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marzo 29, 2025

CLXII. REGRESAR: EL HIJO MENOR, EL HIJO MAYOR, EL PADRE


Sobre
 Lucas 15, 1-3. 11-32



Cuando comencé a hacerme visible, una de las personas de mi vida con las que hablé fue uno de mis mejores amigos, con quien sigo manteniendo lazos fraternales. Por tantos años como llevaba anhelando ser capaz de sincerarme con él, y lo emocionado y nervioso que estaba, a duras penas pude contarle todo lo que debía. A medida que iba narrándole, sus ojos fueron llenándose de lágrimas y también los míos. Cuando me quedé callado, él solo dijo: «¿puedo abrazarte?». Enseguida nos unimos en el abrazo más intenso de cuantos recuerdo. Me apretaba contra él sin querer soltarme y me daba las gracias mientras no dejábamos de llorar.

Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Dijo que teníamos que celebrar mi vuelta a casa. Se presentó con un regalo. Era un libro que quería que leyese y conservara. Se trataba de “El regreso del hijo pródigo”, escrito por Henri J. M. Houwen. Estaba dedicado. Decía: “Gracias, hermano pequeño, por volver a casa y hacerme ver que también el hermano mayor tiene que regresar al Padre”.

Me dijo: «Al escucharte entendí perfectamente lo que cuenta el autor de este libro. Muchas veces soy como el hijo mayor. Perdóname si en algún momento lo he sido contigo. Lee este libro y me comprenderás».


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidimos en la experiencia dolorosa y complicada, a veces demasiado larga, de la doble vida en el armario. Experiencia que en bastantes ocasiones desemboca en una crisis de fe de la que hay quienes no vuelven. Las mujeres y hombres que de una u otra forma regresamos, ciertamente —desde un primer momento— nos sentimos muy identificados con la parábola del hijo pródigo. Muchas veces hago referencia a este relato cuando hablo de cómo recuperé la necesidad de Dios en mi vida y, sobre todo, de cómo sentí la misericordia del Padre acogiéndome sin preguntas, sin juicios, con un banquete. Pero siempre me sitúo en el lugar del hijo menor, la perspectiva más lógica por otra parte.

La lectura de "El Regreso del hijo pródigo" de Henri J. M. Houwen abrió mi corazón a otras muchas maneras de reconocerme en la parábola. Supongo que habré leído una decena de veces este libro. En cada ocasión aprendo algo nuevo. El Maestro, a través de la sincera reflexión de Houwen, me habla actualizando el relato, poniéndolo en paralelo a mi vida. Así que, estoy seguro, también esta vez Jesús me sorprenderá al hacer oración con la breve pero potente historia del hijo que se fue de casa.


Cuenta Jesús que el hijo menor pidió al padre su parte de la herencia para después marcharse. No deja claras las razones, pero es fácil suponer que deseaba independencia, liberarse de las normas paternas y de las responsabilidades. También quería conocer mundo y disfrutar de los placeres de la vida. 

Me pregunto qué motivaciones tuve yo para irme de la casa del Padre. Es verdad que nunca llegué a perder del todo la fe, es decir, la certeza de que Dios estaba -en pasado- y está -en presente- (como el hijo menor nunca olvidó a su padre), pero me cuestiono qué razones hicieron que yo dejara mi comunidad de fe, mi tarea pastoral, los sacramentos y todo. 

Tengo el sentimiento de que me fui porque no era bien aceptado. En realidad estaba dentro del armario y nadie sabía que era homosexual, por lo que no tenía ninguna experiencia de rechazo directa. Pero en la casa de mi Padre, en la Iglesia, era objetivamente cierto que las personas LGBTIQ+ no éramos bien recibidas. Con Francisco sopla una leve brisa refrescante, pero a finales de los noventa y principios del actual siglo la brisa era una tormenta. Había leído suficientes declaraciones pastorales de condena, escuchado demasiadas homilías hirientes, soportado excesivos comentarios descarnados como para entender que ser abiertamente homosexual en la Iglesia no era posible. Mi condición de agente pastoral y la tensión de tener que ser fiel a la doctrina no ayudaba demasiado sino que minaba mi sentimiento de incoherencia. Y además, el miedo a ser señalado, ser comentado, ser inventado.


En definitiva, al igual que el hijo menor yo no me fui porque me echara el Padre. Al hijo menor le apuraban las ganas de riqueza pero también de ser libre, de ver mundo, de no tener que dar cuentas a nadie. Yo me marché porque me sentía ahogado, no acogido, no querido, humillado. Me fui porque ataron sobre mis hombros cargas pesadas imposibles de soportar (Mt.23,4). Me fui porque me dolía pertenecer a una Iglesia que ponía condiciones (CIC 2357-2359). Y así, pedí la parte de mi herencia y me marché.


¿Y qué herencia me llevé? Al irme “emigré a un país lejano” en el que me ofrecieron todo aquello que jamás me atreví a buscar. El “ambiente” era ese gran paraíso prohibido donde encontré amor y lujuria, pero también el lugar donde me hice consciente de lo que era, de quien era. Conocí a otros chicos homosexuales con quienes podía hablar confiadamente y sin temor. Eso era algo nuevo para mí. A excepción de Álvaro, nunca antes había tratado con nadie de este tema si no fue en el ámbito de un confesionario y su consiguiente charla de condena y perdón condicionado. 

Comencé a quererme, a apreciarme, a valorarme. Me hice fuerte. Entonces por sorpresa reconocí mi parte de la herencia. 


Recuerdo de ese tiempo alejado una sensación de desconsuelo que nunca me abandonó. En ese pesar estaba la ausencia de Dios. En el país lejano donde ahora me desenvolvía encontré muchos valores, pero me sentía muy vacío al mismo tiempo. El hijo menor se gastó la herencia y no tenía cómo vivir. Cuando fue tratado peor que los cerdos echó de menos a su padre y decidió regresar a casa. Pero mi parte de la herencia estaba intacta. Yo eché de menos al Padre cuando al reconocer mis propios valores descubrí la mano de Dios. Literalmente necesitaba encontrarme con el Padre, pelear con Él cara a cara y dejarme ganar. Me puse en camino de regreso. Es aquí cuando atravesé un desierto. Cuando estaba cerca, desde lejos mi Padre al verme se conmovió, comenzó a correr y se me echó al cuello cubriéndome de besos. Yo le dije: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el Padre celebró un banquete por mi vuelta.


A veces olvidamos que Jesús dirigió esta parábola a los fariseos y letrados que murmuraban contra Él. Algunas interpretaciones de este texto identifican en el hijo mayor a estas personas que cumplen a rajatabla las normas, que son fieles y puntillosas con la ley y la doctrina pero insensibles ante los sufrimientos de los otros. Es verdad que muchas de las personas que regresamos tenemos experiencias de nuestros particulares hermanos mayores recriminando al Padre el exceso de alegría. Al llegar a casa me di cuenta de que no había cambiado nada (la Iglesia era la misma, mi hermano mayor seguía desconfiando de mí, me señalaba, pedía justicia), nada había cambiado excepto yo. Mi sentimiento de ser hijo querido del Padre era tan fuerte que estaba seguro que nada ni nadie podría apartarme de su amor. Había perdido el miedo. Había ganado el valor. Pero no había terminado.


Me hice hijo mayor cuando no fui capaz de controlar el victimismo y me dominó el resentimiento. La actitud del hijo mayor es la de engrandecer los fallos del otro y reflejar sobre el prójimo el rencor acumulado. Reconozco que también fui el hermano mayor de la parábola durante un tiempo, y necesité que el Padre saliera a buscarme para convencerme de que entrara a la fiesta y dejara la furia lejos. En el texto de Lucas queda abierto el relato y cada uno imagina el final como quiere. ¿Entraría a casa el hijo mayor a celebrar la vuelta de su hermano? En mi caso, el tiempo hizo posible apartar el dolor y perdonar. Me di cuenta que no hay lugar al resentimiento cuando se ha luchado tanto por conservar la fe y recuperar la cercanía del Padre. Setenta veces siete si hace falta, o incluso más.


Mi amigo es un gran creyente pero era muy homófobo. Mi historia le conmovió y se vio interpelado. De pronto era el hijo mayor que apunta con el dedo hacia quien el Padre anima a entrar en la casa para celebrar el regreso del hermano menor, de quien además se acababa de enterar que es homosexual. Mi amigo lo tuvo claro: entró a la fiesta. Y comprendí el sentido de su regalo.


El Padre me dijo: «celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». El padre te dice vamos a celebrar una fiesta, porque estabas muerto y has revivido, estabas perdida y te he encontrado.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."
Jesús les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. "

Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

marzo 22, 2025

CLXI. EL DIOS PACIENTE


Sobre
 Lucas 13, 1-9



Hay dos partes en este pasaje de Lucas aparentemente inconexas, pero íntimamente ligadas entre sí por el sentido que Jesús quiere dar a la relación de Dios con cada una de nosotras y de nosotros, una relación basada en la idea de que Él es, por encima de todo, misericordioso.

Lucas presenta por un lado los dos sucesos de muerte y dolor que aparecen en los primeros párrafos del texto, y de otro la parábola de la higuera estéril. 

A Jesús le llegan con noticias de lo que Pilatos había hecho con unos galileos, asesinándolos y mezclando su sangre con la de las bestias del sacrificio. Seguramente se lo contaron buscando una reacción, pero Jesús une a lo que le cuentan otro suceso ocurrido en Jerusalén, el derrumbe de una torre en el que murieron dieciocho personas, y los vincula. El Maestro intuye que en el fondo está el sentimiento de temor y de resignación ante las decisiones aleatorias de Dios, que premia o castiga según los méritos de cada cual. 


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas hemos creído en algún momento de nuestra vida que lo que nos pasaba, lo que sentíamos, lo que vivíamos, era un castigo de Dios. La educación recibida, la formación religiosa, la cultura, habían colaborado en la construcción de mi armario y con él la sensación de que lo que yo era no podía ser bueno. Por eso desde niño, en cuanto intuí que mi identidad era inevitable, rogaba a Dios que me hiciera “normal”. Esa fue la parte central de mi oración durante años. 

Me preguntaba continuamente qué había hecho yo para merecer esto. Una vez escuché a mi madre hablar con mi padre sobre mí. Hacía poco que con dieciséis años, confuso, cansado, desesperanzado, intenté quitarme la vida. Aunque la verdadera razón por la que hice aquello no trascendió, y lo sucedido fue prácticamente ocultado, sé que mi madre encontró una nota que había dejado preparada, contando un poco y pidiendo perdón. Nunca me dijo nada. Supongo que la guardó en su corazón, como tantas cosas. 

No pude evitar oírles y ellos no se percataron. Mi madre lloraba y se preguntaba qué había hecho para merecer esto, y también le decía a mi padre que no sabía en qué se había equivocado. Se refería evidentemente al hecho de que su hijo fuese homosexual. Pero se expresaba no con pesar, pues atesoro infinitas ocasiones en las que mi madre demostró que me quería con locura, en las que me lo dijo todo con la mirada, y era seguro que me aceptaba como era. No era pena porque su hijo fuera homosexual, sino por lo mismo que aquellas personas corrieron a contarle a Jesús que Pilatos había matado a unos galileos ensuciando su sangre. 

Jesús tiene una respuesta imperativa: –convierte tu corazón, dice el Maestro, –deja de compadecerte y de culpar a Dios de lo que te sucede, porque si no te conviertes y tu corazón de piedra no se hace de carne, claramente tu vida va a ser un infierno.

Creo que mi madre lo entendió antes que yo.


La parábola de la higuera estéril tiene un sentido muy intenso para mí, y sospecho que muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidirán en esta viva experiencia de Dios, que se hace paciente en la figura de Jesús a través de tantas personas que esperaron mucho tiempo a que diésemos fruto.

Mis padres, y singularmente mi madre, son el viñador que le pide al dueño del terreno que no corte la higuera y que la deje más tiempo, asegurándole que cuidará de ella cavándola alrededor y abonándola para que por fin dé fruto. Pero también otras personas cercanas, amigos…, que cuidaron de mí con absoluto respeto hacia mis miedos, mis silencios y evasivas. Que estuvieron siempre pendientes, preocupadas, atentas. Que no se cansaron de cavar, regar, abonar… Que supieron esperar.

Esas personas tienen nombre, y tienen en común que en ellas estaba Jesús de Nazaret, encarnando la misericordia de Dios aguardando pacientemente que mi corazón de piedra se convirtiera en carne.


El Señor llama a la conversión. Al final es la higuera quien debe optar entre dar fruto o no. Quizá esa sea una buena reflexión. Pero ni en el supuesto de que Dios sea infinitamente paciente, el no dar fruto es una decisión coherente. En el caso de las personas LGBTIQ+ cristianas, el sueño de Dios incluye a todas y cada una de sus criaturas, a nosotros también. Nuestros miedos y recelos pueden revertirse en valor y confianza, apoyándonos en la Palabra y dando testimonio de nuestra experiencia del Dios misericordioso que nos ama sin hacer excepción. 


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com


En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús contestó:

-"¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera."

Y les dijo esta parábola: "Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.

Dijo entonces al viñador: "Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?

Pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas".

marzo 15, 2025

CLX. LA TRANSFIGURACIÓN


Sobre
 Lucas 9, 28b-36



Transfigurarse significa cambiar, transformarse. A veces hago analogía (con permiso de téologas y teólogos) entre la transfiguración y el tiempo que pasa desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario, hasta el momento en que eres conscientemente visible. No soy doctor en los asuntos de Dios, pero aún así, desde mi ignorancia, llego a advertir que esta relación que propongo pueda parecer casi sacrílega. Sin embargo mi experiencia vital –y la que conmigo han compartido muchas personas LGBTIQ+ cristianas– me hace pensar de esta forma. Salir del armario para una persona creyente tiene mucho de transfiguración. Porque lo que en definitiva le sucedió a Jesús en el monte fue que se llenó del Espíritu Santo; se colmó de Dios. Fue arrebatado por el Padre durante unos instantes para hacerlo suyo y reconocer en Él a su hijo amado.


En todo caso, el pasaje de Lucas en el que se narra la transfiguración parece complicado de entender, y lo es si solo nos quedamos en la atmósfera, el resplandor o la nube pero pasamos por alto un detalle que para mí es clave. Al comienzo del relato Jesús pide a Pedro, Juan y Santiago que le acompañen al monte a orar. No son los discípulos quienes ruegan al Maestro que les permita ir, sino al contrario. Creo que es muy importante esto para mí, porque llevándolo a la vida me doy cuenta de que siempre estuve suplicando a Jesús que estuviera conmigo, que no me abandonara, que no me dejara solo ante tantas dudas y temores. Pero la dinámica del Hijo de Dios no es esa. A mis peticiones sólo contestaba el silencio. Me costó mucho darme cuenta de que Él estaba respondiendo siempre, una y otra vez, con una invitación a acompañarle. El decía “aquí estoy, ven conmigo”, pero yo esperaba un “dime qué necesitas”. Aguardaba un Cristo que me resolviera los problemas y Él se presentaba tomándome para subir al monte a orar.


Antes mencionaba “ese tiempo que transcurre desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario hasta el momento en que eres conscientemente visible”. Ese espacio temporal está rebosante de sensaciones y emociones para cualquier persona LGBTIQ+, pero es singular para quienes tenemos fe en Jesucristo. No es fácil de explicar, pero puedo intentarlo: siempre he pensado que para cualquier creyente el amor de Dios hacia ella o él es una certeza natural, igual que el afecto de la madre Iglesia y el sentimiento de pertenencia a ella lo es porque así se lo han ido enseñando desde niños; pero las personas LGBTIQ+ cristianas hemos tenido que descubrir y conquistar ambos sentimientos con mucho esfuerzo, y creérnoslos con abundante confianza en Dios. Quizá por eso apreciamos tanto nuestra fe y muchas veces decimos que nada podrá arrebatárnosla. Por lo mismo creemos firmemente que nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios. 


Tuve opciones de visibilizarme dando la espalda al Padre. De hecho, era lo más fácil y lo más tentador. Era lo que una gran mayoría de hombres y mujeres LGBTIQ+ cristianas hacen a diario: dejar a un lado a Dios y a la Iglesia para poder ser nosotras y nosotros mismos. Una triste paradoja, porque se supone que Cristo nos hace libres, Dios es amor y todo eso.

En mi caso se hizo carne el dicho que afirma que “la fe es lo último que se pierde”. No estaba dispuesto a dejarme arrebatar algo tan íntimo como la fe, así que me dispuse a buscar a Dios allí donde lo había perdido de vista: en el desierto. 

Por lo que sé cada persona LGBTIQ+ creyente ha tenido diferentes y particulares matices en su salida del armario, pero la gran mayoría coincidimos en la experiencia de desierto, o de intermitentes desiertos a lo largo de la vida hasta llegar a uno enorme que parece prácticamente insalvable, que llega cuando ya es imposible mantener la doble vida –el ser sin ser– y decides dar el paso de pertenecerte y al mismo tiempo compartirte, sin saber muy bien cómo hacer ni una ni otra cosa, porque jamás lo has ensayado en toda tu historia. A ese desierto fui, pensando que era iniciativa mía, a buscar a Dios para pedirle que me acompañara, pero sorprendentemente Él fue quien me llevó como en el canto de Oseas, para seducirme, hablarme al corazón y esperar mi respuesta. Este es “el tiempo que transcurre desde justo antes de tomar la decisión de salir del armario hasta el instante en que eres conscientemente visible”. Un momento intenso en el que Dios toma la iniciativa y te deja sin argumentos para negarle nada.


Para la persona LGBTIQ+ cristiana es la ocasión en la que puede experimentar el cambio, la transformación. Cuando me sucedió estaba permeable a Dios, seguro de querer acompañarle, decidido a abandonar el armario donde no podía ser yo mismo. Sólo ahí era posible transfigurarse, y sólo ahí me sentí lleno del Espíritu, rebosante de Dios. Por supuesto sólo ahí podía escuchar la voz del Padre diciendo “este es también hijo mío”.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com




En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.
De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías."
No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: "Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle."
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.