Vistas de página en total

octubre 31, 2025

CLXXX. BIENAVENTURAD@S


Sobre
Mateo 5, 1-12


Cuando Jesús sube al monte y pronuncia las Bienaventuranzas, no habla desde el poder ni la perfección, sino desde la cercanía a los heridos, los marginados y los que anhelan justicia. Jesús no proclama bendecidos a los que todo lo tienen, sino a quienes buscan vivir el amor en medio de la incomprensión.

Desde nuestra experiencia de personas distintas y alejadas, este texto resuena profundamente. Durante siglos, muchas personas LGBTIQ+ han sido excluidas o heridas en nombre de la religión. Sin embargo, aquí Jesús nos recuerda que el Reino de Dios pertenece precisamente a quienes el mundo rechaza.

Bienaventurados quienes han sido despojados de su dignidad por causa del prejuicio, y aun así siguen creyendo que el amor de Dios los sostiene. Su humildad no es resignación, sino una fuerza que nace de saberse amados más allá de todo juicio humano.

Bienaventurados quienes han llorado por no ser aceptados por sus familias, por sus iglesias, o incluso por sí mismos. Jesús promete consuelo, no en palabras vacías, sino en una comunidad que abrace, que nombre, que reconozca su valor y belleza.

Bienaventurados quienes, a pesar del odio, eligen responder con ternura, con visibilidad pacífica, con orgullo que no humilla sino que ilumina. Su mansedumbre es una fuerza que transforma.

Bienaventurados quienes no se conforman con una iglesia o un mundo excluyente, sino que luchan por un espacio donde cada persona pueda vivir su identidad como don divino. En su sed de justicia habita el corazón de Dios.

Bienaventurados quienes han aprendido a perdonar a quienes los rechazaron, y se atreven a tender puentes. Su compasión es la manifestación del Evangelio vivo.

Bienaventurados quienes aman sin máscaras, quienes viven su autenticidad como oración. La pureza no está en negar lo que somos, sino en vivir el amor sin doblez.

Bienaventurados quienes transforman el dolor en activismo, el miedo en arte, el rechazo en esperanza. Son artesanos de una paz que nace de la verdad.

Bienaventurados quienes son insultados o ridiculizados por vivir su fe y su identidad abiertamente. En ellos se manifiesta la bienaventuranza más radical: el Reino de Dios se construye desde su testimonio.

Jesús no habla a un grupo perfecto, sino a una comunidad rota que Él declara bienaventurada. Así también, las personas LGBTIQ+ somos llamadas bienaventuradas no a pesar de nuestra identidad, sino desde ella. Porque en nuestra vulnerabilidad y en nuestra resistencia se revela el rostro de un Dios que abraza, que celebra la diversidad y que hace nuevas todas las cosas.


En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».



octubre 25, 2025

CLXXIX. SER JUSTOS (ser coherentes)


Sobre
 Lucas 18, 9-14



Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual, y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos. 

Si se enterasen mis padres, sería trágico. Si lo supieran mis amigos, se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que, desde luego, no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.


Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.


Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.


Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas  curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola. 


Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía. 

Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor. 

Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».


De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida. 


No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho. 



En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."

octubre 18, 2025

CLXXVIII. ORAR (sin desanimarse)


Sobre
 Lucas 18, 1-8


Lo que comienza siendo una explicación sobre cómo se debe orar sin desánimo, se transforma en una denuncia de la injusticia y un ejemplo de fe a partir de esta parábola en la que, paradójicamente, al principio de ella Dios es sutilmente puesto en escena provocando las decisiones de un juez sin escrúpulos ante quien una pobre viuda —las viudas seguramente eran uno de los grupos sociales más desfavorecidos en Israel— no se cansa de pedir justicia hasta que el juez, harto de su terquedad y temiendo consecuencias, determina resolver a favor de la viuda y a otra cosa, mariposa.


Como siempre que Jesús se vale de parábolas, busca una rápida comprensión del mensaje que quiere dar. Y desde luego que lo consigue, gracias a la comparación positiva entre el comportamiento reprensible del juez y el proceder siempre bondadoso de Dios-Abbá. Escoge a una viuda como protagonista, infatigable en su demanda de justicia ante el juez que no hace ni caso a sus peticiones. 


¿Y qué tiene que ver esa viuda conmigo?


Muchas veces he contado que desde pequeño —nueve, diez años quizá— y hasta bien entrada la edad adulta, pedía insistentemente a Dios que me hiciera «normal», porque lo «normal», tanto lo que observaba en cuanto a comportamientos y afectos en las personas cercanas, como lo que me iban diciendo e inculcando mis educadores, parecía ser todo lo contrario a lo que yo era. Y lo que yo era es justamente lo que mi abuelo Antonio —que por otra parte era excepcionalmente bueno, pero hijo de su tiempo— calificaba de maricón, bujarra, sarasa y alguna cosa más por el estilo.


"Si mi abuelo opina que los maricones deben estar en el infierno, es porque algo de razón hay en ello" —pensaba yo, que tenía a mi abuelo por una persona sabia y sensata. Así que, tal como contaba, me dirigía a Dios pidiéndole que me hiciese como los demás chicos que conocía, es decir, «normal». También había un componente preventivo que hacía urgente el milagro, porque tenía en clase un compañero al que su visible «anormalidad» le hacía blanco de comentarios, bromas y golpes. No quería que me ocurriese como a él, y de momento me salvaba porque creo que no era tan amanerado como para convertirme en sospechoso de ser otro mariquita merecedor de las burlas y menosprecios de nadie.


Esa viuda insistente de la parábola era yo. Siento mías las frustraciones de esa mujer ante el juez, porque durante años y años y años tampoco recibí aparente justicia por parte de Dios. El silencio administrativo era la única respuesta. Me daba largas.

Seguí sintiendo diferente, amando diferente. Dios callaba. No solo no se hizo el milagro por el que de repente me convirtiese en heterosexual practicante, sino que no percibía ningún signo que diese sentido desde la fe, desde Él, a mi identidad homosexual, cada vez más patente.


Porque evidentemente fui aceptándome tal como soy. Todos mis problemas y dificultades para reconocerme estaban cimentados en la fe y en la educación que había recibido como cristiano. Por eso, a partir de cierta etapa de mi vida, una vez superada la adolescencia y primera juventud, poco a poco aprendí a salvar mi corazón y mi cabeza, dejando para más adelante el alma. Eso me liberó como persona definitivamente.


Aun así, pese a todo, seguí pidiendo a Dios como esa viuda pesada e infatigable pedía justicia al juez. Ya no tanto que me hiciese «normal», sino que me devolviese el sentimiento de saberme hijo querido suyo, que me demostrara que me amaba como al resto de hombres y mujeres, que me hiciese ver que quienes en su nombre basaban su desprecio y exclusión estaban equivocados.

Nunca perdí la fe. En el fondo de mí siempre estuvo el presentimiento de que Dios estaba conmigo, como la viuda supo siempre que su demanda era justa. Pero ella necesitaba que el juez hiciese efectiva justicia y yo precisaba que Dios me dijese que era normal desde el principio, desde el vientre de mi madre.


No perdí la fe. Puede que perdiera la esperanza en algún momento de mi vida pero no la fe, que manifestaba cada día pidiendo a Dios con tenacidad algo que de por sí ya tenía concedido, pero que no fui capaz de interpretar hasta que no aprendí a ver a Dios en cada detalle que conformaba lo que yo era, incluyendo mi afectividad y mi sexualidad.


La fe de las personas LGBTIQ+ cristianas es inalterable, indestructible. Si logramos superar la desesperanza que nos produce todo aquello que intenta separarnos del amor de Dios —fanatismos religiosos, doctrinas desleales, comportamientos inmisericordes, creencias intransigentes—, es gracias a la fe. Cuando comprendemos que nuestra «anormalidad» está inducida por las personas y en ningún caso es obra de Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza por lo que somos obra perfecta suya, entonces nuestra fe encuentra respuesta.

¿Cómo no iba a hacer justicia Dios con sus elegidos?


El relato de Lucas termina con una pregunta muy directa de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»


No estoy seguro de que mi fe sea tan fuerte como la que espera Jesús de mí, pero tengo la certeza de que no puede ser más fiel si la medimos en términos de constancia y confianza. Desde que era un niño no he cesado de pedirle y todo, de una forma u otra, más tarde o más temprano, me lo ha ido dando en la medida que era bueno para mí y desde mí para los demás. 

La pregunta de Jesús se refiere a la viuda, como ejemplo de perseverancia y también de testimonio en la esperanza de que incluso lo que parece imposible puede conseguirse. La viuda y yo —y conmigo probablemente muchas personas LGBTIQ+ cristianas— tenemos en común una larga experiencia de soledad y también una gran necesidad de que se haga justicia. Ambas cosas fundamentan nuestra confianza en quien puede darnos lo que ansiamos. Y así es como se sostiene nuestra fe, la de la viuda de la parábola, la mía sin duda. La tuya también.



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: "Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."
Y el Señor añadió: "Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?"