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junio 28, 2025

CLXXV. ¿POR QUÉ UN DÍA DEL ORGULLO? (Y vosotr@s, quién decís que soy yo?)

 


Sobre Mateo 16, 13-19



«¿Quién decís vosotros que soy yo?» La pregunta que Jesús hace a sus amigos los deja trastornados. Y era precisa, obviamente, porque necesitaba saber en qué punto se encontraba y si quienes estaban caminando junto a Él tenían claras las cosas. Hacía poco tiempo que Jesús había salido de su vida oculta, de su armario particular en el que estuvo sin darse a conocer —según los evangelios— con la excepción de la pista que nos da Lucas cuando relata que se perdió de sus padres con doce años, y lo encontraron en el Templo de Jerusalén sentado entre los maestros, haciéndoles preguntas.


Él no estuvo escondido por miedo a nada, sino porque aún no había llegado el momento de darse a conocer.

Las personas LGBTIQ+ nos ocultamos por miedo a ser excluidas, despreciadas, señaladas y marcadas. En mi caso, todavía estuve más al fondo del armario a causa de los condicionantes religiosos que agravan el sentimiento de culpabilidad hasta límites dolorosos, como también experimentan hoy, todavía, muchas personas LGBTIQ+ creyentes.


La respuesta a la pregunta personal "¿quién creen (mi familia, mis amigos, mis compañeros, mis educadores y conocidos, ...) que soy yo" es justamente la que nos paraliza. Nos asusta, por si ese dictamen fuese hiriente y traumático, y pudiera traducirse en consecuencias desoladoras, tal como yo mismo, siendo un chaval, había podido observar en otras personas. Un vecino de casa era sospechosamente homosexual y los mayores nos advertían que no subiéramos a solas con él en el ascensor. Mi amigo Gonzalo tiene una inevitable pluma desde que era un crío, y las vejaciones y burlas en clase y los vestuarios eran continuas. 

A Álvaro sus padres lo echaron de casa.

En aquel momento no estaba dispuesto a arriesgarme tanto. Tenía miedo. Y sé que aun hay muchas mujeres y hombres que temen las consecuencias de visibilizarse.


Cuando me preguntan el porqué del Orgullo, me vienen a la cabeza las múltiples razones por las que ser como soy continúa siendo motivo de burla y razón para la violencia y el rechazo. 

En España gozamos de una legislación envidiable que ampara nuestros derechos como personas, respetando y valorando nuestra identidad sexual y de género. Aún así, es habitual la mofa y la sátira, el acoso, el incordio, la intimidación y la tiranización sobre personas LGBTIQ+ en ambientes escolares, laborales e incluso familiares. En nuestro país siguen siendo constantes, persistentes, los casos de agresiones incluso con resultado de muerte. 

En el mundo, en 2025, 65 jurisdicciones nacionales prohíben aún las relaciones homosexuales, privadas y consentidas entre hombres. De ellas, 41 castigan también los actos lésbicos. La dureza de las condenas oscila entre un amplio abanico que va desde menos de un año de cárcel hasta la cadena perpetua. Asimismo, este delito puede ser castigado con la pena capital en 12 países (Mauritania, Nigeria, Somalia, Afganistán, Brunéi, Irán, Pakistán, Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Uganda y Yemen).

No es una exposición trágica, sino un retrato fiel de la realidad. 


Cuando voy por la calle de la mano de mi pareja tengo que soportar miradas burlonas y risas a nuestras espaldas. He de tener cuidado si le beso en un parque, porque puede que algún padre nos acuse de herir la sensibilidad de sus hijos. Si entro abrazando a mi novio en un restaurante, puede que nos acomoden en una mesa en el fondo, para no molestar. Si salgo de un local por la noche y regreso solo a casa, camino deprisa no sea que hoy me toque recibir dos tortas por marica. Esto tampoco es un relato victimista. Pasa cada día. 


Cuando un colectivo se siente de esta manera, discriminado de facto, nace el orgullo. Sé que toda mi vida, probablemente, me estaré preguntando ¿quién decís que soy yo"?. Hace tiempo esa respuesta me importaba mucho. Desde que salí del armario, cualquier réplica ofensiva es ahogada por mi orgullo de ser quien soy, de ser como soy, de amar como amo. 


Por eso nos manifestamos cada año en todo el mundo, para expresarnos orgullosas y orgullosos dignificando nuestra identidad, vistiéndonos de arcoíris revelando nuestra alegría y nuestro íntimo deseo de que nunca más fuese necesario pedir que se nos trate y valore como a las demás mujeres, como a los demás hombres.  


Y tú, Iglesia, ¿quién dices que soy yo?

Si soy honesto, reconozco que Francisco levantó las persianas, corrió las espesas y opacas cortinas y abrió las ventanas para que entrase la luz, el aire fresco y el Espíritu, probablemente por este orden. Esta Iglesia en camino no es la de los inicios del 2012. Pero aún huele a rancias páginas de tradición y doctrina que enmascaran el aroma dulce del Evangelio de Jesús. La doctrina y la tradición son necesarias y no son malas per se, excepto cuando se utilizan ambas como armas arrojadizas. 

¿Quién somos nosotras y nosotros para ti, Iglesia, tus miembros no heterosexuales? Somos personas merecedoras de todo respeto, pero también dices que nuestros comportamientos son intrínsecamente desordenados. Afirmas que somos hijas e hijos de Dios, pero nos niegas sacramentos solo porque somos diferentes. Nos pones encima, con frecuencia, cargas difíciles de llevar. Nos lanzas a las orillas del camino, donde solo las gentes más sensibles se acercan a susurrarnos que Dios nos ama y nos quiere en su Iglesia pese a todo


¿Y Jesús?

Por supuesto, dentro del armario es imposible no enfrentarse a esa pregunta de Jesús, tal cual. Y muchas veces reflexioné sobre ello. ¿Quién es Cristo para mí? (y, en extensión, quién es Jesús para las personas LGBTIQ+H creyentes). 

Yo no había perdido la fe y nadie iba a echarme de la Iglesia mientras fuese capaz de guardar mi armario cerrado. Pero mi respuesta a su pregunta directa evolucionaba a medida que mi resentimiento —a causa del daño que me estaba haciendo el ingrediente religioso— crecía en mis tripas como la espuma de las olas que golpean las rocas. Jesús para mí llego a ser aquel por el que sus seguidores más piadosos rechazaban a las personas LGBTIQ+; Jesús era la razón de ser por la que los escribas y sacerdotes de nuestra época habían dejado escrito que mis actos son "intrínsecamente desordenados, contrarios a la ley natural y no pueden recibir aprobación en ningún caso" (Cfr. CIC 2357). Esa era finalmente mi respuesta enojada a la pregunta de Jesús. Es decir, Jesucristo cada vez era menos en mi vida.


Solamente cuando di otra vuelta a la pregunta y me interesé en saber quién decía Jesús que era yo, pude reconciliarme y comenzar a calmar el dolor. No fue un proceso fácil. Hubo un gran desierto. Pero ineludiblemente ahí estaba esperándome paciente, y en ese instante ocurrieron dos cosas: contesté afirmando que Él era el Mesías, El Salvador, el reencarnado por Dios hecho hombre también para mí, como para toda la humanidad sin excepción. Y la segunda cosa que sucedió es que alcancé el suficiente valor para salir del armario como hombre tal cual soy, pero sobre todo como hombre que cree en Dios, en el Dios de todas y de todos. Me gusta contar que el Señor me llevó al desierto y allí me sedujo, habló a mi corazón y le respondí, ese precioso texto de Oseas que me marcó para siempre.


Desapareció el resentimiento en la medida en que supe discernir entre lo que es cosa de Dios y lo que es cosa de los hombres. Dios evidentemente no ha escrito ese trágico y doloroso epígrafe del catecismo. Dios tampoco está en quienes agitando el signo de la Cruz siguen atacando incluso con violencia y muerte a las personas LGBTIQ+. Ese convencimiento de que Dios no tiene nada que ver porque de ninguna forma esos comportamientos y actitudes son obra suya, me ha permitido también perdonar. Al separar a Dios de todo eso quedan al descubierto los hombres, y puedo perdonar a cualquier ser humano con mayor o menor esfuerzo. Finalmente, al desaparecer el rencor también se esfuma el sentimiento de víctima. Queda una profunda paz liberadora.


Contemplar este texto de Marcos, situarme allí y observar la escena con los cinco sentidos, me sobrecoge porque actualiza su pregunta en mí, la escucho, veo las dudas de los discípulos como las propias mías, y soy testigo de cómo se remueve Pedro cuando oye de boca de Jesús quién es realmente Él y cuánto ha de suceder. Confirmo mi deseo de conocer internamente a Cristo que se ha hecho hombre por mí, para más amarle y seguirle. Cristo que me quiere como soy, sin condiciones. La voz de Jesús es firme y dulce a la vez. Invita a la libertad, a confiar, a dejarse hacer en sus manos. Así que cuando dice que quien quiera ir con Él ha de tomar su cruz, me acuerdo de cuántas otras cargué sin contar con sus brazos y me imagino lo bueno que será compartir con Jesús ese leño todo el tiempo que haga falta.


El Orgullo para las mujeres y hombres creyentes, no viene solamente de la íntima percepción de sentirnos satisfechos y felices por como somos, sentimos y amamos, sino también de la certeza de que el Padre nos ama inmensamente, como obra perfecta suya.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»
Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»

agosto 26, 2023

LXXVII EL GESTO MARICA

Sobre Lucas 17, 11-9



Confieso que la lectura de hoy me encanta, porque no es solo el relato de una curación. Lucas nos cuenta unos instantes en la vida de una persona agradecida. Creo que en este texto el protagonista no es Jesús sino el hombre que, antes de ir a los sacerdotes a informarles de que estaba curado de la lepra y limpio, regresa al Maestro para darle las gracias, mientras sus nueve compañeros ni tan siquiera giraron la cabeza.


No he sufrido hasta hoy largas ni graves enfermedades. Mis lepras no fueron somáticas, pero de alguna forma me hicieron sentir igualmente sucio y despreciado. No quiero aparecer como una víctima de nada, pero objetivamente es así. 


De pequeño provocaron que me sintiese un enfermo, porque los homosexuales lo éramos. Además con el terrible añadido de que Dios acogía amorosamente a los muertos de malaria o de cólera, pero a los homosexuales —incluso si morían de viejitos— los mandaba a las tinieblas. Por eso a los dieciséis años creí que lo mejor sería marcharme en silencio. Total —pensaba— los suicidas van al mismo infierno que los maricones.

Esta lepra se llamaba miedo al desprecio, terror al desamor. Desconfianza. Soledad. 


Mi amigo Álvaro murió con 29 años —los mismos que yo— justo cuando los fanáticos religiosos decían que el sida era un castigo de Dios contra los homosexuales. La lepra no es el sida sino todo lo que hace que tengas que acudir casi a escondidas y avergonzado a hacerte las pruebas, porque corre como la pólvora la noticia de que te vieron entrar al consultorio donde van todos los sarasas a comprobar si tienen la peste gay.


He narrado solo dos capítulos de mi vida, muy resumidos, sin demasiados detalles y sin ser tampoco los únicos que me han marcado de entre todas las historias de particulares lepras. Estos dos y los demás tienen en común la sensación de suciedad, de mancha y de culpa que ha sido el hilo conductor desde que tengo uso de razón, sólo porque soy homosexual y cristiano; porque sin el componente de la fe la mayor parte de los dilemas, preocupaciones y dificultades no habrían tenido lugar.


Por último otro acontecimiento más: El momento personal en el que decido ir al encuentro del Señor es justo cuando no puedo soportar seguir viviendo estas lepras y descubro la necesidad de librarme de ellas. Puedo llamarlas con diferentes nombres —miedo, desconfianza, temor— pero en el fondo es tanto el deseo de congraciarme conmigo mismo, como el valorarme definitivamente y discernir si opto o no por rendirme a que Dios se incorpore a mi vida y la agite, lo que me empuja a adentrarme en el desierto, buscando escuchar la voz de Jesús para postrarme ante Él y dejar que cure todas mis heridas.


De pequeño solía jugar con las niñas, al menos así lo recuerdo hasta los nueve o diez años. A partir de esa edad comprendí que era conveniente aparentar la masculinidad esperada y cambié los hábitos. Jugaba con ellas no solo porque sus juegos me parecían más agradables que chutar un balón, sino porque —parecerá una tontería— admiraba en las chicas la normalidad con la que expresaban afectos y sentimientos con sus madres, frente a la aspereza de los chicos, incapaces de buscar una caricia o un beso aunque ellas se acercaran a sus hijos.

Una vez en uno de los juegos brutos de los niños, persiguieron en bicicleta a las niñas. Tres cayeron al suelo y se hirieron. Era un día de campo y los accidentados —una chica y dos chicos— corrieron llorando a una de las madres para que les curara los arañazos. Cuando lo hizo, les dijo que volvieran a los juegos y se marcharon hacia donde estábamos. A mitad de camino la niña se volvió y fue corriendo hacia la mujer a darle un beso. Me gustó ese gesto tanto que lo recuerdo hasta hoy. Me habría dado vergüenza hacer eso delante de los demás chicos, por más que lo hubiese deseado. Comportarse así era ser un marica, como llorar era de niñas o rendirse de nenazas.


Me produce mucha paz comprobar que ante Jesús siempre he procurado ser un marica. Reconozco haber salido a su encuentro muchas veces para pedirle que curase mi lepra (que puede ser el miedo, o se trata de desesperanza, de resentimiento, de desafecto o de ganas de tirar la toalla). Le grito para que me oiga y, cuando lo hace, me envía a los sacerdotes. Pero yendo en camino siempre sale “mi yo marica” y regreso para postrarme a los pies de Jesús a darle las gracias.


La fe sin agradecimiento profundo a Dios es solo religión. Muchas veces he contado cómo uno de los descubrimientos más felices de mi vida fue aprender a escuchar y encontrar a Dios, que en ocasiones está en el trueno, pero también en la brisa suave e incluso en el silencio. Por eso Dios para mí no es algo inmaterial ni etéreo, sino absolutamente tangible, a quien puedo pedir pan y no me dará una piedra, a quien puedo pedir un pez y no me dará una serpiente. A quien puedo dar gracias por cuanto me concede. 


Pedir es gratis. Agradecer parece que cuesta y tiene un precio. No comprendo a la gente que pide tanto y no es capaz de dar gracias. Continuamente agradezco a Dios todo lo que me ha regalado. No tiene sentido ni un solo instante de mi vida si no es desde el agradecimiento. No puedo ir a los sacerdotes del templo para celebrar los ritos religiosos si no soy capaz de volver a Jesús para arrodillarme a sus pies y darle gracias, en un gesto marica que otros leprosos no atienden. Porque cada vez que lo hago Jesús me dice: “Vete, tu fe te ha salvado”.



Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros."
Al verlos, les dijo: "Id a presentaros a los sacerdotes."
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: "¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?"
Y le dijo: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado."

junio 25, 2023

XIII. SALIR DEL ARMARIO Y PONERSE EN MARCHA

Sobre Lucas 24, 35-48

Hace años, cuatro amigos homosexuales creyentes nos comenzamos a reunir para hacer oración en una pequeña y escondida habitación que nos prestaron. Como estaba en un edificio de un colegio religioso, pidieron total discreción. No hacía falta el ruego, pues los cuatro teníamos suficientes razones para ser discretos hasta el extremo. Aún estábamos más dentro que fuera del armario. Además algunos éramos catequistas y seguro que si se descubría nuestro secreto lloverían los problemas.

Esos días se discutía en el Parlamento la Ley que permitiría al año siguiente el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción por parte de parejas LGBTIQ+. La Iglesia organizaba grandes manifestaciones multitudinarias contra esa Ley. Algunos cardenales y obispos fueron especialmente crueles en sus homilías de aquellos meses, con comentarios que causaron dolor y rabia entre las personas LGBTIQ+ creyentes, como nosotros. Se multiplicaron por mil los expedientes de apostasía. Un obispo español dijo que los homosexuales no éramos auténticos hijos de Dios...

En mitad de ese caldeado ambiente nos reuníamos temerosos, irritados, enojados, asustados y, desorientados, orábamos por ver qué nos decía Dios de todo esto, temiendo que la situación apagara finalmente nuestra fe y encendiera nuestro rencor, acrecentando nuestra identidad de víctimas y, en consecuencia, hiciéramos caso a nuestro instinto de supervivencia abandonando todo, como ya alguna vez hablamos en esa apartada habitación.

La lectura de Lucas me recuerda toda esa historia: Creyentes en Jesús, asustados y poco menos que ocultos en un cuarto. Salvando las distancias, nosotros también éramos como esos apóstoles que tantas vicisitudes tuvieron que soportar para mantener viva su fe. Nosotros, como ellos, estábamos en una habitación muertos de miedo ante la que se estaba formando, sin saber muy bien si debíamos hacer algo u optar por desentendernos y vivir nuestras vidas al margen de Jesús. Los apóstoles, como nosotros, estaban esperando una señal que les animara a anunciar la Buena Noticia. Muchas coincidencias.

No se nos presentó Jesús a cenar, ni nos enseñó sus heridas para que creyéramos. Pero puso en nuestro particular camino de Emaús a personas que nos mostraron por dónde ir, y nos dio instrumentos para curar el rencor y el victimismo, las dos mayores tentaciones de cualquier persona cristiana LGBTIQ+.
Con nosotros Jesús se quedó. Nos dijo que, si estábamos convencidos de lo que Él significaba en nuestras vidas, debíamos contarlo. Y eso hacemos: compartir nuestra historia, contagiar nuestra experiencia. Ser testigos.
Somos testigos de salvación. Mujeres y hombres LGBTIQ+ que se saben hijas e hijos queridos por Dios. Y estamos decididos a anunciarlo, a transmitirlo, a contarlo.

*[En el año 2004 se fundó Ichthys, en una pequeña habitación cedida por una comunidad religiosa de Sevilla].


Ellos por su parte contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de esto, cuando se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Espantados y temblando de miedo, pensaban que era un fantasma. Pero él les dijo: —¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren tantas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y hueso, como veis que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Era tal el gozo y el asombro que no acababan de creer. Entonces les dijo: —¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pescado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia. Después les dijo: —Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura. Y añadió: —Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello.