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octubre 25, 2025

CLXXIX. SER JUSTOS (ser coherentes)


Sobre
 Lucas 18, 9-14



Desde que tengo uso de razón, es decir, desde que soy consciente de mi identidad homosexual, y durante muchos años, he vivido con el sentimiento profundo de que era una persona imperfecta, inferior a las demás. Aun cuando el armario me hiciera parecer como las otras, mi cabeza, mi corazón y mis tripas sabían que mi manera de ser y de sentir no estaba bien. Todas las demás personas eran normales. Yo sin embargo tenía deseos y afectos inconfesables que no podía controlar y que poco a poco fui comprendiendo que eran tan míos como el color azul de mis ojos. 

Si se enterasen mis padres, sería trágico. Si lo supieran mis amigos, se burlarían y apartarían de mí. Y Dios —me decían— aborrecía a los homosexuales. No estoy tratando de dramatizar mi historia —ni la historia común de muchas personas LGBTIQ+, particularmente las cristianas—, sino que intento dar luz a todo eso que, desde luego, no buscaba pero me fue impuesto por los condicionantes sociales, educativos y religiosos a lo largo de muchos, muchos años.


Desde esta premisa puede ser fácil entender que la parábola del fariseo y el publicano me suscitara un sentimiento complejo, sobre todo a partir del tiempo en que comienzo a reflexionar la Palabra con un espíritu crítico, y el dolor —unido a la soledad y a la incapacidad de comunicar lo que vivo— se hace insoportable. Ahí nace el resentimiento que se instalará cada vez con mayor fuerza en mi corazón.


Las personas cristianas LGBTIQ+ nos hemos emplazado con mucha facilidad en el lugar del publicano, rezando a distancia y con miedo a mirar al cielo. Creo que nuestra experiencia muchas veces dramática nos sitúa en cualquier relato —pero más aún en las parábolas de Jesús— allí donde hay un personaje sufriente. No solo somos el publicano en contraposición al fariseo, sino el hombre asaltado y apaleado al que asiste el samaritano, o la oveja perdida.


Cuando salí del armario lo hice cargado de rencor. Ese resentimiento tuve que curarlo y, paradójicamente, fue a través de la oración. Necesitaba aliviar las heridas. Las heridas  curaron cuando comprendí que mi actitud al hacerme visible fue comportarme precisamente como el fariseo de la parábola. 


Al salir del armario pensé que había llegado el momento de arrasar con todo, decidido a recuperar a cara descubierta mi lugar en la Iglesia, denunciando las injusticias de las que había sido víctima y ante las que seguía siendo testigo. Había mucho fariseo al que desenmascarar su hipocresía. 

Pero esa fuerza, toda esa energía y furia no hacía más que alimentar el rencor que iba ardiendo en mi corazón, desplazando al buen Espíritu y convirtiéndome en un impostor. 

Justo me había transformado en el fariseo. Ahora era yo quien rezaba diciendo «gracias, Dios mío, porque no soy como los demás, y mucho menos como esos que escandalizados se dan golpes de pecho pero son unos incoherentes».


De pronto me vi pillado por mi propia contradicción. Toda la vida en el papel de víctima y de repente y con total nitidez me veía reflejado en el rol del verdugo. En realidad no fue tan instantáneo ni tan tumbativo, sino fruto de una reflexión orante que duró un tiempo, y aún se prolonga, porque no creo que nunca deba terminar. Durante ese primer periodo me dediqué a localizar dónde estaban las causas del mal sabor de boca y de ánimo que me iba dejando esta forma de comprometerme una vez me hice visible. Después he ido dando la vuelta a cada historia preguntándome cuánto de fariseo hay en mí y el porqué. Siempre la Palabra dando la medida. 


No puedo decir que mi resentimiento esté completamente curado, pero ya no tengo tanto dolor. No he renunciado a la denuncia profética pero ahora procuro que la firmeza siempre vaya unida a la misericordia. El rencor se cura con amor y Palabra, no con buenos propósitos. Y aunque todo eso lo sé, a veces aún me sorprendo vencido por las ofensas, buscando al fariseo para zarandearle mientras con la mano libre me doy golpes en el pecho. 



En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."

octubre 18, 2025

CLXXVIII. ORAR (sin desanimarse)


Sobre
 Lucas 18, 1-8


Lo que comienza siendo una explicación sobre cómo se debe orar sin desánimo, se transforma en una denuncia de la injusticia y un ejemplo de fe a partir de esta parábola en la que, paradójicamente, al principio de ella Dios es sutilmente puesto en escena provocando las decisiones de un juez sin escrúpulos ante quien una pobre viuda —las viudas seguramente eran uno de los grupos sociales más desfavorecidos en Israel— no se cansa de pedir justicia hasta que el juez, harto de su terquedad y temiendo consecuencias, determina resolver a favor de la viuda y a otra cosa, mariposa.


Como siempre que Jesús se vale de parábolas, busca una rápida comprensión del mensaje que quiere dar. Y desde luego que lo consigue, gracias a la comparación positiva entre el comportamiento reprensible del juez y el proceder siempre bondadoso de Dios-Abbá. Escoge a una viuda como protagonista, infatigable en su demanda de justicia ante el juez que no hace ni caso a sus peticiones. 


¿Y qué tiene que ver esa viuda conmigo?


Muchas veces he contado que desde pequeño —nueve, diez años quizá— y hasta bien entrada la edad adulta, pedía insistentemente a Dios que me hiciera «normal», porque lo «normal», tanto lo que observaba en cuanto a comportamientos y afectos en las personas cercanas, como lo que me iban diciendo e inculcando mis educadores, parecía ser todo lo contrario a lo que yo era. Y lo que yo era es justamente lo que mi abuelo Antonio —que por otra parte era excepcionalmente bueno, pero hijo de su tiempo— calificaba de maricón, bujarra, sarasa y alguna cosa más por el estilo.


"Si mi abuelo opina que los maricones deben estar en el infierno, es porque algo de razón hay en ello" —pensaba yo, que tenía a mi abuelo por una persona sabia y sensata. Así que, tal como contaba, me dirigía a Dios pidiéndole que me hiciese como los demás chicos que conocía, es decir, «normal». También había un componente preventivo que hacía urgente el milagro, porque tenía en clase un compañero al que su visible «anormalidad» le hacía blanco de comentarios, bromas y golpes. No quería que me ocurriese como a él, y de momento me salvaba porque creo que no era tan amanerado como para convertirme en sospechoso de ser otro mariquita merecedor de las burlas y menosprecios de nadie.


Esa viuda insistente de la parábola era yo. Siento mías las frustraciones de esa mujer ante el juez, porque durante años y años y años tampoco recibí aparente justicia por parte de Dios. El silencio administrativo era la única respuesta. Me daba largas.

Seguí sintiendo diferente, amando diferente. Dios callaba. No solo no se hizo el milagro por el que de repente me convirtiese en heterosexual practicante, sino que no percibía ningún signo que diese sentido desde la fe, desde Él, a mi identidad homosexual, cada vez más patente.


Porque evidentemente fui aceptándome tal como soy. Todos mis problemas y dificultades para reconocerme estaban cimentados en la fe y en la educación que había recibido como cristiano. Por eso, a partir de cierta etapa de mi vida, una vez superada la adolescencia y primera juventud, poco a poco aprendí a salvar mi corazón y mi cabeza, dejando para más adelante el alma. Eso me liberó como persona definitivamente.


Aun así, pese a todo, seguí pidiendo a Dios como esa viuda pesada e infatigable pedía justicia al juez. Ya no tanto que me hiciese «normal», sino que me devolviese el sentimiento de saberme hijo querido suyo, que me demostrara que me amaba como al resto de hombres y mujeres, que me hiciese ver que quienes en su nombre basaban su desprecio y exclusión estaban equivocados.

Nunca perdí la fe. En el fondo de mí siempre estuvo el presentimiento de que Dios estaba conmigo, como la viuda supo siempre que su demanda era justa. Pero ella necesitaba que el juez hiciese efectiva justicia y yo precisaba que Dios me dijese que era normal desde el principio, desde el vientre de mi madre.


No perdí la fe. Puede que perdiera la esperanza en algún momento de mi vida pero no la fe, que manifestaba cada día pidiendo a Dios con tenacidad algo que de por sí ya tenía concedido, pero que no fui capaz de interpretar hasta que no aprendí a ver a Dios en cada detalle que conformaba lo que yo era, incluyendo mi afectividad y mi sexualidad.


La fe de las personas LGBTIQ+ cristianas es inalterable, indestructible. Si logramos superar la desesperanza que nos produce todo aquello que intenta separarnos del amor de Dios —fanatismos religiosos, doctrinas desleales, comportamientos inmisericordes, creencias intransigentes—, es gracias a la fe. Cuando comprendemos que nuestra «anormalidad» está inducida por las personas y en ningún caso es obra de Dios, quien nos hizo a su imagen y semejanza por lo que somos obra perfecta suya, entonces nuestra fe encuentra respuesta.

¿Cómo no iba a hacer justicia Dios con sus elegidos?


El relato de Lucas termina con una pregunta muy directa de Jesús: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará todavía fe en la tierra?»


No estoy seguro de que mi fe sea tan fuerte como la que espera Jesús de mí, pero tengo la certeza de que no puede ser más fiel si la medimos en términos de constancia y confianza. Desde que era un niño no he cesado de pedirle y todo, de una forma u otra, más tarde o más temprano, me lo ha ido dando en la medida que era bueno para mí y desde mí para los demás. 

La pregunta de Jesús se refiere a la viuda, como ejemplo de perseverancia y también de testimonio en la esperanza de que incluso lo que parece imposible puede conseguirse. La viuda y yo —y conmigo probablemente muchas personas LGBTIQ+ cristianas— tenemos en común una larga experiencia de soledad y también una gran necesidad de que se haga justicia. Ambas cosas fundamentan nuestra confianza en quien puede darnos lo que ansiamos. Y así es como se sostiene nuestra fe, la de la viuda de la parábola, la mía sin duda. La tuya también.



En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: "Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario."
Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."
Y el Señor añadió: "Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?"

octubre 11, 2025

CLXXVII. MI YO MARICA (Gracias, Padre)


Sobre
 Lucas 17, 11-19



Confieso que la lectura de hoy me encanta. No es solo el relato de una curación. Lucas nos cuenta unos instantes en la vida de una persona agradecida. Creo que en este texto el protagonista no es Jesús sino el hombre que, antes de ir a los sacerdotes a informarles de que estaba curado de la lepra y limpio, regresa al Maestro para darle las gracias, mientras sus nueve compañeros ni tan siquiera giraron la cabeza.


No he sufrido hasta hoy largas ni graves enfermedades. Mis lepras no fueron somáticas, pero de alguna forma me hicieron sentir igualmente sucio y despreciado. No quiero aparecer como una víctima de nada, pero objetivamente es así. 


De pequeño provocaron que me sintiese un enfermo, porque los homosexuales lo éramos. Además, con el terrible añadido de que Dios acogía amorosamente a los muertos de malaria o de cólera, pero a los homosexuales —incluso si morían de viejitos— los mandaba a las tinieblas. Por eso a los dieciséis años creí que lo mejor sería marcharme en silencio. Total —pensaba— los suicidas van al mismo infierno que los maricones.

Esta lepra se llamaba miedo al desprecio, terror al desamor. Desconfianza. Soledad. 


Mi amigo Álvaro murió por VIH con 29 años —los mismos que tenía yo— justo cuando los fanáticos religiosos decían que el sida era un castigo de Dios contra los homosexuales. La lepra no es el sida sino todo lo que hace que tengas que acudir casi a escondidas y avergonzado a hacerte las pruebas, porque corre como la pólvora la noticia de que te vieron entrar al consultorio donde van todos los sarasas a comprobar si tienen la peste gay.


He narrado solo dos capítulos de mi vida, muy resumidos, sin demasiados detalles y sin ser tampoco los únicos que me han marcado de entre todas las historias de particulares lepras. Estos dos y los demás tienen en común la sensación de suciedad, de mancha y de culpa que ha sido el hilo conductor desde que tengo uso de razón, sólo porque soy homosexual y cristiano; porque sin el componente de la fe la mayor parte de los dilemas, preocupaciones y dificultades no habrían tenido lugar.


Por último otro acontecimiento más: El momento personal en el que decido ir al encuentro del Señor es justo cuando no puedo soportar seguir viviendo estas lepras y descubro la necesidad de librarme de ellas. Puedo llamarlas con diferentes nombres —miedo, desconfianza, temor— pero en el fondo es tanto el deseo de congraciarme conmigo mismo, como el valorarme definitivamente y discernir si opto o no por rendirme a que Dios se incorpore a mi vida y la agite, lo que me empuja a adentrarme en el desierto, buscando escuchar la voz de Jesús para postrarme ante Él y dejar que cure todas mis heridas.


De pequeño solía jugar con las niñas, al menos así lo recuerdo hasta los nueve o diez años. A partir de esa edad comprendí que era conveniente aparentar la masculinidad esperada y cambié los hábitos. Jugaba con ellas no solo porque sus juegos me parecían más agradables que chutar un balón, sino porque —parecerá una tontería— admiraba en las chicas la normalidad con la que expresaban afectos y sentimientos con sus madres, frente a la aspereza de los chicos, incapaces de buscar una caricia o un beso aunque ellas se acercaran a sus hijos.

Una vez en uno de los juegos brutos de los niños, persiguieron en bicicleta a las niñas. Tres cayeron al suelo y se hirieron. Era un día de campo y los accidentados —una chica y dos chicos— corrieron llorando a una de las madres para que les curara los arañazos. Cuando lo hizo, les dijo que volvieran a los juegos y se marcharon hacia donde estábamos. A mitad de camino la niña se volvió y fue corriendo hacia la mujer a darle un beso. Me gustó ese gesto tanto que lo recuerdo hasta hoy. Me habría dado vergüenza hacer eso delante de los demás chicos, por más que lo hubiese deseado. Comportarse así era ser un marica, como llorar era de niñas o rendirse de nenazas.


Me produce mucha paz comprobar que ante Jesús siempre he procurado ser un marica. Reconozco haber salido a su encuentro muchas veces para pedirle que curase mi lepra (que, ya dije, puede ser el miedo, o se trata de desesperanza, de resentimiento, de desafecto o de ganas de tirar la toalla). Le grito para que me oiga y, cuando lo hace, me envía a los sacerdotes. Pero yendo en camino siempre sale “mi yo marica” y regreso para postrarme a los pies de Jesús a darle las gracias.


La fe sin agradecimiento profundo a Dios es solo religión. Muchas veces he contado cómo uno de los descubrimientos más felices de mi vida fue aprender a escuchar y encontrar a Dios, que en ocasiones está en el trueno, pero también en la brisa suave e incluso en el silencio. Por eso Dios para mí no es algo inmaterial ni etéreo, sino absolutamente tangible, a quien puedo pedir pan y no me dará una piedra, a quien puedo pedir un pez y no me dará una serpiente. A quien puedo dar gracias por cuanto me concede. 


Pedir es gratis. Agradecer parece que cuesta y tiene un precio. No comprendo a la gente que pide tanto y no es capaz de dar gracias. Continuamente agradezco a Dios todo lo que me ha regalado. No tiene sentido ni un solo instante de mi vida si no es desde el agradecimiento. No puedo ir a los sacerdotes del templo para celebrar los ritos religiosos si no soy capaz de volver a Jesús para arrodillarme a sus pies y darle gracias, en un gesto marica que otros leprosos no atienden. Porque cada vez que lo hago Jesús me dice: “Vete, tu fe te ha salvado”.



Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: "Jesús, maestro, ten compasión de nosotros."
Al verlos, les dijo: "Id a presentaros a los sacerdotes."
Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: "¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?"
Y le dijo: "Levántate, vete; tu fe te ha salvado."