Dios sin armario
Os presento mi experiencia de Dios: la de una persona homosexual, contada a través de la reflexión de las Escrituras. Los "Comentarios al Evangelio desde fuera del Armario" (que se publican en las Redes desde 2018) son un testimonio de esperanza y la confirmación de que Dios ama a mujeres y hombres sean como sean, sin excepción.
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noviembre 08, 2025
octubre 31, 2025
CLXXX. BIENAVENTURAD@S
Sobre Mateo 5, 1-12
Cuando Jesús sube al monte y pronuncia las Bienaventuranzas, no habla desde el poder ni la perfección, sino desde la cercanía a los heridos, los marginados y los que anhelan justicia. Jesús no proclama bendecidos a los que todo lo tienen, sino a quienes buscan vivir el amor en medio de la incomprensión.
Desde nuestra experiencia de personas distintas y alejadas, este texto resuena profundamente. Durante siglos, muchas personas LGBTIQ+ hemos sido excluidas o heridas en nombre de la religión. Sin embargo, aquí Jesús nos recuerda que el Reino de Dios pertenece precisamente a quienes el mundo rechaza.
Bienaventurados quienes han sido despojados de su dignidad por causa del prejuicio, y aun así siguen creyendo que el amor de Dios los sostiene. Su humildad no es resignación, sino una fuerza que nace de saberse amados más allá de todo juicio humano.
Bienaventurados quienes han llorado por no ser aceptados por sus familias, por sus iglesias, o incluso por sí mismos. Jesús promete consuelo, no en palabras vacías, sino en una comunidad que abrace, que nombre, que reconozca su valor y belleza.
Bienaventurados quienes, a pesar del odio, eligen responder con ternura, con visibilidad pacífica, con orgullo que no humilla sino que ilumina. Su mansedumbre es una fuerza que transforma.
Bienaventurados quienes no se conforman con una iglesia o un mundo excluyente, sino que luchan por un espacio donde cada persona pueda vivir su identidad como don divino. En su sed de justicia habita el corazón de Dios.
Bienaventurados quienes han aprendido a perdonar a quienes los rechazaron, y se atreven a tender puentes. Su compasión es la manifestación del Evangelio vivo.
Bienaventurados quienes aman sin máscaras, quienes viven su autenticidad como oración. La pureza no está en negar lo que somos, sino en vivir el amor sin doblez.
Bienaventurados quienes transforman el dolor en activismo, el miedo en arte, el rechazo en esperanza. Son artesanos de una paz que nace de la verdad.
Bienaventurados quienes son insultados o ridiculizados por vivir su fe y su identidad abiertamente. En ellos se manifiesta la bienaventuranza más radical: el Reino de Dios se construye desde su testimonio.
Jesús no habla a un grupo perfecto, sino a una comunidad rota que Él declara bienaventurada. Así también, las personas LGBTIQ+ somos llamadas bienaventuradas no a pesar de nuestra identidad, sino desde ella. Porque en nuestra vulnerabilidad y en nuestra resistencia se revela el rostro de un Dios que abraza, que celebra la diversidad y que hace nuevas todas las cosas.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
octubre 25, 2025
CLXXIX. SER JUSTOS (ser coherentes)
Sobre Lucas 18, 9-14
Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual, y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos.
Si se enterasen mis padres, sería trágico. Si lo supieran mis amigos, se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que, desde luego, no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.
Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.
Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.
Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola.
Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía.
Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor.
Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».
De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida.
No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."


