia la vida para los pobres de espíritu, para los mansos, para los que lloran, para los que tienen hambre y sed de justicia, para los misericordiosos, para los limpios de corazón, para los pacíficos y también para los que sufren persecución.


Esto me recuerda que no hace mucho me preguntaron la razón por la que me expongo tanto. No entendí muy bien a qué se referían. Querían saber por qué contaba tanto de mí, de tan dentro de mí. Les dije que he muerto tantas veces que necesito narrar todas esas en las que a cambio he resucitado. Me he sentido en tantas ocasiones frustrado que no puedo perder ocasión para compartir cómo se puede salir adelante.

Y me acuerdo de ello porque esa respuesta tiene mucho que ver con el episodio que describe Lucas sobre lo que sucedió en el Gólgota. Jesús aparece clavado en la cruz agonizando, ofreciendo una imagen de fracaso que hace estremecer a las inmensa mayoría de las personas que creyeron y confiaron en Él, hasta el punto de que se esconden renegados abandonándolo a su suerte, pero esperando en lo secreto que todo lo que predicó fuese verdad.


Las personas que en algún momento de nuestra vida hemos tenido la suerte —digo bien— de sentirnos profundamente solas, excluidas, alejadas, marginadas, gozamos de un sentido especial para advertir la esperanza en momentos en los que todo parece que se hunde y se acaba. No me equivocaré demasiado si en el delincuente también crucificado que se dirige a Jesús pidiéndole que se acordase de Él cuando regresara, estamos las mujeres y hombres LGBTIQ+. 


Nos resultan muy familiares expresiones del tipo “sálvate tú, sálvate a ti mismo” que gritaban a Jesús mientras agonizaba. Tanto que para muchas y muchos ha sido una constante en nuestra vida el buscar los medios para no perdernos y perderlo todo, para no alejarnos definitivamente. Por eso es muy fácil identificarnos con ese hombre ajusticiado que reconoce en Jesús al Rey del Mundo y le dice “acuérdate de mí”.


El preso bueno tiene muy poco que ofrecer. Tan solo un poco de vida y toda su fe. En eso descansa su confianza en Jesús reconociéndole como el único que puede salvarlo. Las personas LGBTIQ+ compartimos con este hombre que muere junto a Jesús una experiencia de soledad y abandono muy similar, que lejos de convertirnos en víctimas nos hace ser mujeres y hombres privilegiados porque así hemos conocido de primera mano la bondad y la misericordia de Dios.


Nuestras experiencias vitales con frecuencia están salpicadas de dolor y de cruces. Es prodigioso experimentar cómo Cristo da sentido a todo cuando responde “hoy mismo estaremos juntos”, porque esa frase que pronunció dirigiéndose a su compañero del Gólgota nos la está susurrando a cada una y cada uno de nosotros integrándonos en su Reino, incluyéndonos sin excepciones.


No puede entenderse a Jesucristo como Rey del Universo en un Mundo con exclusiones, en una Iglesia de rechazos y fronteras. Las personas LGBTIQ+, como otras realidades que comparten con nosotras cargas incomprensibles, formamos parte del Reinado de Dios. Negar esa evidencia es falsear el mensaje de Jesús y callar la promesa que hizo en la cruz. Su frase, “hoy mismo estaremos juntos”, actualiza su deseo de que se nos considere iguales en una Iglesia abierta y valiente, misericordiosa y profética. 



En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: "A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido." Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: "Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo." Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: "Éste es el rey de los judíos." Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros." Pero el otro lo increpaba: "¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada." Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino." Jesús le respondió: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso."

noviembre 14, 2025

CLXXXII. TODO LLEGA


Sobre
 Lucas 21, 5-19



No hace tanto tiempo que puedo rezar sosegadamente a partir de un texto de la Palabra de Dios en el que se haga mención al fin del mundo. 

Cuando era un niño, con la certeza no pronunciada de mi identidad sexual, y sin capacidad para comunicar o compartir esas sensaciones y sentimientos, todo mi temor era el no poder alcanzar a ver al Padre, porque todo apuntaba a que iría directamente a acompañar a Satanás. 


Ese presentimiento se prolongó durante la adolescencia, enriquecido por una idea de infierno alimentada de una educación religiosa en la que las personas como yo eran viciosas, invertidas, desviadas, enfermas, promiscuas, y muchos más adjetivos que eran sinónimos de la palabra marica.

Me daba miedo que cualquier persona de mi círculo sospechara que yo era así. Pero lo que de verdad me aterraba era la imposibilidad de evitar serlo.

Cuando salí del armario, con algo más de cuarenta años, y comencé a sanar heridas, cuando me tranquilicé y me dispuse a interpretar qué había pasado con mi vida, no fue difícil darme cuenta de que el fin del mundo y el infierno era precisamente lo que había dejado atrás. Es una reflexión que durante años he orado intensamente, agradecidamente, porque Dios ha dado luz a una parte larga y triste de mi historia, otorgando sentido a todo.


Hay una frase bellísima en el pasaje de Lucas, que ilustra lo que muchas personas cristianas LGBTIQ+ podemos haber sentido desde Dios hacia nosotras, lo que el Padre dice a nuestros oídos y nos mueve mejor aún, nos conmueve hasta el punto de hacernos salir de nuestras oscuras cárceles del miedo. Es esta: “con vuestra perseverancia os salvaréis". 

Y, ciertamente, las personas LGBTIQ+ cristianas conocemos lo que es perseverar en la fe, hasta el punto de no abandonar y mantenernos fieles a la promesa de Jesús, pese a las contrariedades, las desaprovaciones, las omisiones y los miedos impuestos. 

Con vuestra perserverancia os salvaréis. Jesús precisamente quiere tranquilizar a quienes lo escuchan, como diciéndoles "mirad, no os agobiéis ni os asustéis por el estruendo de la vida, porque al final, si persistís, todo va a acabar bien".


El problema es que durante una buena parte de mi vida no tuve ocasión de entender eso que Jesús estaba susurrándome, porque el ruido de una religión que manipulaba el temor de Dios me hacía creer que verdaderamente el sol, la luna, las estrellas caerían sobre mí y no podría hacer nada para impedirlo.


Superar toda esa angustia supone un proceso de conversión, tras el que nada es igual que antes, especialmente en la percepción de Dios. Imagino que representa el mismo cambio en la idea del Padre que experimentaron quienes seguían a Jesús durante su vida pública, lo escucharon y percibieron de qué manera sus palabras y actos agitaban los corazones. 


El sentimiento profundo de cobrar animo, levantar la cabeza y notar cómo se hace realidad la liberación es un regalo que las personas LGBTIQ+ cristianas, fortalecidas por esa experiencia transformadora, hemos recibido de manos del propio Dios. Quizá por eso el Adviento que se acerca siga removiéndome tanto. Es cierto que el anuncio de la venida del Mesías supone cada vez una renovación de esa promesa que nos asegura la liberación. Recordar de qué forma Jesús nació en mi corazón como novedad reveladora del amor que Dios me tiene es, por encima de todo, suficiente razón para la esperanza.



En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: "Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido."
Ellos le preguntaron: "Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?"
Él contesto: "Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: "Yo soy", o bien: "El momento está cerca; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida."
Luego les dijo: "Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas."

noviembre 08, 2025

CLXXXI. SOMOS TEMPLO DE DIOS


Sobre
Juan 2, 13-22

El pasaje que relata Juan es necesario para comprender cómo entendía y vivía Jesús su propia relación con el Padre, y cuál era su plan para transformar la idea de Dios que hasta ese momento era la oficial, la que había ido pasando de generación en generación trufándose de tradiciones y ritos, cimentando el Dios-Juez al que temían y alzaban sacrificios. 

De hecho parece demostrado que este suceso no ocurrió en el orden cronológico que lo presenta el Evangelio, sino justo antes de la Pasión. Lo que hizo y dijo Jesús en el Templo tambaleó al poder religioso y confirmó que era un peligro para la jerarquía dominante. Es cuando necesariamente decidieron deshacerse de Él.

Hay tres asuntos que Jesús espolea: el poder del dinero, el uso que se hace del Templo (legalmente) como lugar de negocio y, por último, el reconocimiento del hombre y la mujer como verdaderos Santuarios de Dios.

Por primera vez alguien sacaba a Yahvé de los altares y lo ponía en el centro de los corazones de todas las mujeres y los hombres, sin excepción alguna. La sola insinuación de algo así era blasfema. Y cuando dice que podría destruir el edificio y levantarlo nuevo en tres días, firmó su sentencia de muerte. Efectivamente, para fundar un nuevo Templo habría de morir y resucitar tres días después. Él era el Templo y, por extensión, nos hacía parte de Él a toda la humanidad.

Hasta aquí una exégesis más de un texto muy conocido. Pero, ¿dónde me lleva este pasaje? ¿qué dice a nuestros corazones?

Mi historia como persona LGBTIQ+ creyente –y por lo que hemos compartido, la de muchas más– es experiencia de Jesús que arrasa con el Templo y que propone al ser humano como lugar donde Dios habita. Porque hasta el momento de mi vida en el que soy consciente de eso, y me lo creo, andaba escondido procurando aparentar quien no era, para que los mercaderes y demás dirigentes de ese lugar no me miraran mal, juzgaran mis actos o me echaran de allí. Y sólo cuando hago mío el sentimiento de que Dios vive en mí y me ama como obra perfecta suya, sólo entonces comprendo que soy también piedra de este edificio nuevo que Jesús había levantado.

Durante años me habían hecho ver que no merecía ser hijo de Dios. Lo que yo sentía, lo que mi afectividad dictaba, parte importante e indivisible de mi vida parecía estar condenada a mantenerse escondida para siempre, eternamente perdonada en esos terribles ratos de confesión en los que condescendientemente me decían que Dios me quería, pero… ¡había tantas cosas que no podía vivir si quería que Dios no me abandonara!

Descubrirme Templo del Padre fue una auténtica liberación. Las personas LGBTIQ+ somos Templo de Dios, y ese sentimiento vívido y ardiente es un regalo de Jesús al que no renunciamos.

Ni los actuales mercaderes que negocian lo que es bueno y lo que es malo, lo que es lícito o no a partir de discutibles tradiciones, ni los que se arropan en el nombre del Padre para juzgarnos como causa de todos los males, ni la religión que oculta al Dios del Evangelio podrán apartarnos del amor de Dios.

Es por esto que los creyentes LGBTIQ+ mantenemos viva una fe a prueba de cualquier obstáculo: porque sabemos que sólo cuando el viejo Templo cae actúa Dios, y en tres días nos invita a su casa, a su mesa, a su abrazo.


Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el recinto del templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas; a los que vendían palomas les dijo: —Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado. Los discípulos se acordaron de aquel texto: El celo por tu casa me devora. Los judíos le dijeron: —¿Qué señal nos presentas para actuar de ese modo? Jesús les contestó: —Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré. Replicaron los judíos: —Cuarenta y seis años ha llevado la construcción de este templo, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días? Pero él se refería al templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de la muerte, los discípulos recordaron que había dicho eso y creyeron a la Escritura y a las palabras de Jesús. Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, porque él sabía lo que hay dentro del hombre.