Vistas de página en total

junio 05, 2025

CLXXII. VEN ESPÍRITU SANTO


Sobre
 Juan 20, 19-23

A menudo cuando hago meditación personal, traigo a la oración un verano en el que tuve la osadía de pedir explicaciones a Dios, decidido a reencontrarle o bien abandonar la búsqueda definitivamente. Deseaba que Él me aclarara cómo podía dar sentido a mi vida sin tener que renunciar a quien era y a como era. Me había marchado de Maranathá, mi comunidad. Había dejado mi labor como catequista. Había abandonado los sacramentos. Todo porque me sentía vacío. Hastiado y agotado de tanto tiempo aparentando lo que no era.

Con Dios me limité a hablar. Hablaba yo, sin parar. Y cada vez le recriminaba cuánto me había hecho sufrir durante toda mi vida por haberme creado homosexual y cuánto sufría todavía por ello.

Pero no recibía respuestas. Entonces me fui a buscarlas a Loja, un pueblo de Granada, en una experiencia de ruidoso silencio en medio de la cual confiaba encontrar alguna luz. Era el verano de 2003.

Allí fue donde, estando dentro del armario con las puertas cerradas, Jesús entró y me dijo “la paz esté contigo”. Dios se sirvió de pequeños detalles para tranquilizarme y reposarme.


Después me mostró las heridas de las manos y el costado. Vi que en sus heridas estaban mis heridas. Todo lo que me había hecho daño durante mi vida estaba ahí, en las manos y el costado de Jesús. Cada minuto de miedo y soledad. Cada lágrima. Todas las dudas. Las heridas de Jesús eran las mías y ahí estaba todo mi sufrimiento, con el suyo. Él sufría conmigo, y me llamaba a aceptarme, a dejar de compadecerme, a no seguir culpando a nadie. Me impulsaba a ser yo mismo, sin miedo. Sus heridas garantizaban cómo me amaba. Tanto que había dado su vida por mí, y por mí al completo, sin despreciar nada de cuanto soy.

Entonces me alegré porque estaba reconociendo al Señor. Sentí cuánto le había echado de menos y cómo le necesitaba. Volvía a casa como el hijo pródigo, y el Padre estaba esperando a la puerta para recibirme. Ahora lloraba de alegría.


Aún dentro del armario, con las puertas cerradas por temor a los que estaban fuera, Jesús sopló su aliento sobre mí, y me dijo: recibe el Espíritu Santo. En ese momento me llené de su fuerza y perdí el miedo. Mi fe se hizo fuerte, enraizó profundo y mi voz pudo pronunciar otra vez el nombre de Jesús, el Salvador.

El Espíritu me sacó del refugio donde toda mi vida había estado oculto. Ya no temía a nadie. No me hacían daño las armas de quienes antes podían causarme dolor.


Para mí, Pentecostés conmemora este paso de tener miedo a tener vida. De no ser yo a ser yo mismo. De dudar a creer. De desesperar a confiar. De sufrir a gozar. De la tristeza a la alegría. De querer morir a querer vivir.

Mi particular Pentecostés sucedió un verano, porque estaba cansado y desesperado, defraudado, muerto de miedo, y en ese momento preciso me empeñé en buscar razones para no perder definitivamente la fe que se me apulgaraba en un armario cerrado a cal y canto.

Pero Pentecostés puede suceder cualquier día.

Basta confiar. Sólo es necesario dejarse hacer, ponerse en manos del Padre. Es cuando el Espíritu Santo sopla. Y viene. Viene siempre.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dice: —Paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —Paz con vosotros. Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: —Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos.

mayo 30, 2025

CLXXI. TAMBIÉN VOSOTRAS Y VOSOTROS SOIS MIS TESTIGOS


Sobre
 Lucas 24, 46-53


El relato del Evangelio narra cómo Jesús se despide de los discípulos y asciende a los cielos. Parece que fuese el final feliz de una historia memorable. En realidad es el inicio. Todo queda por hacer, y esos hombres que tras la marcha del Mesías se fueron al templo para bendecir a Dios, tenían por delante el encargo increíble de transmitir el mensaje de Cristo.

Jesús había marcado la vida de todas las personas que estuvieron con Él durante sus años de vida pública. Aún así no son conscientes de la trascendencia de su tarea hasta que el Maestro no es ejecutado y se les aparece resucitado. Más aún, no entienden qué han de hacer y, sobre todo, no encuentran las fuerzas necesarias para vencer el miedo, hasta Pentecostés. Entonces el Espíritu hace que nada les importe más que ser testigos de Jesús.


Para una gran parte de las personas LGBTIQ+ cristianas, el proceso de fin de una etapa e inicio de otra completamente nueva, así como el reconocimiento de lo que Dios ha hecho en nuestras vidas y todo aquello a lo que estamos llamados, es algo así como lo que experimentaron aquellas mujeres y hombres cuando se dieron cuenta de que Jesús ya no estaba con ellos físicamente; después pasaron un tiempo de dudas y temores, escondidos hasta que el Espíritu les otorgó la capacidad de superar el pánico y les reveló su misión.


Las personas LGBTIQ+ cristianas salimos del armario empujadas por la necesidad de ser nosotras mismas, de liberar nuestra mente, nuestro corazón, recuperar nuestra consciencia de ser auténticas mujeres y verdaderos hombres dejando atrás toda una historia de disfraces y caretas, dobles vidas, dobles morales y tristeza. Pero también porque necesitamos encontrarnos con Dios, reconocer la voz del Buen Pastor, atisbar la figura del padre esperando al hijo menor, tocar el manto del Mesías, recuperar la vista y volver a la vida como Lázaro. Creo que las personas LGBTIQ+ cristianas tenemos mucho de Lázaro, aparentemente fuera de la vida a la espera de que llegue Jesús y nos saque de las tinieblas devolviéndonos a la verdad.


Salir del armario supone actualizar muchos aspectos de la vida. Sin embargo, al menos para mí no sucedió eso con Dios, a quien estuve esperando tanto tiempo hasta que descubrí que era Él quien estaba aguardando a que reconociera su voz y decidiera volver. Antes de dar el paso de visibilizarme, me había puesto al día con el Padre, celebró una fiesta a mi vuelta. 

Me acostumbré a su presencia como al aire nuevo que respiraba. Pero cuando me enredé en las tareas de normalizar mi visibilidad, de repente me encontraba contemplando cómo Jesús ascendía y se marchaba. Había sido tan intensa la relación con Él en los últimos tiempos que ahora echaba de menos su presencia tangible. Por sorpresa era consciente de que esa relación de encuentros y desencuentros con Él, esa seguridad de que finalmente estaría con los brazos abiertos reservando el ternero cebado, todo eso ya no sería igual. Ahí me hallaba observando la ascensión. ¿Y ahora qué?


Dice el Evangelio que los apóstoles se fueron a Jerusalén rebosantes de alegría, y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios. Sabemos que eso duró poco, pues cuando llegaron las dificultades se escondieron sin saber qué hacer, y así estuvieron hasta que el Espíritu Santo les zarandeó y les otorgó los dones precisos para dar la cara, salir a la calle y anunciar el Reino de Dios. Eso mismo me sucedió después de un tiempo de júbilo y euforia. Ahora que no andaba con caretas, disfraces ni nada que no fuera mi yo vulnerable, tenía que enfrentarme sin armaduras a la doble salida del armario: por una parte ante familia, amigos, relaciones sociales; por otro lado, ante las personas LGBTIQ+ que había ido conociendo y que ahora cuestionaban mi fidelidad a un Dios no visible y a una Iglesia más madrastra que madre, especialmente belicosa frente a la realidad LGBTIQ+ en esos primeros años de la década del dosmil.


En el relato de la ascensión, Jesús dice a los apóstoles que son sus testigos. Por extensión, cada una y cada uno de nosotros lo somos. Puede que la dura realidad nos devuelva a la experiencia del miedo, del temor, y nos tiente la seguridad de un armario resguardado, una casa con la puerta atrancada, o un “tirar la toalla” ante la dificultad de equilibrar fe y vida coherentemente. Pero sin lugar a dudas Jesús espera de cada una y de cada uno de nosotros que seamos sus testigos, y lo contrario sería despreciar su confianza en que de verdad lo somos. Ese es el mensaje trascendente de la ascensión: que somos sus pies, sus manos, su voz, todo lo físico, lo humano que de Él no vamos a poder contemplar más, porque la humanidad de Dios en Jesús la heredamos nosotros, y sin nuestro testimonio Jesús no dejaría de ser más que la historia interesante de un “simple” profeta. 


Hay algo más que probablemente sólo las personas LGBTIQ+ hayamos percibido y grabado en nuestros corazones con el matiz de liberación e integración que desprende. Algo que es una constante en la vida de Jesús: su mensaje jamás pone reparos sobre a quién va dirigido. Él no discrimina entre mujeres ni hombres, judíos o gentiles, esclavos o libres. Cabe entender que tampoco lo hizo en razón de la identidad sexual, puesto que es razonablemente obvio que se cruzaría con personas no heterosexuales y eso no supuso ningún problema para Él, pues no hay una sola mención a esa realidad en todos los Evangelios. Para Él todas las criaturas de Dios son igual de dignas y honrosas, obras perfectas del Padre. Por eso sus palabras se dirigían a todo el mundo sin excepción. Y su llamada a ser testigos la hace a todas y todos. No solo a la clase religiosa, ni a los poderosos, sino a todas y todos y con clara preferencia invita a quienes habitan en las periferias, los excluidos y desfavorecidos.

Por eso mismo la bendición que deja antes de irse va destinada a toda la humanidad, elevando a todas las mujeres y hombres a la consideración de seres perfectos, obra de Dios. Algo escandaloso para los que no ven más allá de los ritos y tradiciones, pero increíblemente hermoso para los despreciados y marginados por siglos. Ya lo dicen las citas evangélicas que se leyeron estos días: “vuestra tristeza se convertirá en alegría”.  Doy fe de esa Palabra. 


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto."

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.

Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.

Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

mayo 24, 2025

CLXX - GUARDAR LA PALABRA


Sobre
 Juan 14, 23-29


Este tipo de lecturas de los Evangelios me producían mucha contrariedad cuando estaba dentro del armario. Sobre todo en los años en los que con más dificultad sobrellevaba la certeza de que mi identidad homosexual era inapelable, inevitable, y chocaba violentamente con lo que le dictaba a mi corazón una fe tamizada de condenación por ser tal como era. 

Desde pequeño me dediqué a buscar en las Escrituras fragmentos en los que Jesús dijera algo contrario a las personas que eran como yo. Evidentemente no encontré nada, pero creó en mí un interés por la Palabra que casi nunca decayó, ni siquiera en los momentos más bajos. Más adelante la lectura se hizo meditación y gustaba de escribir todo lo que eso me decía, como si fuese una oración sobre papel. Conservo algunos de esos escritos en varios cuadernos. 

De estas líneas manuscritas a las que ahora quiero referirme, calculo que tendría catorce años cuando las escribí. Supongo que lo hice bastante alterado tras ser testigo de alguna crueldad contra Gonzalo, un compañero de clase bastante amanerado, rasgo que le convertía en diana de burlas y golpes, a menudo ante la indiferencia de los educadores. Creo que Gonzalo fue la primera persona a quien traicioné vergonzosamente. Nunca salí en su defensa porque estaba aterrado ante la posibilidad de que descubrieran que yo era igual que él. El miedo me atenazó una y otra vez, porque fueron muchos los martirios de Gonzalo. Hace poco tiempo tuve oportunidad de pedirle perdón y hablar. 


Pues bien, las notas dicen así (me permití corregir la sintaxis adolescente): 


"No entiendo cómo puede haber personas que dicen amar a Dios y no aman a los hermanos. Cuando vamos los viernes a misa en el colegio, toda la clase forma una gran fila para comulgar. Antes, el cura ha estado hablando del amor de Dios y del amor al prójimo, pero él mismo estuvo delante cuando Carlos pegó a Gonzalo llamándole maricón sin hacer nada para defenderlo. Gonzalo no había hecho nada. Estaba quieto y solo, como siempre. Pero Carlos y toda su pandilla de matones volvieron a reírse de él. Dice el cura que el cristiano debe amar pero sobre todo debe guardar las palabras de Jesús. ¿Cómo es posible tanta contradicción? ¿Cómo decir que se ama al hermano, que se ama a Dios, pero seguir golpeando e insultando a Gonzalo?”


Eso que describí con poco más o menos catorce años, lo suscribiría ahora mismo. Siguen habiendo muchos Carlos y su pandilla de fanfarrones. Aún hay muchas personas que miran a otro lado sin hacer nada, incluso poseyendo la capacidad instrumental de evitar situaciones de inmisericordia. Hay demasiados Gonzalos sufriendo el rechazo y desprecio de quienes se creen perfectos. Lo que es peor, todavía hay cristianos que transitan entre una fe inalterable y una incoherencia pasmosa. No es posible ser cristiano y amar a la Iglesia si odiamos y agredimos al prójimo incluso en nombre de Dios.


Si no guardamos la Palabra de Jesús, no le amamos. Guardar la Palabra de Jesús es sobre todo amar a Dios y amar al prójimo. Pero a todos los prójimos, sin excepción. Esta es la característica esencial del cristiano. Por eso me sigue causando la misma contrariedad que cuando era un chaval escuchar cómo se proclama esta Palabra y a continuación se la desposee de todo su sentido y poder. Los cristianos no podemos hacer excepciones a la hora de amar. Sin embargo las fronteras de la Iglesia siguen clamando, mendigando, un poco de amor que no sepa a condescendencia.


El poder del amor se sustenta en el Espíritu Santo. Dice Jesús que el Espíritu será quien nos lo enseñe todo. Y es verdad. Pocos días después de la resurrección de Jesús, fue el Espíritu quien abrió las mentes y los corazones de sus amigos en Pentecostés. Ahí entendieron qué significaba todo esto que les había sucedido durante los últimos años y cuál iba a ser su misión a partir de ese instante. 

Mi vida, como la de la mayoría de las personas creyentes LGBTIQ+, no puede compararse ni por asomo a la de ningún apóstol del Maestro, pero ciertamente he tenido una larga, complicada y enriquecedora experiencia de Dios que no he sabido interpretar hasta que, de alguna forma, el Espíritu Santo ha ido desgranando eso que me ha pasado, que en su momento no supe dar sentido ni entendí su trascendencia y que ahora daba luz a cuanto me ocurría.


El Espíritu es portador de paz. Jesús habla de la paz en la segunda parte del relato. He intentado poner fecha a la primera vez que fui consciente de estar en paz, y estoy seguro de que fue cuando me decidí a salir del armario. Primero, encontré una paz desconocida con Dios, a quien temía. Segundo, encontré la paz con las personas cercanas a medida que iba visibilizándome con ellas. Tercero, encontré la paz conmigo mismo. En los tres casos coincide que encontré la paz a medida que iba perdiendo el miedo. La Paz ahuyenta el miedo. Con miedo es imposible avanzar, tomar decisiones, vivir. Jesús venció al miedo y en esto no podemos fallarle, porque además nos pide expresamente que no tiemble nuestro corazón ni se acobarde.


El Espíritu me presentó a Jesús y por él dejé de tener miedo. No es casual que en esta lectura en la que se describen parte de las últimas palabras de Jesús antes de ser ejecutado, el Maestro haya escogido hablar del amor como motor de todo, del Espíritu como dador de todos los dones que favorecen el valor de reconocerse a uno mismo como obra de Dios, y de la paz que aleja el miedo. 

De todo, seguramente, lo más importante es perder el miedo. Porque sin miedo es posible dejar que actúe el Espíritu, y sin miedo es también posible amar sin condiciones. Cuando tenía miedo estaba frustrado porque no era capaz de nada. Ahora intento dar la cara. No tiembla mi corazón ni se acobarda. El Espíritu guía mis pasos y me fio.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo."