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abril 05, 2025

CLXIII. LANZAR PIEDRAS EN NOMBRE DE DIOS


Sobre
 Juan 8, 1-11.



Para una persona LGBTIQ+ es difícil no situarse junto a la mujer adúltera, a punto de ser apedreada por haber escandalizado a la gente aparentemente cumplidora y fervorosa de Jerusalén. Al menos a mí se me hace complicado. Desde chaval me he sentido ahí, en el centro del círculo, rodeado de gente señalándome porque soy diferente. Esta es la razón de ser de los armarios: sabes que si te visibilizas, más tarde o más temprano te harán daño.  


Agradezco a mi armario el haber servido de muro y refugio tras el que evitar palizas y patadas, como las que sí he podido ver sobre otros sin ser capaz de intervenir, porque el miedo paraliza incluso los mejores principios. Los ataques verbales, los desprecios y las condenas tampoco los sufrí en primera persona estando en el armario, pero aún así eran dardos que calaban hondo hasta las entrañas, agrandaban y hacían enorme y pesada la soledad, me hacían sentir despreciable ante Dios. 


Superar el armario fue posible gracias a un largo proceso de reconocimiento personal, es decir, solo fui capaz —al igual que muchas personas LGBTIQ+— cuando recuperé la autoestima y me valoré como persona aceptando mi homosexualidad —no como un defecto y por tanto algo malo, sino como algo natural y perfectamente bueno, también a los ojos del Creador. 

Por eso rescaté a Dios para mi vida, porque era imposible entenderla sin invitar al Padre a entrar en mi casa siendo Él sorprendentemente quien llevaba mucho tiempo esperándome.


Después tuve que calmar el dolor, curar las heridas, sanar el rencor y eliminar el resentimiento. La mujer adúltera del relato de Juan curó dolor, heridas, rencor y resentimiento gracias a las palabras de Jesús: «Tampoco yo te condeno; anda y en adelante no peques más». Siempre me he preguntado qué graves pecados tendría la mujer adúltera diferentes a los de cualquiera que estaba preparado con una piedra en la mano a punto de lapidarla. Desde luego Jesús acababa de quitar valor a la ley antigua que condenaba a esta mujer a ser apedreada. 


A mí me costó mucho tiempo curar mi resentimiento. Justo cuando salí del armario la Iglesia española entraba en virulenta guerra contra la realidad LGBTIQ+ a causa de la ley del matrimonio igualitario. En la Navidad del 2004 un obispo español hizo una desafortunada comparación entre la “tendencia homosexual” y la propensión al robo o al asesinato. Algo así como “puedes tener una inclinación, pero otra cosa es que la practiques”. Y después se quitó la culpa: «Yo nunca he dicho que los homosexuales no entrarán en el Reino de los Cielos; lo dice San Pablo». Tantos años de teología para afirmar que San Pablo es el culpable.

Otros obispos dijeron cosas tan tristes como que las personas LGBTIQ+ no éramos auténticas hijas de Dios. Por lo que me he acordado de este prelado en particular es porque también hizo mención a lo que compartió un político católico en una entrevista en televisión. El ministro dijo que si Cristo volviera a la Tierra estaría con los pobres y los pecadores y no miraría con quién se acuesta la gente. El obispo contestó al día siguiente sacando a la luz el pasaje del evangelista Juan sobre la mujer adúltera: «Jesús no le dijo que pudiese acostarse con quien quisiese, sino: “Tampoco yo te condeno, vete en paz y no peques más"». 


Me pregunto qué pecados tendría yo diferentes a los de cualquier obispo. No tuve la suerte de la mujer adúltera, que escuchó nítidamente a Jesús diciéndole que Él tampoco la condenaba. En mi caso había demasiado ruido alrededor, no se habían ido los fariseos ni los doctores de la ley. Seguían levantando la mano amenazando con apedrearme mientras gritaban que mis comportamientos son intrínsecamente desordenados y debía cambiar para ganar el aprecio de Dios. Así que tardé mucho en escuchar a Jesús porque tuve que aprender a descubrir su voz suave en medio de tanto escándalo.


Aún hoy las declaraciones de unos y otros “profesionales de la religión” me impiden oír a Cristo y hacen que —como dice mi acompañante espiritual— se me cuele el mal espíritu, y recupere rencor y resentimiento con la fuerza de antaño. En esos momentos me gustaría decir a los que tiran piedras que ya basta de hacer daño, de causar dolor, de crear angustia, de arrancarle a la gente la fe, de apropiarse del nombre de Dios, de adueñarse de la Iglesia de Jesús. Ya basta. ¿Queda algo más por lo que tengamos que suplicarles que nos dejen vivir en paz nuestra fe dentro de la Iglesia? 


Después se me pasa ese mal espíritu, justo cuando recupero la capacidad de escuchar la voz cálida de Cristo entre tanto griterío. Ahí el resentimiento se disipa y soy capaz de perdonar hasta la próxima vez. Me gusta pensar que este debe ser el modo de actuar de las personas LGBTIQ+ cristianas frente a los letrados y los fariseos: no con rencor sino con perdón, pero a la vez manteniendo nuestro testimonio y elevando la voz en la denuncia profética. No van a apagar nuestra voz. No van a lapidar nuestra fe. No vamos a perder la esperanza en la Iglesia de Jesús.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?"
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra."
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor."

Jesús dijo: "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más". 

marzo 29, 2025

CLXII. REGRESAR: EL HIJO MENOR, EL HIJO MAYOR, EL PADRE


Sobre
 Lucas 15, 1-3. 11-32



Cuando comencé a hacerme visible, una de las personas de mi vida con las que hablé fue uno de mis mejores amigos, con quien sigo manteniendo lazos fraternales. Por tantos años como llevaba anhelando ser capaz de sincerarme con él, y lo emocionado y nervioso que estaba, a duras penas pude contarle todo lo que debía. A medida que iba narrándole, sus ojos fueron llenándose de lágrimas y también los míos. Cuando me quedé callado, él solo dijo: «¿puedo abrazarte?». Enseguida nos unimos en el abrazo más intenso de cuantos recuerdo. Me apretaba contra él sin querer soltarme y me daba las gracias mientras no dejábamos de llorar.

Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Dijo que teníamos que celebrar mi vuelta a casa. Se presentó con un regalo. Era un libro que quería que leyese y conservara. Se trataba de “El regreso del hijo pródigo”, escrito por Henri J. M. Houwen. Estaba dedicado. Decía: “Gracias, hermano pequeño, por volver a casa y hacerme ver que también el hermano mayor tiene que regresar al Padre”.

Me dijo: «Al escucharte entendí perfectamente lo que cuenta el autor de este libro. Muchas veces soy como el hijo mayor. Perdóname si en algún momento lo he sido contigo. Lee este libro y me comprenderás».


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidimos en la experiencia dolorosa y complicada, a veces demasiado larga, de la doble vida en el armario. Experiencia que en bastantes ocasiones desemboca en una crisis de fe de la que hay quienes no vuelven. Las mujeres y hombres que de una u otra forma regresamos, ciertamente —desde un primer momento— nos sentimos muy identificados con la parábola del hijo pródigo. Muchas veces hago referencia a este relato cuando hablo de cómo recuperé la necesidad de Dios en mi vida y, sobre todo, de cómo sentí la misericordia del Padre acogiéndome sin preguntas, sin juicios, con un banquete. Pero siempre me sitúo en el lugar del hijo menor, la perspectiva más lógica por otra parte.

La lectura de "El Regreso del hijo pródigo" de Henri J. M. Houwen abrió mi corazón a otras muchas maneras de reconocerme en la parábola. Supongo que habré leído una decena de veces este libro. En cada ocasión aprendo algo nuevo. El Maestro, a través de la sincera reflexión de Houwen, me habla actualizando el relato, poniéndolo en paralelo a mi vida. Así que, estoy seguro, también esta vez Jesús me sorprenderá al hacer oración con la breve pero potente historia del hijo que se fue de casa.


Cuenta Jesús que el hijo menor pidió al padre su parte de la herencia para después marcharse. No deja claras las razones, pero es fácil suponer que deseaba independencia, liberarse de las normas paternas y de las responsabilidades. También quería conocer mundo y disfrutar de los placeres de la vida. 

Me pregunto qué motivaciones tuve yo para irme de la casa del Padre. Es verdad que nunca llegué a perder del todo la fe, es decir, la certeza de que Dios estaba -en pasado- y está -en presente- (como el hijo menor nunca olvidó a su padre), pero me cuestiono qué razones hicieron que yo dejara mi comunidad de fe, mi tarea pastoral, los sacramentos y todo. 

Tengo el sentimiento de que me fui porque no era bien aceptado. En realidad estaba dentro del armario y nadie sabía que era homosexual, por lo que no tenía ninguna experiencia de rechazo directa. Pero en la casa de mi Padre, en la Iglesia, era objetivamente cierto que las personas LGBTIQ+ no éramos bien recibidas. Con Francisco sopla una leve brisa refrescante, pero a finales de los noventa y principios del actual siglo la brisa era una tormenta. Había leído suficientes declaraciones pastorales de condena, escuchado demasiadas homilías hirientes, soportado excesivos comentarios descarnados como para entender que ser abiertamente homosexual en la Iglesia no era posible. Mi condición de agente pastoral y la tensión de tener que ser fiel a la doctrina no ayudaba demasiado sino que minaba mi sentimiento de incoherencia. Y además, el miedo a ser señalado, ser comentado, ser inventado.


En definitiva, al igual que el hijo menor yo no me fui porque me echara el Padre. Al hijo menor le apuraban las ganas de riqueza pero también de ser libre, de ver mundo, de no tener que dar cuentas a nadie. Yo me marché porque me sentía ahogado, no acogido, no querido, humillado. Me fui porque ataron sobre mis hombros cargas pesadas imposibles de soportar (Mt.23,4). Me fui porque me dolía pertenecer a una Iglesia que ponía condiciones (CIC 2357-2359). Y así, pedí la parte de mi herencia y me marché.


¿Y qué herencia me llevé? Al irme “emigré a un país lejano” en el que me ofrecieron todo aquello que jamás me atreví a buscar. El “ambiente” era ese gran paraíso prohibido donde encontré amor y lujuria, pero también el lugar donde me hice consciente de lo que era, de quien era. Conocí a otros chicos homosexuales con quienes podía hablar confiadamente y sin temor. Eso era algo nuevo para mí. A excepción de Álvaro, nunca antes había tratado con nadie de este tema si no fue en el ámbito de un confesionario y su consiguiente charla de condena y perdón condicionado. 

Comencé a quererme, a apreciarme, a valorarme. Me hice fuerte. Entonces por sorpresa reconocí mi parte de la herencia. 


Recuerdo de ese tiempo alejado una sensación de desconsuelo que nunca me abandonó. En ese pesar estaba la ausencia de Dios. En el país lejano donde ahora me desenvolvía encontré muchos valores, pero me sentía muy vacío al mismo tiempo. El hijo menor se gastó la herencia y no tenía cómo vivir. Cuando fue tratado peor que los cerdos echó de menos a su padre y decidió regresar a casa. Pero mi parte de la herencia estaba intacta. Yo eché de menos al Padre cuando al reconocer mis propios valores descubrí la mano de Dios. Literalmente necesitaba encontrarme con el Padre, pelear con Él cara a cara y dejarme ganar. Me puse en camino de regreso. Es aquí cuando atravesé un desierto. Cuando estaba cerca, desde lejos mi Padre al verme se conmovió, comenzó a correr y se me echó al cuello cubriéndome de besos. Yo le dije: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el Padre celebró un banquete por mi vuelta.


A veces olvidamos que Jesús dirigió esta parábola a los fariseos y letrados que murmuraban contra Él. Algunas interpretaciones de este texto identifican en el hijo mayor a estas personas que cumplen a rajatabla las normas, que son fieles y puntillosas con la ley y la doctrina pero insensibles ante los sufrimientos de los otros. Es verdad que muchas de las personas que regresamos tenemos experiencias de nuestros particulares hermanos mayores recriminando al Padre el exceso de alegría. Al llegar a casa me di cuenta de que no había cambiado nada (la Iglesia era la misma, mi hermano mayor seguía desconfiando de mí, me señalaba, pedía justicia), nada había cambiado excepto yo. Mi sentimiento de ser hijo querido del Padre era tan fuerte que estaba seguro que nada ni nadie podría apartarme de su amor. Había perdido el miedo. Había ganado el valor. Pero no había terminado.


Me hice hijo mayor cuando no fui capaz de controlar el victimismo y me dominó el resentimiento. La actitud del hijo mayor es la de engrandecer los fallos del otro y reflejar sobre el prójimo el rencor acumulado. Reconozco que también fui el hermano mayor de la parábola durante un tiempo, y necesité que el Padre saliera a buscarme para convencerme de que entrara a la fiesta y dejara la furia lejos. En el texto de Lucas queda abierto el relato y cada uno imagina el final como quiere. ¿Entraría a casa el hijo mayor a celebrar la vuelta de su hermano? En mi caso, el tiempo hizo posible apartar el dolor y perdonar. Me di cuenta que no hay lugar al resentimiento cuando se ha luchado tanto por conservar la fe y recuperar la cercanía del Padre. Setenta veces siete si hace falta, o incluso más.


Mi amigo es un gran creyente pero era muy homófobo. Mi historia le conmovió y se vio interpelado. De pronto era el hijo mayor que apunta con el dedo hacia quien el Padre anima a entrar en la casa para celebrar el regreso del hermano menor, de quien además se acababa de enterar que es homosexual. Mi amigo lo tuvo claro: entró a la fiesta. Y comprendí el sentido de su regalo.


El Padre me dijo: «celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». El padre te dice vamos a celebrar una fiesta, porque estabas muerto y has revivido, estabas perdida y te he encontrado.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."
Jesús les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. "

Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

marzo 22, 2025

CLXI. EL DIOS PACIENTE


Sobre
 Lucas 13, 1-9



Hay dos partes en este pasaje de Lucas aparentemente inconexas, pero íntimamente ligadas entre sí por el sentido que Jesús quiere dar a la relación de Dios con cada una de nosotras y de nosotros, una relación basada en la idea de que Él es, por encima de todo, misericordioso.

Lucas presenta por un lado los dos sucesos de muerte y dolor que aparecen en los primeros párrafos del texto, y de otro la parábola de la higuera estéril. 

A Jesús le llegan con noticias de lo que Pilatos había hecho con unos galileos, asesinándolos y mezclando su sangre con la de las bestias del sacrificio. Seguramente se lo contaron buscando una reacción, pero Jesús une a lo que le cuentan otro suceso ocurrido en Jerusalén, el derrumbe de una torre en el que murieron dieciocho personas, y los vincula. El Maestro intuye que en el fondo está el sentimiento de temor y de resignación ante las decisiones aleatorias de Dios, que premia o castiga según los méritos de cada cual. 


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas hemos creído en algún momento de nuestra vida que lo que nos pasaba, lo que sentíamos, lo que vivíamos, era un castigo de Dios. La educación recibida, la formación religiosa, la cultura, habían colaborado en la construcción de mi armario y con él la sensación de que lo que yo era no podía ser bueno. Por eso desde niño, en cuanto intuí que mi identidad era inevitable, rogaba a Dios que me hiciera “normal”. Esa fue la parte central de mi oración durante años. 

Me preguntaba continuamente qué había hecho yo para merecer esto. Una vez escuché a mi madre hablar con mi padre sobre mí. Hacía poco que con dieciséis años, confuso, cansado, desesperanzado, intenté quitarme la vida. Aunque la verdadera razón por la que hice aquello no trascendió, y lo sucedido fue prácticamente ocultado, sé que mi madre encontró una nota que había dejado preparada, contando un poco y pidiendo perdón. Nunca me dijo nada. Supongo que la guardó en su corazón, como tantas cosas. 

No pude evitar oírles y ellos no se percataron. Mi madre lloraba y se preguntaba qué había hecho para merecer esto, y también le decía a mi padre que no sabía en qué se había equivocado. Se refería evidentemente al hecho de que su hijo fuese homosexual. Pero se expresaba no con pesar, pues atesoro infinitas ocasiones en las que mi madre demostró que me quería con locura, en las que me lo dijo todo con la mirada, y era seguro que me aceptaba como era. No era pena porque su hijo fuera homosexual, sino por lo mismo que aquellas personas corrieron a contarle a Jesús que Pilatos había matado a unos galileos ensuciando su sangre. 

Jesús tiene una respuesta imperativa: –convierte tu corazón, dice el Maestro, –deja de compadecerte y de culpar a Dios de lo que te sucede, porque si no te conviertes y tu corazón de piedra no se hace de carne, claramente tu vida va a ser un infierno.

Creo que mi madre lo entendió antes que yo.


La parábola de la higuera estéril tiene un sentido muy intenso para mí, y sospecho que muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidirán en esta viva experiencia de Dios, que se hace paciente en la figura de Jesús a través de tantas personas que esperaron mucho tiempo a que diésemos fruto.

Mis padres, y singularmente mi madre, son el viñador que le pide al dueño del terreno que no corte la higuera y que la deje más tiempo, asegurándole que cuidará de ella cavándola alrededor y abonándola para que por fin dé fruto. Pero también otras personas cercanas, amigos…, que cuidaron de mí con absoluto respeto hacia mis miedos, mis silencios y evasivas. Que estuvieron siempre pendientes, preocupadas, atentas. Que no se cansaron de cavar, regar, abonar… Que supieron esperar.

Esas personas tienen nombre, y tienen en común que en ellas estaba Jesús de Nazaret, encarnando la misericordia de Dios aguardando pacientemente que mi corazón de piedra se convirtiera en carne.


El Señor llama a la conversión. Al final es la higuera quien debe optar entre dar fruto o no. Quizá esa sea una buena reflexión. Pero ni en el supuesto de que Dios sea infinitamente paciente, el no dar fruto es una decisión coherente. En el caso de las personas LGBTIQ+ cristianas, el sueño de Dios incluye a todas y cada una de sus criaturas, a nosotros también. Nuestros miedos y recelos pueden revertirse en valor y confianza, apoyándonos en la Palabra y dando testimonio de nuestra experiencia del Dios misericordioso que nos ama sin hacer excepción. 


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús contestó:

-"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera."

Y les dijo esta parábola: "Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.

Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?

Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas".

marzo 15, 2025

CLX. LA TRANSFIGURACIÓN


Sobre
 Lucas 9, 28b-36



Transfigurarse significa cambiar, transformarse. A veces hago analogía (con permiso de téologas y teólogos) entre la transfiguración y el tiempo que pasa desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario, hasta el momento en que eres conscientemente visible. No soy doctor en los asuntos de Dios, pero aún así, desde mi ignorancia, llego a advertir que esta relación que propongo pueda parecer casi sacrílega. Sin embargo mi experiencia vital –y la que conmigo han compartido muchas personas LGBTIQ+ cristianas– me hace pensar de esta forma. Salir del armario para una persona creyente tiene mucho de transfiguración. Porque lo que en definitiva le sucedió a Jesús en el monte fue que se llenó del Espíritu Santo; se colmó de Dios. Fue arrebatado por el Padre durante unos instantes para hacerlo suyo y reconocer en Él a su hijo amado.


En todo caso, el pasaje de Lucas en el que se narra la transfiguración parece complicado de entender, y lo es si solo nos quedamos en la atmósfera, el resplandor o la nube pero pasamos por alto un detalle que para mí es clave. Al comienzo del relato Jesús pide a Pedro, Juan y Santiago que le acompañen al monte a orar. No son los discípulos quienes ruegan al Maestro que les permita ir, sino al contrario. Creo que es muy importante esto para mí, porque llevándolo a la vida me doy cuenta de que siempre estuve suplicando a Jesús que estuviera conmigo, que no me abandonara, que no me dejara solo ante tantas dudas y temores. Pero la dinámica del Hijo de Dios no es esa. A mis peticiones sólo contestaba el silencio. Me costó mucho darme cuenta de que Él estaba respondiendo siempre, una y otra vez, con una invitación a acompañarle. El decía “aquí estoy, ven conmigo”, pero yo esperaba un “dime qué necesitas”. Aguardaba un Cristo que me resolviera los problemas y Él se presentaba tomándome para subir al monte a orar.


Antes mencionaba “ese tiempo que transcurre desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario hasta el momento en que eres conscientemente visible”. Ese espacio temporal está rebosante de sensaciones y emociones para cualquier persona LGBTIQ+, pero es singular para quienes tenemos fe en Jesucristo. No es fácil de explicar, pero puedo intentarlo: siempre he pensado que para cualquier creyente el amor de Dios hacia ella o él es una certeza natural, igual que el afecto de la madre Iglesia y el sentimiento de pertenencia a ella lo es porque así se lo han ido enseñando desde niños; pero las personas LGBTIQ+ cristianas hemos tenido que descubrir y conquistar ambos sentimientos con mucho esfuerzo, y creérnoslos con abundante confianza en Dios. Quizá por eso apreciamos tanto nuestra fe y muchas veces decimos que nada podrá arrebatárnosla. Por lo mismo creemos firmemente que nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios. 


Tuve opciones de visibilizarme dando la espalda al Padre. De hecho, era lo más fácil y lo más tentador. Era lo que una gran mayoría de hombres y mujeres LGBTIQ+ cristianas hacen a diario: dejar a un lado a Dios y a la Iglesia para poder ser nosotras y nosotros mismos. Una triste paradoja, porque se supone que Cristo nos hace libres, Dios es amor y todo eso.

En mi caso se hizo carne el dicho que afirma que “la fe es lo último que se pierde”. No estaba dispuesto a dejarme arrebatar algo tan íntimo como la fe, así que me dispuse a buscar a Dios allí donde lo había perdido de vista: en el desierto. 

Por lo que sé cada persona LGBTIQ+ creyente ha tenido diferentes y particulares matices en su salida del armario, pero la gran mayoría coincidimos en la experiencia de desierto, o de intermitentes desiertos a lo largo de la vida hasta llegar a uno enorme que parece prácticamente insalvable, que llega cuando ya es imposible mantener la doble vida –el ser sin ser– y decides dar el paso de pertenecerte y al mismo tiempo compartirte, sin saber muy bien cómo hacer ni una ni otra cosa, porque jamás lo has ensayado en toda tu historia. A ese desierto fui, pensando que era iniciativa mía, a buscar a Dios para pedirle que me acompañara, pero sorprendentemente Él fue quien me llevó como en el canto de Oseas, para seducirme, hablarme al corazón y esperar mi respuesta. Este es “el tiempo que transcurre desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario hasta el instante en que eres conscientemente visible”. Un momento intenso en el que Dios toma la iniciativa y te deja sin argumentos para negarle nada.


Para la persona LGBTIQ+ cristiana es la ocasión en la que puede experimentar el cambio, la transformación. Cuando me sucedió estaba permeable a Dios, seguro de querer acompañarle, decidido a abandonar el armario donde no podía ser yo mismo. Sólo ahí era posible transfigurarse, y sólo ahí me sentí lleno del Espíritu, rebosante de Dios. Por supuesto sólo ahí podía escuchar la voz del Padre diciendo “este es también hijo mío”.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías."
No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: "Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle."
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

marzo 08, 2025

CLIX. LA TENTACIÓN


Sobre
 Lucas 4, 1-13



El concepto de pecado dentro del armario está muy determinado por todo lo relativo a la identidad afectiva, sexual y de género. En otras palabras, de tanto dimensionar el sexto mandamiento, los otros nueve apenas parecen trascendentes. Para muchas personas LGBTIQ+ el hecho de mentir, ser codicioso o no santificar las fiestas por ejemplo, son asuntos insignificantes frente a lo sensual, lo sexual, lo carnal, los pensamientos impuros y demás variantes venéreas que se encargaron en señalarnos que eran donde está concentrada toda la “perversión” que nos hace personas con comportamientos desordenados y por eso personas pecadoras. 


Dentro del armario casi no tenía perspectiva desde la que matizar ese pecado que me presentaban como tal y además terriblemente vergonzoso; no tenía un punto equidistante desde donde poder concluir que, si bien cualquier conducta que se mueve por egoísmo es mala, también es verdad que es imposible luchar contra la naturaleza que marca la identidad afectiva, sexual o de género; que desde luego, actuar tal y como Dios me ha amasado no constituye ningún acto egoísta, sino más bien significa ser fiel a la voluntad de Dios que me ha creado homosexual, y no por eso peor persona. 

Pero llegué a esa conclusión justo al final, cuando ya estaba cargado de culpabilidad y hastiado de no poder evitar pecar (según me educaron) al comportarme según mi naturaleza. Tan abrumado como para irme de casa del Padre dando un portazo, como hacen muchas otras personas LGBTIQ+ atosigadas por tanta carga insoportable (y difícil de llevar, diría Jesús). 


Por cada pecado hay una tentación. Antes de salir del armario mis pecados eran vulgares –si pueden llamarse así a las faltas comunes a cualquiera— y esos apenas me inquietaban, porque aunque fueran graves era consciente de mi pobreza, de mis fallos, de sus consecuencias y también de qué debía hacer para ser perdonado y no volver a errar. Por el contrario, insisto en que todo lo relacionado con mi afectividad y mi sexualidad me asustaba porque no encontraba cómo evitar la tentación de ser yo mismo. Más aún en las edades en las que poco se puede pecar realmente en esos menesteres.


Siendo catequista de jóvenes tuve que asistir a una especie de seminario formativo donde me encontré con otros agentes de pastoral, chicas y chicos, de toda España y de diversos movimientos, espiritualidades y carismas. No se trató el tema de la afectividad ni de la sexualidad. Sin embargo, en una de las sobremesas se creó un interesante debate sobre la homosexualidad ante el que yo asistía callado y prudente, haciendo vida en mí el refrán que dice “en boca cerrada no entran moscas”. Es uno de los refranes favoritos de cualquier gay armarizado. En esos días Juan Pablo II estaba en lo mejor de su pontificado, así que no esperaba ningún mensaje esperanzador entre lo que pudiera escuchar. Un sacerdote que participaba y estaba especialmente apasionado en la discusión sentenció: —El pecado nefando campa a sus anchas por nuestros centros pastorales. Y los evangelizadores tenemos que hacer lo imposible por evitar las tentaciones a los jóvenes. 

 

Lo del pecado nefando hacía mucho que no lo escuchaba. Es una curiosa forma de llamar abominable, execrable, ignominioso, infame, perverso o vergonzoso al hecho de ser persona LGBTIQ+. Se hizo un silencio y recuerdo que alguien preguntó: —¿Cómo impedir las tentaciones?

Y ahí empezó a hablar sobre un montón de cosas que deberíamos hacer los catequistas y agentes pastorales para impedir que los jóvenes fueran homosexuales o lesbianas, ya que la cultura sobre el asunto en aquellos años apenas imaginaba muchas más siglas. Recuerdo dos cosas que dijo deberíamos contener y una que debíamos fomentar: a reprimir sugirió evitar la desnudez en común en vestuarios y duchas, por ejemplo; y vigilar las compañías y amistades sospechosas. Y a avivar propuso la oración, tanto la del joven como la nuestra al ser sus valedores.


El resto de tentaciones y sus medicinas debieron parecerme muy ridículas y timoratas porque no las recuerdo bien, pero estas sí porque yo me decía a mí mismo que me avergonzaba tanto compartir un vestuario que jamás podría entenderlo como un lugar tentador y, por otro lado, no había conocido a nadie que pudiera calificar de mala compañía sino lo contrario en todo caso. De hecho no era consciente de haberme tratado con ningún homosexual en toda la vida durante mis años escolares. Para cerrar el círculo, mi búsqueda incansable de respuestas me había convertido en una persona que gustaba de la reflexión y la oración. Y aún así, sin duchas comunes ni cuerpos desnudos, sin amistades degeneradas y con mucha oración, yo era inevitablemente homosexual y ese cura ni lo había notado.


Este suceso, que a veces he compartido en oraciones y charlas, me ha hecho recapacitar sobre cuáles fueron las auténticas tentaciones por las que realmente pasé durante mis años de armario y aún después. Las hubo y las hay evidentemente, pero no son muy diferentes a las de cualquier persona heterosexual. Sin embargo, puesto ante Dios en oración sólo me surge una tentación terrible a la que, pese a todo, sí fui capaz de resistirme: la tentación de renegar de mí mismo, de rechazarme e intentar ser algo diferente. Hacer eso hubiera sido contrariar a Dios, ultrajar su obra, rechazar la evidencia de que me había creado como obra perfecta y me amaba como hijo suyo. 


La relación que muchas personas LGBTIQ+ creyentes hemos mantenido con Dios es como mínimo turbulenta y complicada, pero por eso rica en matices y sabores plenos de amor que muy pocas mujeres y hombres pueden haber experimentado como nosotras y nosotros. Seguramente de ahí nace la energía y la fortaleza que nos permite ser nosotros mismos pese a cualquier inconveniente. Incluso ante la tentación de convertir las piedras en pan, recibir el mundo a nuestros pies y sobrevolarlo como vencedores o, lo que es peor, repudiar lo que somos, como somos, como amamos.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre.
Entonces el diablo le dijo: "Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan." Jesús le contestó: "Está escrito: «No sólo de pan vive el hombre»".
Después, llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: "Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo."
Jesús le contestó: "Está escrito: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto»". Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero del templo y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: «Encargará a los ángeles que cuiden de ti», y también: «Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras»".
Jesús le contestó: "Está mandado: «No tentarás al Señor, tu Dios»".

Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión.

marzo 01, 2025

CLXIII. EL GUÍA CIEGO


Sobre
 Lucas 6, 39-45



No es fácil orar este pasaje del Evangelio sin hacer antes un profundo ejercicio de equidad personal que ayude a evitar caer en lo que Jesús precisamente advierte sobre la brizna en el ojo ajeno y la viga en el propio. 

Creo que es la escritora Siri Hustvedt quien dice que “los fragmentos de nuestros recuerdos no cobran coherencia hasta que los reimaginamos y los pasamos a palabras”. Tengo buena experiencia descubriendo la mano de Dios en mi historia, otorgando sentido a lo que creí no lo tenía y aportando al mismo tiempo un matiz de cohesión, allí donde incluso imaginé haber fracasado como persona. Eso es para mí reimaginar los recuerdos —traerlos renovados a la memoria— y darles sentido a la luz del Padre. Además, hoy Jesús nos habla de coherencia. Confieso de antemano que cargo con multitud de traviesas en los ojos y mi primer impulso es advertir la mota en los del otro antes que en los míos cuando estoy cara a cara frente a otra persona. De cualquier modo, la reflexión de la Palabra de hoy me invita —nos invita— a ser razonable a la hora de traer recuerdos para pasarlos a palabras y, sobre todo, generoso cediendo paso en el puente al otro, como quizá diría el teólogo James Martin.


Dentro del armario me causaba mucha tristeza ser consciente de que estaba mintiendo a todo el mundo. Nadie sabía absolutamente nada de mí, y vivía según los comportamientos sociales de cualquier heterosexual. Incluso llegué a tener alguna novia, la última una chica maravillosa cuando yo tenía 25. Con ninguna fui sincero, como con el resto de personas que se relacionaban conmigo en cualquier ámbito. Tenía plenamente asumida mi identidad sexual y afectiva —otra cosa es que además estuviera asustado—, así como intuía que no podía hacer nada por cambiar eso, de la misma manera que mis ojos seguirían siendo azules incluso aunque los hubiese escondido bajo unas lentillas negras. Aun así, continuaba aparentando lo que no era.


Fui catequista muchos años, bastantes de ellos asumiendo responsabilidades en la Pastoral Juvenil. No creo que en esto nadie pueda recriminarme ningún comportamiento censurable y me refiero especialmente en cuanto a mi trabajo como agente de pastoral, donde siempre fui fiel a la doctrina de la Iglesia, a veces haciéndome violencia interior en temas con los que chocaba duramente, sufriendo mucho por ello.

Mi vida en realidad era una gran farsa. Esa es la experiencia de cualquier armario: sientes que eres un fraude mientras sigues percibiendo cómo el miedo a hacerte visible congela todo tu cuerpo, especialmente las entrañas, las garras, los músculos y resortes necesarios para gritar lo que te pasa pero, sobre todo, el armario te congela el corazón, que se convierte con el tiempo en un témpano helado.


La parábola que utiliza Jesús del guía ciego me angustiaba sobremanera. Por alguna razón desde siempre he inspirado seguridad entre los amigos, quienes me confiaban secretos y confidencias sin que yo pudiera corresponderles en la misma forma, aun sin que lo sospecharan. Era como si me dieran cien y yo les devolviese lo mismo, pero la mitad de ello en moneda falsa.

Todavía me abrumaba más cuando como catequista estaba con el grupo de chavales, o si ejercía de acompañante pastoral de algún joven, y ahí sí que me sentía un guía ciego, un tremendo comediante representando el papel de cristiano ejemplar cuando en realidad no era más que un desviado, un pecador según lo que me habían enseñado desde niño.

Poco a poco me iba adentrando en un proceso de lucha contra Dios mismo, los dos a solas porque con nadie más compartía nada de esto, en un desesperado intento por descubrir si Él tenía algo que decirme y, al mismo tiempo, anhelando que su Palabra me consolara y así mantener viva la fe. Pero estaba cansado y agobiado. Demasiado agotado como para escuchar el susurro de Dios en el viento.

Un día en catequesis hablaba a los jóvenes sobre la necesidad de nacer de nuevo, de dejarse fortalecer por el Espíritu. De pronto me di cuenta de que no me creía lo que les decía. Fue mi última reunión.


Pasó un largo tiempo antes de que saliera del armario. Evidentemente una de las primeras cosas que curé fue toda esa sensación de haber sido un impostor. No creo que sea justo culpabilizarme por no haber sido capaz de ser yo mismo en una sociedad y una Iglesia que estigmatiza a las personas lgtb. No soy culpable del miedo a ser excluido, insultado, vejado o violentado. No soy culpable de haber creído que Dios no me amaba como hijo suyo. No soy culpable de haberme imaginado como guía ciego. No soy culpable de haberme sentido sucio, pecador, degenerado, porque es lo que me habían hecho creer toda la vida.

Toda la vida asustado por la viga de mi ojo, terrible y dolorosa.


Al salir del armario dejé atrás todos esos complejos, miedos y temores. Y entré —como les ha sucedido a otras personas— en la espiral del victimismo, enarbolando una discutible denuncia profética para desenmascarar a los culpables de que hubiera perdido toda mi vida atemorizado.

No era difícil encontrar a quienes acusar de hipócritas por sus palabras hirientes e inmisericordes contra la comunidad LGBTIQ+, en especial en el contexto religioso. Todo el mundo sabe que detrás de un discurso encendidamente homófobo probablemente hay una persona reprimida y armarizada. ¡Cuántos casos de pederastas homosexuales entre el clero que lanzaban homilías encendidas contra las relaciones afectivas y sexuales entre personas del mismo sexo!

Hace tiempo, en esos años en los que ser visible era una novedad y me parecía urgente y necesaria la denuncia profética, no dudaba en poner en evidencia a quienes maltrataban a las personas LGBTIQ+ con discursos tan terribles como el de aquel obispo que aseguró que los homosexuales no éramos hijos auténticos de Dios. En esos momentos encontraba pleno sentido al evangelio de Lucas y hubiera gritado como Jesús: ¡hipócrita!


Sin embargo ahora, más sosegado, más juicioso, quizá más consciente de lo que significa la misericordia de Dios y sus consecuencias para con el resto de hombres y mujeres, me siento especialmente llamado a la conciliación por encima de la confrontación. No renuncio a manifestar mi desacuerdo en aquello que lo merece, a pedir explicaciones, a denunciar llegado el extremo. ¿Pero cómo dejar a un lado las palabras de Jesus? ¿Cómo ser tan duro de corazón? ¿Cómo pagar con la misma moneda? Cómo no perdonar si es preciso?

La firmeza en las convicciones no está reñida con la compasión, especialmente porque nuestros ojos también tienen motas y sería falso no admitirlo. Yo sé lo mal que se pasa sintiéndose un guía ciego a punto de caer en el hoyo.


Al poco de salir del armario y hacerme plenamente visible tuve una serie de reencuentros con muchas personas, y algunas de esas conversaciones fueron auténticos regalos de Dios.

Una de ellas la mantuve con un responsable de la Pastoral Juvenil del Centro donde estuve y del que me fui. Me pedía que regresara. Le conté cómo me había sentido, la sensación de ser un guía ciego, de ser un comediante, de ser un hipócrita… Me dijo: —mira, tú hablas del guía ciego, de motas y vigas en los ojos, de hipocresía y falsedad. Pero también dice Jesús en ese texto que el árbol bueno da buen fruto, y que el hombre bueno saca el bien del buen tesoro de su corazón. Así que no temas, vuelve, nunca dejaste de ser un buen hombre. Más bien con todo lo bueno y malo que has vivido tuviste el privilegio de conocer a Dios de una forma tan especial que ya no puedes guardar esa experiencia solo para ti.


Resulta muy paradójico, pero las personas cristianas LGBTIQ+ estamos llamadas a contar la suerte que hemos tenido al dedicar tanto esfuerzo para descubrir que, pese a las apariencias, Jesús caminaba a nuestro lado, nos sostenía, nos cuidaba. No se nos ha puesto fácil fiarnos de Dios, ni quitarle la envoltura de juez implacable para hallar en su lugar al Padre-Madre que nos ama con locura tal como somos. Porque sólo así es posible tocarle e intimar con Él, fiarse y descansar sin temor. Hemos tenido que soportar muchas veces que señalaran la brizna en nuestros ojos. Nuestra fe no ha sido gratuita. Eso precisamente es lo que hace posible que seamos capaces de valorar como ningún otro colectivo la bondad de Dios.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: "¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?

Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.

¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano.

Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca."