Vistas de página en total

octubre 31, 2025

CLXXX. BIENAVENTURAD@S


Sobre
Mateo 5, 1-12


Cuando Jesús sube al monte y pronuncia las Bienaventuranzas, no habla desde el poder ni la perfección, sino desde la cercanía a los heridos, los marginados y los que anhelan justicia. Jesús no proclama bendecidos a los que todo lo tienen, sino a quienes buscan vivir el amor en medio de la incomprensión.

Desde nuestra experiencia de personas distintas y alejadas, este texto resuena profundamente. Durante siglos, muchas personas LGBTIQ+ han sido excluidas o heridas en nombre de la religión. Sin embargo, aquí Jesús nos recuerda que el Reino de Dios pertenece precisamente a quienes el mundo rechaza.

Bienaventurados quienes han sido despojados de su dignidad por causa del prejuicio, y aun así siguen creyendo que el amor de Dios los sostiene. Su humildad no es resignación, sino una fuerza que nace de saberse amados más allá de todo juicio humano.

Bienaventurados quienes han llorado por no ser aceptados por sus familias, por sus iglesias, o incluso por sí mismos. Jesús promete consuelo, no en palabras vacías, sino en una comunidad que abrace, que nombre, que reconozca su valor y belleza.

Bienaventurados quienes, a pesar del odio, eligen responder con ternura, con visibilidad pacífica, con orgullo que no humilla sino que ilumina. Su mansedumbre es una fuerza que transforma.

Bienaventurados quienes no se conforman con una iglesia o un mundo excluyente, sino que luchan por un espacio donde cada persona pueda vivir su identidad como don divino. En su sed de justicia habita el corazón de Dios.

Bienaventurados quienes han aprendido a perdonar a quienes los rechazaron, y se atreven a tender puentes. Su compasión es la manifestación del Evangelio vivo.

Bienaventurados quienes aman sin máscaras, quienes viven su autenticidad como oración. La pureza no está en negar lo que somos, sino en vivir el amor sin doblez.

Bienaventurados quienes transforman el dolor en activismo, el miedo en arte, el rechazo en esperanza. Son artesanos de una paz que nace de la verdad.

Bienaventurados quienes son insultados o ridiculizados por vivir su fe y su identidad abiertamente. En ellos se manifiesta la bienaventuranza más radical: el Reino de Dios se construye desde su testimonio.

Jesús no habla a un grupo perfecto, sino a una comunidad rota que Él declara bienaventurada. Así también, las personas LGBTIQ+ somos llamadas bienaventuradas no a pesar de nuestra identidad, sino desde ella. Porque en nuestra vulnerabilidad y en nuestra resistencia se revela el rostro de un Dios que abraza, que celebra la diversidad y que hace nuevas todas las cosas.


En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».



octubre 25, 2025

CLXXIX. SER JUSTOS (ser coherentes)


Sobre
 Lucas 18, 9-14



Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual, y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos. 

Si se enterasen mis padres, sería trágico. Si lo supieran mis amigos, se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que, desde luego, no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.


Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.


Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.


Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas  curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola. 


Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía. 

Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor. 

Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».


De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida. 


No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho. 



En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."

octubre 18, 2025

CLXXVIII. ORAR (sin desanimarse)


Sobre
 Lucas 18, 1-8


Lo que comienza siendo una explicación sobre cómo se debe orar sin desánimo, se transforma en una denuncia de la injusticia y un ejemplo de fe a partir de esta parábola en la que, paradójicamente, al principio de ella Dios es sutilmente puesto en escena provocando las decisiones de un juez sin escrúpulos ante quien una pobre viuda —las viudas seguramente eran uno de los grupos sociales más desfavorecidos en Israel— no se cansa de pedir justicia hasta que el juez, harto de su terquedad y temiendo consecuencias, determina resolver a favor de la viuda y a otra cosa, mariposa.


Como siempre que Jesús se vale de parábolas, busca una rápida comprensión del mensaje que quiere dar. Y desde luego que lo consigue, gracias a la comparación positiva entre el comportamiento reprensible del juez y el proceder siempre bondadoso de Dios-Abbá. Escoge a una viuda como protagonista, infatigable en su demanda de justicia ante el juez que no hace ni caso a sus peticiones. 


¿Y qué tiene que ver esa viuda conmigo?


Muchas veces he contado que desde pequeño —nueve, diez años quizá— y hasta bien entrada la edad adulta, pedía insistentemente a Dios que me hiciera «normal», porque lo «normal», tanto lo que observaba en cuanto a comportamientos y afectos en las personas cercanas, como lo que me iban diciendo e inculcando mis educadores, parecía ser todo lo contrario a lo que yo era. Y lo que yo era es justamente lo que mi abuelo Antonio —que por otra parte era excepcionalmente bueno, pero hijo de su tiempo— calificaba de maricón, bujarra, sarasa y alguna cosa más por el estilo.


"Si mi abuelo opina que los maricones deben estar en el infierno, es porque algo de razón hay en ello" —pensaba yo, que tenía a mi abuelo por una persona sabia y sensata. Así que, tal como contaba, me dirigía a Dios pidiéndole que me hiciese como los demás chicos que conocía, es decir, «normal». También había un componente preventivo que hacía urgente el milagro, porque tenía en clase un compañero al que su visible «anormalidad» le hacía blanco de comentarios, bromas y golpes. No quería que me ocurriese como a él, y de momento me salvaba porque creo que no era tan amanerado como para convertirme en sospechoso de ser otro mariquita merecedor de las burlas y menosprecios de nadie.


Esa viuda insistente de la parábola era yo. Siento mías las frustraciones de esa mujer ante el juez, porque durante años y años y años tampoco recibí aparente justicia por parte de Dios. El silencio administrativo era la única respuesta. Me daba largas.

Seguí sintiendo diferente, amando diferente. Dios callaba. No solo no se hizo el milagro por el que de repente me convirtiese en heterosexual practicante, sino que no percibía ningún signo que diese sentido desde la fe, desde Él, a mi identidad homosexual, cada vez más patente.


Porque evidentemente fui aceptándome tal como soy. Todos mis problemas y dificultades para reconocerme estaban cimentados en la fe y en la educación que había recibido como cristiano. Por eso, a partir de cierta etapa de mi vida, una vez superada la adolescencia y primera juventud, poco a poco aprendí a salvar mi corazón y mi cabeza, dejando para más adelante el alma. Eso me liberó como persona definitivamente.


Aun así, pese a todo, seguí pidiendo a Dios como esa viuda pesada e infatigable pedía justicia al juez. Ya no tanto que me hiciese «normal», sino que me devolviese el sentimiento de saberme hijo querido suyo, que me demostrara que me amaba como al resto de hombres y mujeres, que me hiciese ver que quienes en su nombre basaban su desprecio y exclusión estaban equivocados.

Nunca perdí la fe. En el fondo de mí siempre estuvo el presentimiento de que Dios estaba conmigo, como la viuda supo siempre que su demanda era justa. Pero ella necesitaba que el juez hiciese efectiva justicia y yo precisaba que Dios me dijese que era normal desde el principio, desde el vientre de mi madre.


No perdí la fe. Puede que perdiera la esperanza en algún momento de mi vida pero no la fe, que manifestaba cada día pidiendo a Dios con tenacidad algo que de por sí ya tenía concedido, pero que no fui capaz de interpretar hasta que no aprendí a ver a Dios en cada detalle que conformaba lo que yo era, incluyendo mi afectividad y mi sexualidad.


La fe de las personas LGBTIQ+ cristianas es inalterable, indestructible. Si logramos superar la desesperanza que nos produce todo aquello que intenta separarnos del amor de Dios —fanatismos religiosos, doctrinas desleales, comportamientos inmisericordes, creencias intransigentes—, es gracias a la fe. Cuando comprendemos que nuestra «anormalidad» está inducida por las personas y en ningún caso es obra de Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza por lo que somos obra perfecta suya, entonces nuestra fe encuentra respuesta.

¿Cómo no iba a hacer justicia Dios con sus elegidos?


El relato de Lucas termina con una pregunta muy directa de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»


No estoy seguro de que mi fe sea tan fuerte como la que espera Jesús de mí, pero tengo la certeza de que no puede ser más fiel si la medimos en términos de constancia y confianza. Desde que era un niño no he cesado de pedirle y todo, de una forma u otra, más tarde o más temprano, me lo ha ido dando en la medida que era bueno para mí y desde mí para los demás. 

La pregunta de Jesús se refiere a la viuda, como ejemplo de perseverancia y también de testimonio en la esperanza de que incluso lo que parece imposible puede conseguirse. La viuda y yo —y conmigo probablemente muchas personas LGBTIQ+ cristianas— tenemos en común una larga experiencia de soledad y también una gran necesidad de que se haga justicia. Ambas cosas fundamentan nuestra confianza en quien puede darnos lo que ansiamos. Y así es como se sostiene nuestra fe, la de la viuda de la parábola, la mía sin duda. La tuya también.



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: "Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."
Y el Señor añadió: "Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?"

octubre 11, 2025

CLXXVII. MI YO MARICA (Gracias, Padre)


Sobre
 Lucas 17, 11-19



Confieso que la lectura de hoy me encanta. No es solo el relato de una curación. Lucas nos cuenta unos instantes en la vida de una persona agradecida. Creo que en este texto el protagonista no es Jesús sino el hombre que, antes de ir a los sacerdotes a informarles de que estaba curado de la lepra y limpio, regresa al Maestro para darle las gracias, mientras sus nueve compañeros ni tan siquiera giraron la cabeza.


No he sufrido hasta hoy largas ni graves enfermedades. Mis lepras no fueron somáticas, pero de alguna forma me hicieron sentir igualmente sucio y despreciado. No quiero aparecer como una víctima de nada, pero objetivamente es así. 


De pequeño provocaron que me sintiese un enfermo, porque los homosexuales lo éramos. Además, con el terrible añadido de que Dios acogía amorosamente a los muertos de malaria o de cólera, pero a los homosexuales —incluso si morían de viejitos— los mandaba a las tinieblas. Por eso a los dieciséis años creí que lo mejor sería marcharme en silencio. Total —pensaba— los suicidas van al mismo infierno que los maricones.

Esta lepra se llamaba miedo al desprecio, terror al desamor. Desconfianza. Soledad. 


Mi amigo Álvaro murió por VIH con 29 años —los mismos que tenía yo— justo cuando los fanáticos religiosos decían que el sida era un castigo de Dios contra los homosexuales. La lepra no es el sida sino todo lo que hace que tengas que acudir casi a escondidas y avergonzado a hacerte las pruebas, porque corre como la pólvora la noticia de que te vieron entrar al consultorio donde van todos los sarasas a comprobar si tienen la peste gay.


He narrado solo dos capítulos de mi vida, muy resumidos, sin demasiados detalles y sin ser tampoco los únicos que me han marcado de entre todas las historias de particulares lepras. Estos dos y los demás tienen en común la sensación de suciedad, de mancha y de culpa que ha sido el hilo conductor desde que tengo uso de razón, sólo porque soy homosexual y cristiano; porque sin el componente de la fe la mayor parte de los dilemas, preocupaciones y dificultades no habrían tenido lugar.


Por último otro acontecimiento más: El momento personal en el que decido ir al encuentro del Señor es justo cuando no puedo soportar seguir viviendo estas lepras y descubro la necesidad de librarme de ellas. Puedo llamarlas con diferentes nombres —miedo, desconfianza, temor— pero en el fondo es tanto el deseo de congraciarme conmigo mismo, como el valorarme definitivamente y discernir si opto o no por rendirme a que Dios se incorpore a mi vida y la agite, lo que me empuja a adentrarme en el desierto, buscando escuchar la voz de Jesús para postrarme ante Él y dejar que cure todas mis heridas.


De pequeño solía jugar con las niñas, al menos así lo recuerdo hasta los nueve o diez años. A partir de esa edad comprendí que era conveniente aparentar la masculinidad esperada y cambié los hábitos. Jugaba con ellas no solo porque sus juegos me parecían más agradables que chutar un balón, sino porque —parecerá una tontería— admiraba en las chicas la normalidad con la que expresaban afectos y sentimientos con sus madres, frente a la aspereza de los chicos, incapaces de buscar una caricia o un beso aunque ellas se acercaran a sus hijos.

Una vez en uno de los juegos brutos de los niños, persiguieron en bicicleta a las niñas. Tres cayeron al suelo y se hirieron. Era un día de campo y los accidentados —una chica y dos chicos— corrieron llorando a una de las madres para que les curara los arañazos. Cuando lo hizo, les dijo que volvieran a los juegos y se marcharon hacia donde estábamos. A mitad de camino la niña se volvió y fue corriendo hacia la mujer a darle un beso. Me gustó ese gesto tanto que lo recuerdo hasta hoy. Me habría dado vergüenza hacer eso delante de los demás chicos, por más que lo hubiese deseado. Comportarse así era ser un marica, como llorar era de niñas o rendirse de nenazas.


Me produce mucha paz comprobar que ante Jesús siempre he procurado ser un marica. Reconozco haber salido a su encuentro muchas veces para pedirle que curase mi lepra (que, ya dije, puede ser el miedo, o se trata de desesperanza, de resentimiento, de desafecto o de ganas de tirar la toalla). Le grito para que me oiga y, cuando lo hace, me envía a los sacerdotes. Pero yendo en camino siempre sale “mi yo marica” y regreso para postrarme a los pies de Jesús a darle las gracias.


La fe sin agradecimiento profundo a Dios es solo religión. Muchas veces he contado cómo uno de los descubrimientos más felices de mi vida fue aprender a escuchar y encontrar a Dios, que en ocasiones está en el trueno, pero también en la brisa suave e incluso en el silencio. Por eso Dios para mí no es algo inmaterial ni etéreo, sino absolutamente tangible, a quien puedo pedir pan y no me dará una piedra, a quien puedo pedir un pez y no me dará una serpiente. A quien puedo dar gracias por cuanto me concede. 


Pedir es gratis. Agradecer parece que cuesta y tiene un precio. No comprendo a la gente que pide tanto y no es capaz de dar gracias. Continuamente agradezco a Dios todo lo que me ha regalado. No tiene sentido ni un solo instante de mi vida si no es desde el agradecimiento. No puedo ir a los sacerdotes del templo para celebrar los ritos religiosos si no soy capaz de volver a Jesús para arrodillarme a sus pies y darle gracias, en un gesto marica que otros leprosos no atienden. Porque cada vez que lo hago Jesús me dice: “Vete, tu fe te ha salvado”.



Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros."
Al verlos, les dijo: "Id a presentaros a los sacerdotes."
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: "¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?"
Y le dijo: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado."

julio 06, 2025

CLXXVI. SEÑOR, ESTA MIES ESPERA


Sobre
 Lucas 10, 1-12.17-20


Durante mucho tiempo este pasaje de los Evangelios me pareció desconcertante. Por una parte no podía imaginar que fuese dirigido a mí ni a nadie como yo. Más bien me sentía indigno de estar entre los enviados a ningún sitio en nombre del Señor. Ni tan siquiera en los años en los que fui catequista, y mis labios pronunciaban la Palabra y la interpretaban con fidelidad para que los jóvenes comprendiesen qué quería el Señor de ellos –y a veces lo comprendiesen mejor de lo que yo mismo lo hacía. Ni siquiera entonces concebía que pudiese estar llamado a algo más que a ser un figurante discreto, precavido y celoso de que nadie supiese qué sentía y vivía en mi interior.


Por otro lado, soñaba con que esta Palabra de Jesús me incorporara al anuncio en igualdad de condiciones que el resto de las personas. Por supuesto, en mi corazón me sentía parte de los obreros que estaban llamados a trabajar en la mies. Pero al mismo tiempo, continuos mensajes me hacían pensar que si estaba en la nómina de quienes trabajaban el campo era solamente porque no me conocían a mí, sino al papel de heterosexual que interpretaba. 

Era un gran actor, como casi todas las personas LGBTIQ+ lo han sido en algún momento de sus vidas. Por eso, tal y como he contado alguna vez, un día dejé la mies. De repente me sentí un farsante. Me pillé haciendo trampas, afirmando todo lo que ya no sentía. Es una extraña sensación de miedo y fracaso, de llegar al límite, de enojo y hastío, de querer romper con una larga historia de temor y dolor, de llorar mucho y llorar a solas, y todo ello te empuja a dar el salto al vacío. Quería ser yo y por un momento pensé que dejar a Dios a un lado podría ser la solución. Al fin y al cabo la mies es mucha, los obreros pocos, pero en todo caso los dueños del campo no iban a dejar que alguien como yo trabajase en la cosecha una vez saliera del armario.


Cuando Lucas habla de los setenta y dos que son enviados, se está refiriendo a la totalidad de la humanidad. Es conocido el valor simbólico del número siete y según esto, Jesús llama a todas las naciones de la Tierra a la misión, a cada una de las mujeres y a cada uno de los hombres que la habitamos. ¿Cómo hacer excepciones?

Cuando me fui y me adentré en el desierto no era consciente de que esas excepciones no las estaba haciendo Dios, ni tan siquiera –ahora lo sé– las hacían los hermanos más intransigentes de la Iglesia, ni su doctrina ni su catecismo. Yo era quien me excluía, quien me quitaba de en medio y asumía sin más que no era digno de entrar en la casa del Padre. De hecho inicié una tensa relación con Dios, plagada de reproches y exigencias. Cerré mi corazón y ninguno de mis sentidos fue capaz de reconocer a quienes el Señor enviaba para recuperarme. Rechazaba su paz, incapaz de interiorizarla. No les ofrecí de comer ni les di alojamiento, ciego ante su intención de convocarme al hogar cálido de Jesús.


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas salimos del armario cargadas de rencor y resentimiento, e invariablemente aliviamos nuestra furia disparando contra la Iglesia y también contra el propio Dios. Rechazamos el necesario acompañamiento porque nos empoderamos al estrenar una visibilidad que no sabemos encauzar de forma realmente positiva cuando la arrogamos de derechos y olvidamos los deberes. Destruimos el armario al mismo tiempo que elevamos la muralla del victimismo. Confieso que todo eso me sucedió y fue porque dejé a Dios fuera de mi vida y sólo trataba con Él para reprocharle el miedo y el dolor que había experimentado a lo largo de mi historia.

Creo que muchas personas LGBTIQ+ cristianas se quedan en este punto preciso de relación con Dios, porque no logran superar el aborrecimiento a la Iglesia y por ende la indiferencia ante la persona de Jesús, pero también porque los obreros que trabajan en la mies no siempre son tal como Jesús pretendía, no siempre desean y ofrecen la paz y no son capaces de ofrecer un diálogo en el que la generosidad del Evangelio provoque una conversión de los corazones, curando las heridas hasta que estén completamente sanadas.


Quienes hemos tenido la gracia de conocer a alguno de los setenta y dos enviados, y que además supiera ser tan paciente y misericordioso como el Padre del hijo menor, gozamos ahora de suficientes recursos para dar la paz y construir Iglesia desde la gratuidad. Gratuidad que solo podemos ofrecer quienes anteriormente luchamos por mantener viva nuestra fe, incluso hasta cuando la perdimos.

Hace años este texto del Evangelio me perturbaba pero hoy me hace sentir parte de la misión. Pertenezco a una Realidad singular, formada por quienes estamos en una de las fronteras más controvertidas de la Iglesia. El Colectivo LGBTIQ+ es tierra de misión, y necesitamos —rogamos— que el Señor envíe obreros a esta mies, pero obreros leales al Evangelio, generosos, misericordiosos. Que vengan sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, que porten la paz, que sepan compartir, que sepan escuchar, que sepan sanar. Porque esta frontera es también tierra de acogida, donde acuden heridos quienes perdieron la esperanza pero la recuerdan, y están ansiosos por escuchar la voz del Pastor llamándoles por su nombre. Bien hacen los obreros de esta mies en entrar descalzos, porque este es lugar sagrado en el que Dios ha puesto sus ojos.


Cada vez más, nuestras historias hablan de una experiencia especial, sorprendente, misteriosa y única con el Padre. Por eso somos igualmente sujeto de misión, y no tanto objeto de misión. Las personas cristianas LGBTIQ+ hemos sido el hombre herido pero estamos llamados a ser el buen samaritano. Dando el ciento por uno. Ofreciendo bien por mal. Olvidando ofensas. Perdonando. En eso conocerán que realmente somos hijas e hijos de Dios.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
«La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino.
Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa en casa.
Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles:
“El reino de Dios ha llegado a vosotros”.
Pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: “Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado”.
Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para esa ciudad».
Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo:
«Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre».
Él les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo».

junio 28, 2025

CLXXV. ¿POR QUÉ UN DÍA DEL ORGULLO? (Y vosotr@s, quién decís que soy yo?)

 


Sobre Mateo 16, 13-19



«¿Quién decís vosotros que soy yo?» La pregunta que Jesús hace a sus amigos los deja trastornados. Y era precisa, obviamente, porque necesitaba saber en qué punto se encontraba y si quienes estaban caminando junto a Él tenían claras las cosas. Hacía poco tiempo que Jesús había salido de su vida oculta, de su armario particular en el que estuvo sin darse a conocer —según los evangelios— con la excepción de la pista que nos da Lucas cuando relata que se perdió de sus padres con doce años, y lo encontraron en el Templo de Jerusalén sentado entre los maestros, haciéndoles preguntas.


Él no estuvo escondido por miedo a nada, sino porque aún no había llegado el momento de darse a conocer.

Las personas LGBTIQ+ nos ocultamos por miedo a ser excluidas, despreciadas, señaladas y marcadas. En mi caso, todavía estuve más al fondo del armario a causa de los condicionantes religiosos que agravan el sentimiento de culpabilidad hasta límites dolorosos, como también experimentan hoy, todavía, muchas personas LGBTIQ+ creyentes.


La respuesta a la pregunta personal "¿quién creen (mi familia, mis amigos, mis compañeros, mis educadores y conocidos, ...) que soy yo" es justamente la que nos paraliza. Nos asusta, por si ese dictamen fuese hiriente y traumático, y pudiera traducirse en consecuencias desoladoras, tal como yo mismo, siendo un chaval, había podido observar en otras personas. Un vecino de casa era sospechosamente homosexual y los mayores nos advertían que no subiéramos a solas con él en el ascensor. Mi amigo Gonzalo tiene una inevitable pluma desde que era un crío, y las vejaciones y burlas en clase y los vestuarios eran continuas. 

A Álvaro sus padres lo echaron de casa.

En aquel momento no estaba dispuesto a arriesgarme tanto. Tenía miedo. Y sé que aun hay muchas mujeres y hombres que temen las consecuencias de visibilizarse.


Cuando me preguntan el porqué del Orgullo, me vienen a la cabeza las múltiples razones por las que ser como soy continúa siendo motivo de burla y razón para la violencia y el rechazo. 

En España gozamos de una legislación envidiable que ampara nuestros derechos como personas, respetando y valorando nuestra identidad sexual y de género. Aún así, es habitual la mofa y la sátira, el acoso, el incordio, la intimidación y la tiranización sobre personas LGBTIQ+ en ambientes escolares, laborales e incluso familiares. En nuestro país siguen siendo constantes, persistentes, los casos de agresiones incluso con resultado de muerte. 

En el mundo, en 2025, 65 jurisdicciones nacionales prohíben aún las relaciones homosexuales, privadas y consentidas entre hombres. De ellas, 41 castigan también los actos lésbicos. La dureza de las condenas oscila entre un amplio abanico que va desde menos de un año de cárcel hasta la cadena perpetua. Asimismo, este delito puede ser castigado con la pena capital en 12 países (Mauritania, Nigeria, Somalia, Afganistán, Brunéi, Irán, Pakistán, Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Uganda y Yemen).

No es una exposición trágica, sino un retrato fiel de la realidad. 


Cuando voy por la calle de la mano de mi pareja tengo que soportar miradas burlonas y risas a nuestras espaldas. He de tener cuidado si le beso en un parque, porque puede que algún padre nos acuse de herir la sensibilidad de sus hijos. Si entro abrazando a mi novio en un restaurante, puede que nos acomoden en una mesa en el fondo, para no molestar. Si salgo de un local por la noche y regreso solo a casa, camino deprisa no sea que hoy me toque recibir dos tortas por marica. Esto tampoco es un relato victimista. Pasa cada día. 


Cuando un colectivo se siente de esta manera, discriminado de facto, nace el orgullo. Sé que toda mi vida, probablemente, me estaré preguntando ¿quién decís que soy yo"?. Hace tiempo esa respuesta me importaba mucho. Desde que salí del armario, cualquier réplica ofensiva es ahogada por mi orgullo de ser quien soy, de ser como soy, de amar como amo. 


Por eso nos manifestamos cada año en todo el mundo, para expresarnos orgullosas y orgullosos dignificando nuestra identidad, vistiéndonos de arcoíris revelando nuestra alegría y nuestro íntimo deseo de que nunca más fuese necesario pedir que se nos trate y valore como a las demás mujeres, como a los demás hombres.  


Y tú, Iglesia, ¿quién dices que soy yo?

Si soy honesto, reconozco que Francisco levantó las persianas, corrió las espesas y opacas cortinas y abrió las ventanas para que entrase la luz, el aire fresco y el Espíritu, probablemente por este orden. Esta Iglesia en camino no es la de los inicios del 2012. Pero aún huele a rancias páginas de tradición y doctrina que enmascaran el aroma dulce del Evangelio de Jesús. La doctrina y la tradición son necesarias y no son malas per se, excepto cuando se utilizan ambas como armas arrojadizas. 

¿Quién somos nosotras y nosotros para ti, Iglesia, tus miembros no heterosexuales? Somos personas merecedoras de todo respeto, pero también dices que nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados. Afirmas que somos hijas e hijos de Dios, pero nos niegas sacramentos solo porque somos diferentes. Nos pones encima, con frecuencia, cargas difíciles de llevar. Nos lanzas a las orillas del camino, donde solo las gentes más sensibles se acercan a susurrarnos que Dios nos ama y nos quiere en su Iglesia pese a todo


¿Y Jesús?

Por supuesto, dentro del armario es imposible no enfrentarse a esa pregunta de Jesús, tal cual. Y muchas veces reflexioné sobre ello. ¿Quién es Cristo para mí? (y, en extensión, quién es Jesús para las personas LGBTIQ+H creyentes). 

Yo no había perdido la fe y nadie iba a echarme de la Iglesia mientras fuese capaz de guardar mi armario cerrado. Pero mi respuesta a su pregunta directa evolucionaba a medida que mi resentimiento —a causa del daño que me estaba haciendo el ingrediente religioso— crecía en mis tripas como la espuma de las olas que golpean las rocas. Jesús para mí llego a ser aquel por el que sus seguidores más piadosos rechazaban a las personas LGBTIQ+; Jesús era la razón de ser por la que los escribas y sacerdotes de nuestra época habían dejado escrito que mis actos son "intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural y no pueden recibir aprobación en ningún caso" (Cfr. CIC 2357). Esa era finalmente mi respuesta enojada a la pregunta de Jesús. Es decir, Jesucristo cada vez era menos en mi vida.


Solamente cuando di otra vuelta a la pregunta y me interesé en saber quién decía Jesús que era yo, pude reconciliarme y comenzar a calmar el dolor. No fue un proceso fácil. Hubo un gran desierto. Pero ineludiblemente ahí estaba esperándome paciente, y en ese instante ocurrieron dos cosas: contesté afirmando que Él era el Mesías, El Salvador, el reencarnado por Dios hecho hombre también para mí, como para toda la humanidad sin excepción. Y la segunda cosa que sucedió es que alcancé el suficiente valor para salir del armario como hombre tal cual soy, pero sobre todo como hombre que cree en Dios, en el Dios de todas y de todos. Me gusta contar que el Señor me llevó al desierto y allí me sedujo, habló a mi corazón y le respondí, ese precioso texto de Oseas que me marcó para siempre.


Desapareció el resentimiento en la medida en que supe discernir entre lo que es cosa de Dios y lo que es cosa de los hombres. Dios evidentemente no ha escrito ese trágico y doloroso epígrafe del catecismo. Dios tampoco está en quienes agitando el signo de la Cruz siguen atacando incluso con violencia y muerte a las personas LGBTIQ+. Ese convencimiento de que Dios no tiene nada que ver porque de ninguna forma esos comportamientos y actitudes son obra suya, me ha permitido también perdonar. Al separar a Dios de todo eso quedan al descubierto los hombres, y puedo perdonar a cualquier ser humano con mayor o menor esfuerzo. Finalmente, al desaparecer el rencor también se esfuma el sentimiento de víctima. Queda una profunda paz liberadora.


Contemplar este texto de Marcos, situarme allí y observar la escena con los cinco sentidos, me sobrecoge porque actualiza su pregunta en mí, la escucho, veo las dudas de los discípulos como las propias mías, y soy testigo de cómo se remueve Pedro cuando oye de boca de Jesús quién es realmente Él y cuánto ha de suceder. Confirmo mi deseo de conocer internamente a Cristo que se ha hecho hombre por mí, para más amarle y seguirle. Cristo que me quiere como soy, sin condiciones. La voz de Jesús es firme y dulce a la vez. Invita a la libertad, a confiar, a dejarse hacer en sus manos. Así que cuando dice que quien quiera ir con Él ha de tomar su cruz, me acuerdo de cuántas otras cargué sin contar con sus brazos y me imagino lo bueno que será compartir con Jesús ese leño todo el tiempo que haga falta.


El Orgullo para las mujeres y hombres creyentes, no viene solamente de la íntima percepción de sentirnos satisfechos y felices por como somos, sentimos y amamos, sino también de la certeza de que el Padre nos ama inmensamente, como obra perfecta suya.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»