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marzo 29, 2025

CLXII. REGRESAR: EL HIJO MENOR, EL HIJO MAYOR, EL PADRE


Sobre
 Lucas 15, 1-3. 11-32



Cuando comencé a hacerme visible, una de las personas de mi vida con las que hablé fue uno de mis mejores amigos, con quien sigo manteniendo lazos fraternales. Por tantos años como llevaba anhelando ser capaz de sincerarme con él, y lo emocionado y nervioso que estaba, a duras penas pude contarle todo lo que debía. A medida que iba narrándole, sus ojos fueron llenándose de lágrimas y también los míos. Cuando me quedé callado, él solo dijo: «¿puedo abrazarte?». Enseguida nos unimos en el abrazo más intenso de cuantos recuerdo. Me apretaba contra él sin querer soltarme y me daba las gracias mientras no dejábamos de llorar.

Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Dijo que teníamos que celebrar mi vuelta a casa. Se presentó con un regalo. Era un libro que quería que leyese y conservara. Se trataba de “El regreso del hijo pródigo”, escrito por Henri J. M. Houwen. Estaba dedicado. Decía: “Gracias, hermano pequeño, por volver a casa y hacerme ver que también el hermano mayor tiene que regresar al Padre”.

Me dijo: «Al escucharte entendí perfectamente lo que cuenta el autor de este libro. Muchas veces soy como el hijo mayor. Perdóname si en algún momento lo he sido contigo. Lee este libro y me comprenderás».


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidimos en la experiencia dolorosa y complicada, a veces demasiado larga, de la doble vida en el armario. Experiencia que en bastantes ocasiones desemboca en una crisis de fe de la que hay quienes no vuelven. Las mujeres y hombres que de una u otra forma regresamos, ciertamente —desde un primer momento— nos sentimos muy identificados con la parábola del hijo pródigo. Muchas veces hago referencia a este relato cuando hablo de cómo recuperé la necesidad de Dios en mi vida y, sobre todo, de cómo sentí la misericordia del Padre acogiéndome sin preguntas, sin juicios, con un banquete. Pero siempre me sitúo en el lugar del hijo menor, la perspectiva más lógica por otra parte.

La lectura de "El Regreso del hijo pródigo" de Henri J. M. Houwen abrió mi corazón a otras muchas maneras de reconocerme en la parábola. Supongo que habré leído una decena de veces este libro. En cada ocasión aprendo algo nuevo. El Maestro, a través de la sincera reflexión de Houwen, me habla actualizando el relato, poniéndolo en paralelo a mi vida. Así que, estoy seguro, también esta vez Jesús me sorprenderá al hacer oración con la breve pero potente historia del hijo que se fue de casa.


Cuenta Jesús que el hijo menor pidió al padre su parte de la herencia para después marcharse. No deja claras las razones, pero es fácil suponer que deseaba independencia, liberarse de las normas paternas y de las responsabilidades. También quería conocer mundo y disfrutar de los placeres de la vida. 

Me pregunto qué motivaciones tuve yo para irme de la casa del Padre. Es verdad que nunca llegué a perder del todo la fe, es decir, la certeza de que Dios estaba -en pasado- y está -en presente- (como el hijo menor nunca olvidó a su padre), pero me cuestiono qué razones hicieron que yo dejara mi comunidad de fe, mi tarea pastoral, los sacramentos y todo. 

Tengo el sentimiento de que me fui porque no era bien aceptado. En realidad estaba dentro del armario y nadie sabía que era homosexual, por lo que no tenía ninguna experiencia de rechazo directa. Pero en la casa de mi Padre, en la Iglesia, era objetivamente cierto que las personas LGBTIQ+ no éramos bien recibidas. Con Francisco sopla una leve brisa refrescante, pero a finales de los noventa y principios del actual siglo la brisa era una tormenta. Había leído suficientes declaraciones pastorales de condena, escuchado demasiadas homilías hirientes, soportado excesivos comentarios descarnados como para entender que ser abiertamente homosexual en la Iglesia no era posible. Mi condición de agente pastoral y la tensión de tener que ser fiel a la doctrina no ayudaba demasiado sino que minaba mi sentimiento de incoherencia. Y además, el miedo a ser señalado, ser comentado, ser inventado.


En definitiva, al igual que el hijo menor yo no me fui porque me echara el Padre. Al hijo menor le apuraban las ganas de riqueza pero también de ser libre, de ver mundo, de no tener que dar cuentas a nadie. Yo me marché porque me sentía ahogado, no acogido, no querido, humillado. Me fui porque ataron sobre mis hombros cargas pesadas imposibles de soportar (Mt.23,4). Me fui porque me dolía pertenecer a una Iglesia que ponía condiciones (CIC 2357-2359). Y así, pedí la parte de mi herencia y me marché.


¿Y qué herencia me llevé? Al irme “emigré a un país lejano” en el que me ofrecieron todo aquello que jamás me atreví a buscar. El “ambiente” era ese gran paraíso prohibido donde encontré amor y lujuria, pero también el lugar donde me hice consciente de lo que era, de quien era. Conocí a otros chicos homosexuales con quienes podía hablar confiadamente y sin temor. Eso era algo nuevo para mí. A excepción de Álvaro, nunca antes había tratado con nadie de este tema si no fue en el ámbito de un confesionario y su consiguiente charla de condena y perdón condicionado. 

Comencé a quererme, a apreciarme, a valorarme. Me hice fuerte. Entonces por sorpresa reconocí mi parte de la herencia. 


Recuerdo de ese tiempo alejado una sensación de desconsuelo que nunca me abandonó. En ese pesar estaba la ausencia de Dios. En el país lejano donde ahora me desenvolvía encontré muchos valores, pero me sentía muy vacío al mismo tiempo. El hijo menor se gastó la herencia y no tenía cómo vivir. Cuando fue tratado peor que los cerdos echó de menos a su padre y decidió regresar a casa. Pero mi parte de la herencia estaba intacta. Yo eché de menos al Padre cuando al reconocer mis propios valores descubrí la mano de Dios. Literalmente necesitaba encontrarme con el Padre, pelear con Él cara a cara y dejarme ganar. Me puse en camino de regreso. Es aquí cuando atravesé un desierto. Cuando estaba cerca, desde lejos mi Padre al verme se conmovió, comenzó a correr y se me echó al cuello cubriéndome de besos. Yo le dije: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el Padre celebró un banquete por mi vuelta.


A veces olvidamos que Jesús dirigió esta parábola a los fariseos y letrados que murmuraban contra Él. Algunas interpretaciones de este texto identifican en el hijo mayor a estas personas que cumplen a rajatabla las normas, que son fieles y puntillosas con la ley y la doctrina pero insensibles ante los sufrimientos de los otros. Es verdad que muchas de las personas que regresamos tenemos experiencias de nuestros particulares hermanos mayores recriminando al Padre el exceso de alegría. Al llegar a casa me di cuenta de que no había cambiado nada (la Iglesia era la misma, mi hermano mayor seguía desconfiando de mí, me señalaba, pedía justicia), nada había cambiado excepto yo. Mi sentimiento de ser hijo querido del Padre era tan fuerte que estaba seguro que nada ni nadie podría apartarme de su amor. Había perdido el miedo. Había ganado el valor. Pero no había terminado.


Me hice hijo mayor cuando no fui capaz de controlar el victimismo y me dominó el resentimiento. La actitud del hijo mayor es la de engrandecer los fallos del otro y reflejar sobre el prójimo el rencor acumulado. Reconozco que también fui el hermano mayor de la parábola durante un tiempo, y necesité que el Padre saliera a buscarme para convencerme de que entrara a la fiesta y dejara la furia lejos. En el texto de Lucas queda abierto el relato y cada uno imagina el final como quiere. ¿Entraría a casa el hijo mayor a celebrar la vuelta de su hermano? En mi caso, el tiempo hizo posible apartar el dolor y perdonar. Me di cuenta que no hay lugar al resentimiento cuando se ha luchado tanto por conservar la fe y recuperar la cercanía del Padre. Setenta veces siete si hace falta, o incluso más.


Mi amigo es un gran creyente pero era muy homófobo. Mi historia le conmovió y se vio interpelado. De pronto era el hijo mayor que apunta con el dedo hacia quien el Padre anima a entrar en la casa para celebrar el regreso del hermano menor, de quien además se acababa de enterar que es homosexual. Mi amigo lo tuvo claro: entró a la fiesta. Y comprendí el sentido de su regalo.


El Padre me dijo: «celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado». El padre te dice vamos a celebrar una fiesta, porque estabas muerto y has revivido, estabas perdida y te he encontrado.


© Antonio Cosías Gila, en https://diossinarmario.blogspot.com



En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."
Jesús les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. "

Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

septiembre 16, 2023

XCVIII SALIÓ EL SEMBRADOR A SEMBRAR

Sobre Mateo 13, 1-23

Creo recordar que los Evangelios recogen alrededor de cuarenta parábolas. De entre ellas, seguramente esta que hoy cita Mateo es una de las más conocidas, y de las más recurrentes a la hora de hacer una catequesis sobre la Palabra de Dios y la actitud que cada cual tiene ante ella.
Siempre me llamó la atención su comienzo: “salió el sembrador a sembrar”. ¿Y a qué va a salir si no es a eso? Bueno, es cierto que Jesús se refería casi con certeza a Él mismo cuando nombra a ese sembrador. No sé si es muy arriesgado por mi parte suponer que desde Él, desde Jesús en adelante, están representadas ahí, en ese sembrador, todas aquellas personas que optaron por continuar su tarea, que eligieron seguir sembrando su Palabra. Desde esa temeraria premisa me atrevo a actualizar el inicio de la parábola: Salieron los sembradores a sembrar. Y vuelvo a preguntarme a qué salen si no es a eso.
Esta larga historia que cuenta Jesús tiene infinidad de matices y ha dado para escribir libros desentrañando el sentido de cada frase, de cada palabra. Aunque en la última parte ya se encarga el Maestro de explicarla con mucha claridad. Pero siempre hubo eruditos que quisieron demostrar intenciones profundísimas en todo lo que Jesús dice, hace y recogen los Evangelios. Esta parábola no ha sido una excepción como objeto de estudio e interpretación bíblica.
Supongo que soy mucho más simple, o más ingenuo, porque para mí lo más importante de toda la parábola reside precisamente en su su primera frase: “salió el sembrador a sembrar”.
Hay una experiencia coincidente entre muchas personas cristianas LGBTIQ+, y es la escasez de sembradores que en nuestras historias hemos ido encontrando que salen a sembrar, de verdad, la Palabra de Jesús. Si el Mesías se hubiera referido en la parábola a lo que iba a suceder en la Iglesia que Pedro fundaría pocos años después, habría iniciado su relato diciendo algo así como “salieron algunos sembradores a sembrar mi Palabra, pero otros sembraron el temor a mi Padre, porque no se enteraron de nada de lo que dije”.
La enseñanza de Jesús en esta parábola no tiene razón de ser si no hay un sembrador que siembre la semilla de la Palabra. Pero de una Palabra que rebose misericordia, no de otra que genere miedo, división, exclusión, rechazo o desprecio. Parece muy contradictorio pensar que alguien pudiera confundir la Palabra (con Pé mayúscula) con algo diferente al Amor (con A mayúscula). Lamentablemente he de decir que —lejos de cualquier sentido victimista y de ninguna manera en tono resentido— las mujeres y los hombres LGBTIQ+ estamos habituados a los malos sembradores.
Con todo, algún buen sembrador se cruzó en nuestros caminos y dejó caer la semilla que por tiempo no creció tanto y mucho menos tan fuerte como hubiera sido lo esperado. Algunas veces he reflexionado sobre el sembrador o los sembradores que sembraron en mí la semilla, y qué sucedió con ella. No tengo muy claro si fue a caer en terreno pedregoso, en el borde del camino, entre cardos, en tierra seca o dónde terminó, pero hay una característica muy peculiar en las semillas que finalmente crecen en las vidas de las personas cristianas LGBTIQ+: la fe que germina es fuerte como ninguna, porque ha surgido pese a cualquier inconveniente, por encima de que nos arrebaten lo sembrado, de la inconstancia y los miedos, las preocupaciones y las seducciones.
Y otra cosa más: algo de tierra buena debemos tener para que esa semilla finalmente crezca y dé fruto. En unos un grano dio cien, en otros sesenta, en otros treinta. Pero en todos dio fruto abundante.


Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló mucho rato en parábolas: "Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga."

Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: "¿Por qué les hablas en parábolas?" Él les contestó: "A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías: "Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure." ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.

Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador: Si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino. Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, sucumbe. Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se queda estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno."

septiembre 02, 2023

LXXXIV DIOS CON NOSOTR@S, TAMBIÉN CON LAS PERSONAS LGBTIQ+

Sobre Mateo 1, 18-24



1. JOSÉ


Seguramente por el persistente empeño en hallar razones para creer a lo largo de mi vida, siempre me he acercado a este pasaje del Evangelio de Mateo con los ojos de José.

Debió de ser un buen hombre. De otra forma no se entiende que, al darse cuenta de que su prometida estaba embarazada —evidentemente no de él— decidiera repudiarla en secreto sin denunciarla. 

Imagino lo frustrado y defraudado que estaría, su tristeza, su enojo, sus lágrimas. 

Sus ilusiones se disiparon inesperadamente. No podía aceptar como esposa a una mujer que había traicionado su confianza. Según la ley era una adúltera. Y él era un hombre religioso.

Seguramente se preguntó quién fue el hombre con el que María lo había engañado, buscaría mentalmente entre los hombres del pequeño pueblo, donde todos se conocían. Su cabeza no cesaría de girar incapaz de entender la razón por la cual ella había actuado así.


Cuenta Mateo que un ángel se le apareció en sueños. Le dijo que no temiese, que no tuviera reparo en llevarse a María con él, porque el niño que llevaba en su vientre había sido engendrado por el Espíritu Santo. Y añadió: «Dará a luz un hijo, y tú le podrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».

José despertó e hizo según le había dicho el ángel.


Aquí es donde José me sobrecoge y me emociona. Ya no es el hombre desengañado que apenas unas horas antes se dispuso a despreciar a María. Ahora es un hombre que cree en algo inaudito, inverosímil. Su fe le hace tomar una decisión que no imaginaba. Su fe le hace ir contracorriente. 


José fue el primer seguidor de Jesús, de la Nueva Alianza, sin apenas saberlo. Renunció a secundar la Ley, lo religioso, ya no solo no denunciando a María sino trayéndola consigo a su casa, creando el vínculo que haría posible el nacimiento del Mesías según lo anunciaron los profetas. 


2. MARÍA


Lucas en su Evangelio, cuando narra la anunciación, cómo el Espíritu Santo vendría sobre María y quedaría encinta, hace de la Virgen el centro de la historia proyectándola como elegida de Dios, bendita del Creador.

Mateo no es Lucas, y María en el pasaje que oramos no pasa desapercibida pero es un personaje que despierta compasión, una dulce ternura, un sentimiento de misericordia que me cuesta trabajo concretar, pero que no se parece a la María de Lucas sino a otra aún más vulnerable y por eso todavía más cercana.


María primero es la repudiada por José y luego la recuperada por la fe inesperada de su esposo que reconoce en ella a la madre del Salvador. 


Casi se me olvida que nada de lo que sucede, ni siquiera el testimonio de fe de José, habría sido posible sin la confianza en Dios de María, cuando responde al ángel «Hágase tu voluntad».

El “sí” de María es el punto de inicio de todo. María se dejó hacer, se puso a disposición del Padre con la tranquilidad, la seguridad y la esperanza de que todo formaba parte de un plan extraordinario en el que ella debía ser instrumento imprescindible. Sería la madre de un niño al que pondrían por nombre Jesús. 


3. EMMANUEL, DIOS CON NOSOTROS (TAMBIÉN CON LAS PERSONAS LGTBI)


El ángel que habló en sueños a José anunció el nombre que pondrían al niño: Jesús. 

Mateo recuerda que de esa forma se cumplía lo que había dicho el Señor por el profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”».


Muchas veces he recordado lo difícil que fue para mí reconocer definitivamente que Dios me quería siendo homosexual. Por supuesto para muchas personas LGTBIQ+ cristianas ha sido complicado reconocer en el Creador un padre-madre bondadoso, amoroso, que nos incorporara a su casa.

Las mismas normas y la misma ley que hicieron a José repudiar a María son las que se han ido aplicando por siglos sobre las personas LGTBIQ+, impidiendo sentirnos hijas e hijos de Dios.

Paradójicamente, el mismo sueño de José en el que el ángel comunica el próximo nacimiento de Jesús, nos restaura en el hogar del Padre. Porque Jesús es Emmanuel, es decir, Dios con nosotros, con todas y todos sin excepción.


Es muy triste reconocer la manera en que el auténtico significado de Jesús-Emmanuel fue tergiversado a lo largo de los tiempos por la propia Iglesia, hasta hoy. Quizá esto sólo pueda ser comprendido por quienes incesantemente soportamos la traducción oficiosa del nombre Emmanuel, cada vez que se nos aparta, se nos excluye o condena por el hecho de ser LGTBIQ+.

Emmanuel se queda en el «Dios con “casi” todos nosotros» en el que fuimos muchas veces educados, desfigurando y rompiendo nuestra fe. 

La religión no siempre es fe ciega en el Padre que acoge sin prejuicios. A veces la religión se queda en el tiempo de José antes del sueño, cuando aún repudiaba a María. 

La Iglesia de nuestros tiempos debería caminar determinada a ser el José convertido, repleto de fe, que se lleva su casa a María la madre de Jesús Emmanuel. Porque en Emmanuel —Dios con nosotros— también estamos las personas LGTBIQ+ y cuantas se encuentran en las fronteras de la Iglesia. 



El nacimiento de Jesucristo sucedió así: su madre, María, estaba prometida a José, y antes del matrimonio, resultó que estaba encinta por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, decidió repudiarla en secreto. Ya lo tenía decidido, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: —José, hijo de David, no tengas reparo en acoger a María como esposa tuya, pues lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien llamarás Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del profeta: Mira, la virgen está encinta, dará a luz a un hijo que se llamará Emanuel, que significa: Dios con nosotros. Cuando José se despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado y acogió a María como esposa.

agosto 09, 2023

LXI REGRESAR: EL HIJO MENOR, EL HIJO MAYOR, EL PADRE

Sobre Lucas 15, 1-3. 11-32



Cuando comencé a hacerme visible, una de las personas de mi vida con las que hablé fue uno de mis mejores amigos, con quien sigo manteniendo lazos fraternales. Por tantos años como llevaba anhelando ser capaz de sincerarme con él, y lo emocionado y nervioso que estaba, a duras penas pude contarle todo lo que debía. A medida que iba narrándole, sus ojos fueron llenándose de lágrimas y también los míos. Cuando me quedé callado, él solo dijo: «¿puedo abrazarte?». Enseguida nos unimos en el abrazo más intenso de cuantos recuerdo. Me apretaba contra él sin querer soltarme y me daba las gracias mientras no dejábamos de llorar.

Al día siguiente me llamó para invitarme a cenar. Dijo que teníamos que celebrar mi vuelta a casa. Se presentó con un regalo. Era un libro que quería que leyese y conservara. Se trataba de “El regreso del hijo pródigo”, escrito por Henri J. M. Houwen. Estaba dedicado. Decía: “Gracias, hermano pequeño, por volver a casa y hacerme ver que también el hermano mayor tiene que regresar al Padre”.

Me dijo: «Al escucharte entendí perfectamente lo que cuenta el autor de este libro. Muchas veces soy como el hijo mayor. Perdóname si en algún momento lo he sido contigo. Lee este libro y me comprenderás».


Muchas personas LGBTIQ+ cristianas coincidimos en la experiencia dolorosa y complicada, a veces demasiado larga, de la doble vida en el armario. Experiencia que en bastantes ocasiones desemboca en una crisis de fe de la que hay quienes no vuelven. Las mujeres y hombres que de una u otra forma regresamos, ciertamente —desde un primer momento— nos sentimos muy identificados con la parábola del hijo pródigo. Muchas veces hago referencia a este relato cuando hablo de cómo recuperé la necesidad de Dios en mi vida y, sobre todo, de cómo sentí la misericordia del Padre acogiéndome sin preguntas, sin juicios, con un banquete. Pero siempre me coloco en el lugar del hijo menor, la perspectiva más lógica por otra parte.

La lectura de "El Regreso del hijo pródigo" de Henri J. M. Houwen abrió mi corazón a otras muchas maneras de reconocerme en la parábola. Supongo que habré leído una decena de veces este libro. En cada ocasión aprendo algo nuevo. El Maestro, a través de la sincera reflexión de Houwen, me habla actualizando el relato, poniéndolo en paralelo a mi vida. Así que, estoy seguro, también esta vez Jesús me sorprenderá al hacer oración con la breve pero potente historia del hijo que se fue de casa.


Cuenta Jesús que el hijo menor pidió al padre su parte de la herencia para después marcharse. No deja claras las razones, pero es fácil suponer que deseaba independencia, liberarse de las normas paternas y de las responsabilidades. También quería conocer mundo y disfrutar de los placeres de la vida. 

Me pregunto qué motivaciones tuve yo para irme de la casa del Padre. Es verdad que nunca llegué a perder del todo la fe, es decir, la certeza de que Dios estaba -en pasado- y está -en presente- (como el hijo menor nunca olvidó a su padre), pero me cuestiono qué razones hicieron que yo dejara mi comunidad de fe, mi tarea pastoral, los sacramentos y todo. 

Tengo el sentimiento de que me fui porque no era bien aceptado. En realidad estaba dentro del armario y nadie sabía que era homosexual, por lo que no tenía ninguna experiencia de rechazo directa. Pero en la casa de mi Padre, en la Iglesia, era objetivamente cierto que las personas LGBTIQ+ no éramos bien recibidas. Con Francisco sopla una leve brisa refrescante, pero a finales de los noventa y principios del actual siglo la brisa era una tormenta. Había leído suficientes declaraciones pastorales de condena, escuchado demasiadas homilías hirientes, soportado excesivos comentarios descarnados como para entender que ser abiertamente homosexual en la Iglesia no era posible. Mi condición de agente pastoral y la tensión de tener que ser fiel a la doctrina no ayudaba demasiado sino que minaba mi sentimiento de incoherencia. Y además, el miedo a ser señalado, ser comentado, ser inventado.


En definitiva, al igual que el hijo menor yo no me fui porque me echara el Padre. Al hijo menor le apuraban las ganas de riqueza pero también de ser libre, de ver mundo, de no tener que dar cuentas a nadie. Yo me marché porque me sentía ahogado, no acogido, no querido, humillado. Me fui porque ataron sobre mis hombros cargas pesadas imposibles de soportar (Mt.23,4). Me fui porque me dolía pertenecer a una Iglesia que ponía condiciones (CIC 2357-2359). Y así, pedí la parte de mi herencia y me marché.


¿Y qué herencia me llevé? Al irme “emigré a un país lejano” en el que me ofrecieron todo aquello que jamás me atreví a buscar. El “ambiente” era ese gran paraíso prohibido donde encontré amor y lujuria, pero también el lugar donde me hice consciente de lo que era, de quien era. Conocí a otros chicos homosexuales con quienes podía hablar confiadamente y sin temor. Eso era algo nuevo para mí. Nunca antes había tratado con nadie de este tema si no fue en el ámbito de un confesionario y su consiguiente charla de condena y perdón condicionado. 

Comencé a quererme, a apreciarme, a valorarme. Me hice fuerte. Entonces por sorpresa reconocí mi parte de la herencia. 


Recuerdo de ese tiempo alejado una sensación de desconsuelo que nunca me abandonó. En ese pesar estaba la ausencia de Dios. En el país lejano donde ahora me desenvolvía encontré muchos valores, pero me sentía muy vacío al mismo tiempo. El hijo menor se gastó la herencia y no tenía cómo vivir. Cuando fue tratado peor que los cerdos echó de menos a su padre y decidió regresar a casa. Pero mi parte de la herencia estaba intacta. Yo eché de menos al Padre cuando al reconocer mis propios valores descubrí la mano de Dios. Literalmente necesitaba encontrarme con el Padre, pelear con Él cara a cara y dejarme ganar. Me puse en camino de regreso. Es aquí cuando atravesé un desierto. Cuando estaba cerca, desde lejos mi Padre al verme se conmovió, comenzó a correr y se me echó al cuello cubriéndome de besos. Yo le dije: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Pero el Padre celebró un banquete por mi vuelta.


A veces olvidamos que Jesús dirigió esta parábola a los fariseos y letrados que murmuraban contra Él. Algunas interpretaciones de este texto identifican en el hijo mayor a estas personas que cumplen a rajatabla las normas, que son fieles y puntillosas con la ley y la doctrina pero insensibles ante los sufrimientos de los otros. Es verdad que muchas de las personas que regresamos tenemos experiencias de nuestros particulares hermanos mayores recriminando al Padre el exceso de alegría. Al llegar a casa me di cuenta de que no había cambiado nada (la Iglesia era la misma, mi hermano mayor seguía desconfiando de mí, me señalaba, pedía justicia), nada había cambiado excepto yo. Mi sentimiento de ser hijo querido del Padre era tan fuerte que estaba seguro que nada ni nadie podría apartarme de su amor. Había perdido el miedo. Había ganado el valor. Pero no había terminado.


Me hice hijo mayor cuando no fui capaz de controlar el victimismo y me dominó el resentimiento. La actitud del hijo mayor es la de engrandecer los fallos del otro y reflejar sobre el prójimo el rencor acumulado. Reconozco que también fui el hermano mayor de la parábola durante un tiempo, y necesité que el Padre saliera a buscarme para convencerme de que entrara a la fiesta y dejara la furia lejos. En el texto de Lucas queda abierto el relato y cada uno imagina el final como quiere. ¿Entraría a casa el hijo mayor a celebrar la vuelta de su hermano? En mi caso, el tiempo hizo posible apartar el dolor y perdonar. Me di cuenta que no hay lugar al resentimiento cuando se ha luchado tanto por conservar la fe y recuperar la cercanía del Padre. Setenta veces siete si hace falta, o incluso más.


Mi amigo es un gran creyente pero era muy homófobo. Mi historia le conmovió y se vio interpelado. De pronto era el hijo mayor que señala con el dedo y a quien el Padre anima a entrar en la casa para celebrar el regreso del hermano menor, de quien además se acababa de enterar que es homosexual. Mi amigo lo tuvo claro: entró a la fiesta. Y comprendí el sentido de su regalo.


El Padre me dijo: «celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».



En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."
Jesús les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. "

Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."
El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."